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Asentí.

– Sí, Robin Singleton vino a asegurarse de que Smeaton no se retractaría de su confesión. Y hubo otras visitas. Supongo que estarán registradas…

Hodges cambió una mirada con Oldknoll y se echó a reír.

– ¡Ya lo creo, señor! Hoy en día se registra todo, ¿verdad, Thomas?

– Como mínimo, por duplicado.

El carcelero jefe envió a por el registro a uno de sus hombres, que volvió al cabo de unos instantes con un libro enorme.

Hodges lo abrió.

– Dieciséis de mayo de mil quinientos treinta y seis -dijo deslizando el dedo por la página-. Sí, Smeaton estuvo en la celda que ocupa ese alborotador-explicó moviendo la cabeza hacia la puerta de la que habían salido las imprecaciones, tras la que ahora el silencio era total.

– ¿Sus visitantes? -le pregunté con impaciencia acercándome a mirar por encima de su hombro.

Hodges se apartó disimuladamente y volvió a inclinarse sobre el registro. Puede que algún jorobado le hubiera traído mala suerte con anterioridad.

– Veamos… Singleton vino a las seis. Otro visitante, que figura como «pariente», a las siete, y un sacerdote, a las ocho. Sería el capellán de la Torre, el hermano Martin, que vendría a confesarlo antes de la ejecución. ¡Condenado Fletcher! Mira que le tengo dicho que ponga siempre los nombres…

Deslicé el dedo por la página y leí los nombres de los demás presos.

– «Jerome Wentworth, llamado Jerome de Londres, monje de la Cartuja de Londres.» Sí, también está. Pero necesito saber quién era ese pariente, Hodges, y con urgencia. ¿Quién es Fletcher? ¿Uno de tus guardias?

– Sí, uno al que no le gusta escribir y, cuando lo hace, no se le entiende.

– ¿Está de servicio?

– No, comisionado, está de permiso para asistir al entierro de su padre, en Essex. No volverá hasta mañana a mediodía.

– ¿Entrará de servicio?

– A la una.

– A esa hora estaré en alta mar -murmuré mordiéndome una uña-. Dame papel y pluma. -Garrapateé dos notas a toda prisa y se las entregué a Hodges-. En ésta le pido a Fletcher que me informe de todo lo que recuerde de ese visitante; absolutamente de todo. Déjale bien claro que se trata de una información vital y, si no sabe escribir, que le dicte a alguien. Cuando acabe, quiero que envíen la respuesta de inmediato a lord Cromwell, con esta otra nota. En ella le pido que me envíe la respuesta de Fletcher a Scarnsea con el mensajero más rápido de que disponga. El deshielo habrá convertido los caminos en un infierno, pero un buen jinete debería estar esperándome cuando mi barco llegue a puerto.

– Se la llevaré a lord Cromwell yo mismo, doctor Shardlake -dijo Oldknoll-. Será un placer salir a tomar el aire.

– Disculpad a Fletcher, comisionado -terció Hedges-. Pero últimamente tenemos tanto papeleo que a veces resulta difícil cumplir con todo.

– Bien, pero asegúrate de hacerme llegar su respuesta, Hodges.

Di media vuelta y seguí a Oldknoll fuera de las mazmorras. Mientras subíamos las escaleras, el preso de la celda de Smeaton volvió a soltar una retahíla de confusas citas bíblicas, a la que pusieron fin un chasquido seco y un alarido de dolor.

30

En el viaje de vuelta tuvimos suerte con los vientos; una vez en alta mar, la niebla desapareció y el barco se deslizó Canal abajo empujado por una suave brisa de sudeste. La temperatura había subido varios grados; después del intenso frío de la última semana, casi hacía calor. El patrón volvía con un cargamento de tejidos y herramientas, y estaba de mejor humor.

La tarde del segundo día, cuando nos aproximábamos a tierra y distinguí la línea de la costa bajo una tenue franja de niebla, el corazón empezó a palpitarme con fuerza; casi habíamos llegado. Había pasado la mayor parte del viaje meditando; lo que hiciera a partir de ese momento dependía de que el mensajero de Londres hubiera llegado. Y era el momento de mantener otra conversación con Jerome. Una pregunta que había procurado no hacerme en aquellos dos últimos días acudió a la superficie de mi mente: ¿seguirían sanos y salvos Mark y Alice?

Cuando enfilamos el canal de la marisma y empezamos a deslizamos hacia el muelle de Scarnsea, la niebla apenas permitía ver nada. El patrón me preguntó tímidamente si podía coger una pértiga y ayudarlo a mantener el barco alejado de la orilla, cosa que hice. Hubo un par de ocasiones en que casi nos quedamos atascados en el espeso y pegajoso lodo, al que afluían pequeños riachuelos de nieve derretida. El patrón me ayudó a poner pie a tierra y me dio las gracias por mi ayuda; puede que empezara a tener una opinión algo mejor de al menos un hereje reformista.

Fui directamente a casa del juez Copynger. Acababa de sentarse a la mesa para cenar con su mujer y sus hijos, y me invitó a acompañarlos, pero le dije que debía regresar al monasterio sin pérdida de tiempo y me retiré con él a su cómodo despacho.

– ¿Ha habido alguna novedad en San Donato? -le pregunté apenas cerró la puerta.

– No, señor.

– ¿Todo el mundo está bien?

– Que yo sepa, sí. Pero tengo noticias sobre esas ventas de tierras. -Copynger abrió un cajón del escritorio y sacó un título de compraventa extendido en un pergamino. Observé la pulcra caligrafía y comprobé que el sello del monasterio estaba claramente impreso en cera roja al pie del documento. La propiedad de una amplia parcela de tierra de cultivo situada al otro lado de las Downs pasaba a sir Edward Wentworth a cambio de cien libras-. Un precio módico -dijo Copynger-. Es una parcela enorme.

– Esta venta no figura en ninguno de los libros oficiales que he examinado.

– Entonces, ya tenéis a esos sinvergüenzas, señor -aseguró Copynger sonriendo con satisfacción-. Al final, tuve que ir a casa de sir Edward personalmente, acompañado por un alguacil. Eso lo asustó; sabe que, a pesar de sus títulos, puedo ordenar que lo detengan. Soltó la escritura en menos de media hora, gimoteando que él había actuado de buena fe.

– ¿Con quién negoció?

– Creo que su mayordomo trató con el tesorero. Ya sabéis que Edwig controla todos los asuntos del monasterio relacionados con el dinero.

– No obstante, el abad tuvo que sellar el título. A no ser que se hiciera a sus espaldas.

– Así es. Por cierto, señor, una de las condiciones de la venta era que se mantuviera en secreto durante cierto tiempo; los arrendatarios seguirían pagando las rentas al mayordomo del monasterio, que se las entregaría a sir Edward.

– Las ventas secretas no son ilegales en sí mismas. Pero ocultar la transacción a los auditores del rey, sí. -Enrollé el pergamino y lo guardé en mi bolso-. Habéis sido eficaz. Os estoy muy agradecido. Proseguid vuestras investigaciones y no digáis nada por ahora.

– Le ordené a Wentworth que guardara silencio sobre mi visita, so pena de incurrir en la ira de lord Cromwell. No hablará.

– Bien. Actuaré pronto, tan pronto como reciba cierta información de Londres.

– Mientras estabais allí -dijo Copynger tras aclararse la garganta-, la señora Stumpe vino preguntando por vos. Le dije que os esperábamos esta tarde, y la tengo en la cocina desde mediodía. Dice que no se irá hasta que hable con vos.

– Muy bien, le concederé unos minutos. Por cierto, ¿con qué fuerzas del orden contáis aquí?

– El aguacil y su ayudante, y mis tres informadores. Pero en la ciudad hay buenos reformistas a los que puedo recurrir en caso necesario. -El juez me miró con los ojos entrecerrados-. ¿Os encontráis en dificultades?

– Por el momento, no. Pero espero hacer detenciones muy pronto. Tal vez deberíais aseguraros de que vuestros hombres estén disponibles. Y los calabozos de la ciudad, listos.

Copynger asintió sonriendo.

– Será una alegría ver a unos cuantos monjes en ellos. Por cierto, comisionado -dijo el juez lanzándome una mirada cómplice-, cuando acabe este asunto, ¿le hablaréis a lord Cromwell de la ayuda que os he prestado? Tengo un hijo que pronto estará en edad de trasladarse a Londres.