– Veré qué puedo hacer -respondí sonriendo-. Pero es el signo de los tiempos; no se puede ir contra la corriente.
– Esta corriente de papeles acabará arrastrándonos a todos -murmuró Oldknoll con amargura.
Lord Cromwell vivía en una imponente mansión de ladrillos rojos que se había hecho construir en Stepney hacía unos años. La compartía no sólo con su mujer y su hijo, sino también con una docena de hijos de sus protegidos de cuya educación se había hecho cargo. No era la primera vez que visitaba la casa, una corte en miniatura, con sus criados y maestros, escribientes y constantes visitas. Al acercarme, vi un enjambre de mendigos ante la puerta. Uno de ellos, ciego y descalzo sobre la nieve, alzó un brazo y gritó: «¡Limosna! ¡Limosna, por caridad!» Había oído que lord Cromwell hacía que sus criados repartieran limosnas en una puerta lateral, para ganar popularidad entre los pobres de Londres. La escena me trajo a la memoria el desagradable recuerdo del día de limosna en San Donato.
Dejé el caballo en el establo y seguí a Blitheman, el simpático mayordomo de lord Cromwell, al interior de la casa. Su Señoría aún no había llegado, me dijo, y me ofreció una copa de vino.
– La acepto encantado.
– Decidme, señor, ¿queréis ver el leopardo de lord Cromwell? A Su Señoría le gusta enseñárselo a las visitas. Está en una jaula, detrás de la casa.
– Sí, ya tenía noticias de que había adquirido uno de esos animales. Gracias.
Seguí a Blitheman a través de la concurrida mansión hasta el patio de la parte posterior. Nunca había visto un leopardo, aunque había oído hablar de esos portentosos animales de piel manchada, de los que se decía que eran más veloces que el viento. El mayordomo me abrió la puerta con una sonrisa de propietario. Un fuerte hedor asaltó mis fosas nasales apenas salí; al cabo de unos instantes estaba mirando a través de los barrotes de una enorme jaula metálica cuyo suelo de piedra estaba sembrado de trozos de carne. En su interior, un enorme gato se paseaba de un lado a otro. Tenía la piel de color dorado y salpicada de manchas negras, y todo en su esbelto y musculoso cuerpo hacía pensar en una fuerza salvaje. Cuando entramos en el patio, se volvió y nos rugió enseñando unos colmillos enormes y amarillentos.
– Un animal temible -comenté.
– Quince libras le costó a mi señor.
El leopardo se sentó y nos observó enseñando las fauces y gruñendo de vez en cuando.
– ¿Cómo se llama? -le pregunté a Blitheman.
– No tiene nombre. No estaría bien darle un nombre cristiano a semejante fiera.
– El pobre animal debe de pasar frío aquí…
Un muchacho en librea se acercó a Blitheman y le habló al oído.
– Lord Cromwell acaba de llegar -me dijo el mayordomo-. Acompañadme, está en su despacho.
Lancé otra mirada al enfurruñado gatazo y seguí a Blitheman al interior de la casa, diciéndome que también mi señor tenía fama de fiero y preguntándome si la posesión de aquel animal no era un mensaje soterrado a sus enemigos.
El despacho de lord Cromwell era una versión a escala reducida del que ocupaba en Westminster y también se veía lleno de mesas atestadas de papeles. Por lo general, estaba en penumbra, pero ese día el sol se reflejaba en la nieve del jardín y una penetrante luz blanca iluminaba los profundos pliegues y arrugas del rostro de Cromwell, que me esperaba sentado a su escritorio. Cuando Blitheman me hizo pasar, me recibió con una mirada hostil, las mandíbulas apretadas y el mentón agresivamente adelantado. No me invitó a tomar asiento.
– Esperaba recibir noticias tuyas antes -gruñó a modo de saludo-. Nueve días. Y el asunto aún no está solucionado, lo leo en tu cara. -En ese momento, advirtió que llevaba una espada-. ¡Por la sangre de Cristo! ¿Te atreves a presentarte armado ante mí?
– No, Señoría -respondí apresurándome a desceñirme la espada-. Es una prueba, que deseaba presentaros -le expliqué dejando el arma sobre una mesa en la que había una Biblia inglesa abierta por una página en la que se veía una imagen de Sodoma y Gomorra devoradas por las llamas.
Le informé de todo lo ocurrido: de las muertes de Simón y Gabriel y del descubrimiento del cuerpo de Orphan Stonegarden, de la oferta de cesión del abad, de mis sospechas sobre las ventas de tierras y, por último, de la interceptación de la carta de Jerome, que le entregué. Mientras la leía, de tanto en tanto me lanzaba miradas con expresión irritada y sin pestañear. Cuando acabó de leer, soltó un bufido.
– ¡Vive Dios que es un caos peor que el de Bedlam! Espero que ese ayudante tuyo siga vivo cuando vuelvas -añadió brutalmente-. He tenido que engatusar a Rich para que lo readmita; espero no haber malgastado el tiempo.
– Pensé que debía venir a informaros, señor. Sobre todo cuando encontré esa carta.
Lord Cromwell asintió y soltó un gruñido.
– Debieron recordarme que el cartujo estaba allí; Grey me va a oír. Pero ya nos encargaremos del hermano Jerome. Las cartas a Edward Seymour no me preocupan. Desde que murió la reina, toda la familia Seymour se desvive por obtener mi favor -dijo lord Cromwell, y se inclinó hacia mí-. Lo que sí me preocupa son esos asesinatos sin resolver. No deben trascender; no quiero que afecten al resto de mis negociaciones. El priorato de Lewes está a punto de ceder.
– ¿Al fin han dado su brazo a torcer?
– Me lo comunicaron ayer; la cesión se firmará esta misma semana. Por eso ha venido a verme Norfolk; nos repartiremos las tierras del priorato. El rey está de acuerdo, en principio.
– Debe de ser una hacienda enorme…
– Lo es. Yo me quedaré con las propiedades de Sussex, y el duque, con las de Norfolk. Nada como la perspectiva de obtener tierras para sentar a la mesa de negociaciones a dos viejos enemigos. -Lord Cromwell soltó una risotada-. Tengo intenciones de instalar a mi hijo Gregory en la casa del prior y convertirlo en terrateniente. -Su Señoría hizo una pausa y volvió a fulminarme con la mirada-. Creo que intentas distraerme, Matthew…
– No, señor. Sé que las cosas han ido despacio, pero es el rompecabezas más complicado con el que he tenido que…
– ¿Qué tiene que ver la espada en todo esto?
Le expliqué cómo la habíamos encontrado y mi charla con Oldknoll.
– Mark Smeaton… -murmuró lord Cromwell frunciendo el entrecejo-. No parecía que fuese de los que causan problemas después de muertos. -Su Señoría se levantó, se acercó a la mesa y cogió la espada-. Desde luego, es un arma espléndida; ojalá hubiera tenido una así cuando servía en Italia, en mi juventud.
– Tiene que haber alguna relación entre los asesinatos y Smeaton.
– Yo puedo ver una -respondió lord Cromwell-. Una relación con la muerte de Smeaton, en todo caso. La venganza.
– Lord Cromwell se quedó pensativo; al cabo de unos instantes, se volvió hacia mí y me miró muy serio-. Esto no debe salir de este despacho.
– Lo juro por mi honor.
El vicario general dejó el arma sobre la mesa y empezó a dar vueltas por el despacho con las manos a la espalda. La negra toga se agitaba en torno a sus piernas.
– El año pasado, cuando el rey decidió librarse de Ana Bolena, tuve que actuar deprisa. Yo había unido mi destino al de la reina desde el comienzo, y la facción papista intentaba hacerme caer con ella; el rey estaba empezando a prestarles oídos. De modo que tenía que ser yo quien lo librara de ella. ¿Lo comprendes?
– Sí. Sí, lo comprendo.
– Lo convencí de que había cometido adulterio y que por tanto podía ser ejecutada por traición, sin necesidad de sacar a relucir sus inclinaciones en materia de religión. Pero tenía que haber pruebas y un juicio público. -Yo permanecía inmóvil, mirándolo en silencio-. Elegí a varios de mis hombres más fieles y le asigné a cada uno un amigo de la reina: Norris, Weston, Brereton, su hermano Rochford… y Smeaton. Su misión era conseguir una confesión o algo que pudiera pasar por una prueba de que habían yacido con ella. El hombre al que asigné a Smeaton era Robin Singleton.