– ¿Hace mucho que vivís aquí? -le pregunté al joven con el corazón encogido.
– Dieciocho meses, señor; desde que murió el anterior propietario. El hombre que compró la casa nos dejó esta habitación. En el piso de arriba vive otra familia. El dueño es el señor Placid, que vive en el Strand.
– ¿Sabes quién era el hijo del antiguo dueño?
– Sí, señor. Mark Smeaton, uno de los que se acostaban con la gran ramera.
– Supongo que los herederos de Smeaton le vendieron la casa al señor Placid. ¿Sabes quiénes eran?
– La heredera era una anciana. Cuando nos mudamos aquí, aún había cosas del señor Smeaton; ropa, una copa de plata y una espada…
– ¿Una espada?
– Sí, señor. Estaba todo amontonado allí -dijo el joven señalando una esquina de la habitación-. El señor Placid nos dijo que la hermana de John Smeaton vendría a recogerlo todo. Y que no tocáramos nada, si no queríamos ir a la calle.
– Y no lo hicimos -terció la mujer. La criatura empezó a toser, y ella la estrechó contra su pecho-. ¡Calla, Temor de Dios!
– ¿Y la anciana? -les pregunté haciendo un esfuerzo para contener mi emoción-. ¿Se presentó?
– Sí, señor, unas semanas después. Vivía en el campo, y la ciudad parecía ponerla nerviosa. La trajo su abogado.
– ¿Recuerdas cómo se llamaba? -le pregunté con impaciencia-. ¿O de qué parte del país venía? ¿Podía ser un sitio llamado Scarnsea?
El joven movió la cabeza.
– Lo siento, señor, sólo recuerdo que vivía en el campo. Era una mujer bajita y regordeta, de unos cincuenta años, con el pelo canoso. Apenas habló. Su abogado y ella cogieron la espada y las demás cosas y se marcharon.
– ¿Recuerdas el nombre del abogado?
– No, señor. Fue él quien cogió la espada. Recuerdo que la mujer comentó que le habría gustado tener un hijo al que poder dársela.
– Muy bien. Quiero que le eches un vistazo a mi espada… No, no te alarmes, sólo voy a desenvainarla para enseñártela. Quiero que me digas si podría ser la que se llevó esa mujer.
Dejé el arma sobre el banco. El joven se quedó mirándola, y su mujer se acercó a él con el niño en brazos.
– Se parece mucho -dijo la joven mirándome con desconfianza-. La sacamos de su funda, señor, pero sólo para ver cómo era; no hicimos nada con ella. Pero reconozco la empuñadura dorada, y esas marcas de la hoja.
– Comentamos que era preciosa -recordó el marido-. ¿Verdad, Elisabeth?
– Gracias a los dos -les dije envainando la espada-. Me habéis sido de gran ayuda. Siento que el niño esté enfermo -añadí alargando la mano para acariciar al bebé; pero la mujer me contuvo con un gesto de la mano.
– No la toquéis señor, está comida de liendres. No para de toser. Es este frío; ya hemos perdido a un hijo. ¡Calla, Temor de Dios!
– Tiene un nombre poco frecuente.
– Nuestro párroco es un reformista convencido, señor; él les ha puesto nombre a todos. Dice que tener hijos con esos nombres ayuda mucho. ¡Vamos, niños, levantaos!
Los otros tres hermanos se pusieron en pie y dejaron ver sus esmirriadas piernecillas y sus hinchadas barrigas.
– Celo, Perseverancia y Deber -recitó su padre señalándolos uno tras otro.
– Les daré seis peniques a cada uno -dije asintiendo con la cabeza-, y aquí tenéis tres chelines por vuestra ayuda.
Saqué las monedas de mi faltriquera. Los pequeños las cogieron de buena gana mientras sus padres los miraban como si no dieran crédito a sus ojos. Embargado por la emoción, di media vuelta, salí a toda prisa y me alejé a lomos del jamelgo.
La terrible escena que acababa de presenciar en la antigua casa de John Smeaton me había impresionado vivamente, de modo que fue un alivio concentrar la mente en lo que acababa de descubrir. No tenía sentido. La persona que había heredado la espada, la única persona con un motivo familiar para vengarse, era una anciana. En el monasterio no había ninguna mujer mayor de cincuenta años, aparte de un par de viejas criadas, dos adefesios huesudos que no respondían a la descripción del joven. La única persona de esas características que había conocido en Scarnsea era la señora Stumpe. Por otra parte, una anciana rechoncha no habría podido asestar el golpe que había decapitado a Singleton. Pero los documentos que me había enviado lord Cromwell afirmaban taxativamente que John y Mark Smeaton no tenían parientes varones. Negué con la cabeza.
En ese momento me di cuenta de que, absorto en mis cavilaciones, había dejado de guiar el caballo, que me llevaba hacia el río. No me apetecía volver a casa aún y lo dejé seguir. Olfateé el aire. ¿Eran imaginaciones mías, o realmente estaba empezando a cambiar el tiempo?
Pasé cerca de un vertedero cubierto de nieve, junto al que había un grupo de hombres acampados, presumiblemente con la esperanza de encontrar trabajo en los muelles; habían construido un chamizo con tablones y sacos y estaban apretujados alrededor de una hoguera. Al oírme, se volvieron y me miraron con cara de pocos amigos; de pronto, un chucho escuálido y mugriento salió disparado del campamento y se acercó ladrando al caballo, que agitó la cabeza y soltó un relincho. Uno de los hombres llamó al perro a su lado, y yo piqué espuelas al jamelgo y me alejé rápidamente dándole palmadas en el pescuezo para calmarlo.
En la orilla del río, las brigadas de estibadores descargaban los barcos que acababan de arribar. Había un par de hombres tan negros como el hermano Guy. Detuve el caballo. Justo frente a mí, los estibadores sacaban cajones y palés de la bodega de una enorme carraca; mientras admiraba su ornamentada proa cuadrada, desde la que una sirena desnuda me sonreía procazmente, me pregunté de qué lejano rincón del mundo acabaría de llegar. Al alzar la vista hacia los grandes mástiles y la maraña de los aparejos, advertí sorprendido que la cofa estaba envuelta en vapor, y al mirar río abajo vi jirones de niebla flotando sobre el agua, y noté que, efectivamente, el aire era más cálido.
El caballo volvió a mostrarse inquieto, de modo que di media vuelta y tomé una calle flanqueada de almacenes en dirección a la City. Apenas había dado unos pasos cuando una extraordinaria algarabía procedente de uno de los edificios me impulsó a detenerme; gritos, chillidos y una confusión de voces en extrañas lenguas. Oír aquellos sonidos sobrenaturales en medio de la niebla me produjo una sensación rara. Vencido por la curiosidad, até el jamelgo a unposte y me acerqué al almacén, del que salía un fuerte hedor.
La puerta estaba abierta y mostraba un espectáculo estremecedor. En el interior del almacén había tres enormes jaulas de hierro de la altura de un hombre. Estaban llenas de pájaros como el de la vieja que me había recordado Pepper. Había centenares, de todos los tamaños y colores: rojos, verdes, dorados, azules, amarillos… Se encontraban en un estado lamentable: todos tenían las alas cortadas, algunos hasta el raquis, y los muñones se veían cubiertos de llagas en carne viva; la mayoría parecían enfermos, pues les faltaban la mitad de las plumas y tenían el cuerpo cubierto de costras y bolsas de pus alrededor de los ojos. Por cada uno que se agarraba con las patas a los barrotes de la jaula, había otro muerto en el suelo entre montones de excrementos secos. Pero lo peor eran sus chillidos; algunos sólo emitían débiles quejas, como si suplicaran el final de su martirio; otros, sin embargo, chillaban sin descanso en una asombrosa variedad de lenguas; oí palabras latinas e inglesas, pero la mayoría pertenecían a idiomas que desconocía. Dos de ellos, colgados boca abajo de los barrotes, se chillaban sin descanso, uno diciendo «Viento en popa» y el otro, «María, mater doloroso», con acento de Devon.
El horrible espectáculo me había dejado paralizado; pero de pronto una mano me agarró del hombro con brusquedad. Al volverme, vi a un marinero vestido con un jubón mugriento que me miraba con suspicacia.
– ¿Qué hacéis aquí? -me preguntó con aspereza-. Si habéis venido a comprar, tenéis que hablar con el señor Fold.