– No, no, ya me iba. He oído el griterío y me he acercado a ver qué era.
– La Torre de Babel, ¿eh, señor? -dijo el marinero sonriendo de oreja a oreja-. ¿Voces animadas por el espíritu hablando en lenguas extrañas? No, sólo es otro cargamento de estos pájaros para entretener a la gente rica.
– Están en un estado lamentable…
– En el sitio del que proceden hay más. Muchos mueren durante el viaje y a otros muchos los matará el frío; son unos bichos muy delicados. Pero bonitos, ¿verdad?
– ¿Dónde los conseguisteis?
– En la isla de Madeira. Allí hay un comerciante portugués que se ha dado cuenta de que en Europa son muy apreciados. Deberíais ver algunas de las cosas que compra y vende, señor; ¡incluso fleta barcos llenos de negros africanos para que trabajen como esclavos en las colonias de Brasil! -dijo el marinero riendo y enseñando las fundas de oro de los dientes.
De pronto, sentí una necesidad desesperada de alejarme del gélido y fétido aire del almacén. Me despedí del marinero y monté a caballo. Los estridentes chillidos de los pájaros y su escalofriante imitación del lenguaje humano me siguieron hasta el final de la fangosa calle.
Volví a atravesar la muralla de la City y me adentré en un Londres repentinamente gris y neblinoso, lleno del ruido del agua que goteaba de los témpanos de hielo de los aleros. Detuve el caballo ante una iglesia. Tenía costumbre de oír misa al menos una vez por semana, pero llevaba diez días sin hacerlo, y necesitaba consuelo espiritual. Desmonté y entré en el templo.
Era una de esas iglesias ricas de la City frecuentadas por comerciantes. Ahora la mayoría de los comerciantes de Londres eran reformistas, lo que explicaba que no hubiera velas y que las imágenes de los santos del cancel hubieran sido cubiertas con pintura y sustituidas por un versículo de la Biblia:
Pues sabe el Señor librar de la tentación a los piadosos y reservar a los malvados para castigarlos en el día del juicio.
La nave estaba vacía. Crucé el cancel. El presbiterio carecía de ornamentos y la patena y el cáliz descansaban sobre un altar desnudo. En el facistol había un ejemplar de la nueva Biblia encadenado al soporte. Me senté en un banco con la reconfortante sensación de encontrarme en un lugar familiar, totalmente diferente de la iglesia de San Donato.
Pero no toda la parafernalia de los viejos tiempos había desaparecido. Desde donde estaba sentado podía ver dos sepulcros de piedra del siglo pasado, colocados uno encima del otro. En el de arriba, la estatua yacente representaba a un rico mercader grueso y barbudo vestido con ostentación; en el de abajo, a un esqueleto cubierto con jirones de las mismas prendas, bajo el que podía leerse la siguiente inscripción: «Así era y así soy; como soy ahora, serás tú un día.»
Mientras observaba el esqueleto de piedra me asaltó el recuerdo del cuerpo putrefacto de Orphan surgiendo del estanque y a continuación el de los escuálidos y enfermizos niños de la casa que había pertenecido a Smeaton. De pronto, tuve el amargo presentimiento de que nuestra revolución se limitaría a dar nombres como Temor de Dios o Perseverancia a los niños hambrientos, en lugar de ponerles el de algún santo. Pensé en la naturalidad con que Cromwell había hablado de falsear pruebas para llevar al cadalso a personas inocentes, y en Mark describiéndome a los codiciosos que se presentaban en Desamortización para intentar obtener las propiedades de los monasterios. Nuestro nuevo mundo no era una comunidad cristiana; nunca lo sería. En el fondo, no era mejor que el viejo, ni estaba menos sometido al poder y la vanidad. Recordé a las multicolores y mutiladas aves del almacén chillándose unas a otras sin ton ni son, y me parecieron una imagen de la misma corte del rey, donde papistas y reformistas gesticulaban y alborotaban disputándose el poder. Y yo, en mi voluntaria ceguera, me había negado a ver lo que tenía ante los ojos. A los hombres les asusta el caos del mundo, me dije, y la insondable eternidad del más allá. Por eso fabricamos teorías para explicarnos sus terribles misterios y convencernos de que estamos seguros en este mundo y lo estaremos en el otro.
De pronto, comprendí que una ceguera de otra especie me había impedido ver lo que realmente había ocurrido en Scarnsea. Me había dejado atrapar en una tela de araña de falsas certezas sobre las realidades del mundo; pero bastaba con eliminar una de ellas para que el espejo deformante se transformara en otro de limpio cristal. En la soledad de la nave, me quedé boquiabierto. Comprendí quién había matado a Singleton y por qué; una vez dado ese paso, todo encajó. También comprendí que disponía de poco tiempo. Durante unos instantes, seguí sentado en el banco, con la boca aún abierta y respirando pesadamente. Luego abandoné la iglesia y, tan rápido como me permitió el caballo, volví al lugar en el que, si estaba en lo cierto, encontraría la última pieza del rompecabezas: la Torre.
Cuando volví a cruzar el puente, ya había oscurecido y la explanada de la Torre estaba iluminada con antorchas. Casi corriendo, crucé el Gran Hall y llegué al despacho del señor Oldknoll. El armero seguía allí, copiando datos de un documento a otro.
– ¡Doctor Shardlake! Espero que os haya cundido el día. Más que a mí, al menos.
– Necesito hablar con el jefe de los carceleros urgentemente. ¿Podríais acompañarme a las mazmorras? No puedo perder el tiempo dando vueltas hasta encontrarlo.
Oldknoll debió de leer la importancia del asunto en mi rostro, porque se puso en pie de inmediato. -Os llevaré ahora mismo.
El armero cogió un enorme manojo de llaves, me acompañó fuera y le quitó la antorcha al primer soldado con el que nos cruzamos. Cuando atravesábamos el Gran Hall, me preguntó si había estado en las mazmorras alguna vez.
– Nunca, gracias a Dios.
– Es un lugar siniestro. Y uno de los más concurridos que conozco.
– Sí. A veces me pregunto hacia dónde vamos.
– Hacía un país plagado de herejes, hacia eso vamos. Papistas y evangelistas locos. Deberíamos colgarlos a todos.
Bajamos por una angosta escalera de caracol. El aire apestaba a humedad, y las paredes, cubiertas de una viscosidad verdosa, parecían sudar gruesas gotas de agua. Estábamos por debajo del nivel del río.
Al final de la escalera había una reja de hierro, al otro lado de la cual un grupo de hombres permanecían de pie alrededor de una mesa atestada de papeles, en medio de una gran sala iluminada con antorchas. Un guardia con la librea de la Torre se acercó a hablar con Oldknoll a través de los barrotes.
– Me acompaña un comisionado del vicario general -le dijo el armero-.Necesita ver al jefe de los carceleros.
– Por aquí, señores -dijo el guardia abriéndonos la reja-. El señor Hodges está muy atareado; hoy nos han traído a un montón de individuos acusados de ser anabaptistas.
El guardia nos condujo hasta la mesa, ante la que un individuo alto y delgado revisaba documentos con otro guardia. A ambos lados de la sala había gruesas puertas de madera con ventanucos enrejados. A través de uno de ellos se oía a un preso recitando versículos en voz alta:
– «¡Heme aquí contra ti, dice Yahvé de los ejércitos. Yo convertiré en humo tus carros, y la espada devorará a tus cachorros…!»
– ¡Cierra el pico, si no quieres ganarte una tanda de azotes! -gritó el carcelero jefe volviendo la cabeza hacia la celda. La voz se apagó y Hodges se volvió hacia mí-. Disculpadme, señor, estoy examinando las denuncias contra los nuevos prisioneros. Algunos tendrán que presentarse ante lord Cromwell para que los interroguen mañana mismo, y no quiero mandarle los que no son.
– Necesito información sobre un preso que estuvo aquí hace dieciocho meses -le expliqué-. ¿Recuerdas a Mark Smeaton?
– Difícilmente podría olvidar esos días, señor comisionado -respondió Hodges arqueando las cejas-. La reina de Inglaterra en la Torre… -El carcelero jefe hizo una pausa para recordar-. Sí, Smeaton pasó aquí la noche anterior a su ejecución. Teníamos instrucciones de mantenerlo separado de los otros presos, porque iba a recibir varias visitas.