Выбрать главу

– Me temo que, en estos momentos, una recomendación mía os serviría de poco -respondí sonriendo con ironía.

– Oh… -murmuró Copynger, decepcionado.

– Y, ahora, si pudiera ver a la señora Stumpe…

– ¿Os importaría hablar con ella en la cocina? No quiero que me manche la alfombra de barro.

Copynger me acompañó a la cocina, donde encontré a la gobernanta sentada ante una jarra de cerveza. El juez echó a un par de indiscretas doncellas y me dejó a solas con la anciana.

– Siento molestaros, señor, pero tengo que pediros un favor -dijo la señora Stumpe sin más preámbulos-. Enterramos a Orphan en el camposanto de la iglesia hace dos días.

– Me alegro de que al fin sus pobres restos descansen en paz.

– Pagué el entierro de mi bolsillo, pero no tengo dinero para comprar una lápida. Me di cuenta de que os dolía lo que le había ocurrido, y me preguntaba… Sólo es un chelín, señor. Para una lápida barata.

– ¿Y para una un poco mejor?

– Dos, señor. Me encargaría de que os hicieran un recibo.

– Esta misión acabará convirtiéndome en un limosnero -murmuré con resignación-, pero Orphan se merece una buena lápida. No obstante, no pienso pagar ninguna misa.

La anciana soltó un bufido.

– Orphan no necesita misas. Las misas por los muertos son un engaño. Orphan ya está en el cielo.

– Habláis como una reformista, señora Stumpe.

– Lo soy, señor, y estoy orgullosa de serlo.

– Por cierto, ¿habéis estado en Londres alguna vez? -le pregunté con la mayor naturalidad.

– No, señor -respondió la gobernanta mirándome extrañada-. Lo más lejos que he estado ha sido en Winchelsea.

– ¿No tenéis parientes en Londres?

– Toda mi familia vive por aquí.

Asentí.

– Era lo que pensaba. No tiene importancia, señora Stumpe.

La mandé a casa y me despedí rápidamente del juez Copynger, que se mostró mucho menos efusivo ahora que sabía que no contaba con el favor de Cromwell.

Recogí a Chancery en el establo y emprendí el regreso al monasterio a través de la brumosa marisma.

* * *

El aire seguía entibiándose mientras avanzábamos al paso por la oscuridad, pues Chancery andaba con desconfianza por el camino, que la nieve derretida hacía especialmente resbaladizo. A mi alrededor, el agua del deshielo goteaba y fluía murmurando por la marisma. Al cabo, temiendo que el caballo se saliera del camino, desmonté y lo conduje tirando de las riendas. Poco después, entrevi la muralla del monasterio y las luces de la casa del portero a través de la niebla. Bugge respondió de inmediato a mis golpes y apareció alumbrándose con una antorcha.

– Habéis vuelto, señor. Es peligroso cabalgar por la marisma en una noche así.

– Necesitaba llegar cuanto antes -dije conduciendo a Chancery al interior del monasterio-. ¿Ha llegado un jinete con un mensaje para mí, Bugge?

– No, señor, no ha venido nadie.

– ¡Demonios! Espero un mensajero de Londres. Si llega, me avisas al instante, sea de día o de noche.

– Sí, señor, así lo haré.

– Y, hasta nueva orden, nadie, y quiero decir nadie, puede abandonar el monasterio. ¿Lo has entendido? Si alguien quiere salir, me mandas llamar.

El portero me miró con curiosidad.

– Si así lo ordenáis…

– Lo ordeno, sí -repliqué, y respiré hondo-. ¿Ha ocurrido algo durante mi ausencia, Bugge? ¿Están todos bien? ¿Y el señor Poer?

– Sí, señor. Está en casa del abad. -El portero me lanzó una mirada de inteligencia, y sus ojos brillaron a la luz de la antorcha-. Pero hay quien no ha parado quieto.

– ¿Qué quieres decir? Déjate de acertijos, Bugge.

– El hermano Jerome. Ayer se escapó de su celda. Ha desaparecido.

– ¿Quieres decir que ha volado?

Bugge rió maliciosamente.

– Ése no está para muchos vuelos, y desde luego no ha salido por mi puerta. No, está escondido en algún lugar del monasterio. Tarde o temprano, el prior lo sacará de su escondrijo.

– ¡Tenían que mantenerlo vigilado, por Dios santo! -Apreté los dientes. Ahora no podré preguntarle por el visitante de Smeaton; todo depende del mensajero.

– Lo sé, señor, pero ya nadie hace nada a derechas. El criado que debía vigilarlo olvidó cerrarlo con llave. Todo el mundo está asustado, señor; el asesinato del hermano Gabriel fue la gota que colmó el vaso. Y se rumorea que el monasterio tiene los días contados.

– ¿De veras?

– Bueno, es lógico, ¿no? ¿Con todos esos asesinatos, y los rumores de que el rey se está quedando con otros monasterios? ¿Qué decís vos, señor?

– Por amor de Dios, Bugge, ¿no esperarás que me ponga a hablar de política contigo?

– Lo siento, señor -murmuró el portero compungido-. No pretendía molestaros. Pero…

– ¿Sí?

– Se dice que, si los monasterios cierran, los monjes recibirán pensiones, pero los criados nos quedaremos en la calle. Pronto cumpliré los sesenta, señor; no tengo familia ni más oficio que éste. Y en Scarnsea no hay trabajo.

– No hagas demasiado caso de las habladurías, Bugge -respondí en tono más suave-. Bueno, ¿está por ahí tu ayudante?

– ¿David? Sí, señor.

– Entonces dile que lleve a Chancery al establo, ¿quieres? Yo tengo que ir a casa del abad.

Mientras observaba al chico, que se alejaba con Chancery caminando de puntillas por el patio encharcado, recordé mi conversación con lord Cromwell. Bugge y todos los criados se quedarían en la calle, al cargo de la parroquia, si no conseguían encontrar otro trabajo. Me acordé de mi visita al hospicio, y de los pobres que quitaban la nieve de las calles. Aunque Bugge no me era simpático, no resultaba agradable imaginármelo haciendo aquel trabajo, despojado de las migajas de autoridad que tanto valoraba. Se apagaría en seis meses.

Oí un ruido a mi espalda y di media vuelta al tiempo que echaba mano a la espada de John Smeaton. Tras la niebla, una figura se recortaba vagamente contra el muro que tenía enfrente,

– ¿Quién anda ahí? -grité en tono amenazador.

El desconocido avanzó hacia mí quitándose la capucha, y el oscuro rostro del hermano Guy apareció ante mis ojos.

– Doctor Shardlake -dijo con su característico ceceo-. De modo que ya habéis vuelto…

– ¿Qué hacéis vagando en la oscuridad, hermano?

– Quería tomar el aire. He pasado todo el día junto al hermano Paul. Ha muerto hace una hora-murmuró el enfermero santiguándose.

– Lo lamento.

– Le había llegado la hora. Al final, parecía haber vuelto a la infancia. Hablaba de las guerras civiles del siglo pasado, de York y Lancaster. Vio al viejo rey Enrique VI babeando por las calles de Londres el día de su restauración.

– Ahora tenemos un rey fuerte.

– Eso nadie puede ponerlo en duda.

– Me he enterado de que Jerome se ha escapado.

– Sí, se les olvidó cerrarlo con llave. Pero, aunque el monasterio es grande, lo encontrarán. No está en condiciones de permanecer escondido. El pobre está más débil de lo que parece; una noche al raso no le hará ningún bien.

– Está loco. Podría ser peligroso.

– Los criados ya no tienen la cabeza en lo que hacen. Y los hermanos también están preocupados por su futuro.

– ¿Está bien Alice?

– Sí, perfectamente. No hemos parado de trabajar. Con el cambio de tiempo, las fiebres están haciendo estragos. Son las malsanas emanaciones de la marisma.

– Decidme, hermano, ¿conocéis Toledo?

El enfermero se encogió de hombros.

– Cuando era niño, mis padres iban de ciudad en ciudad. No encontramos un sitio seguro, en Francia, hasta que tenía doce años. Sí, recuerdo que vivimos una temporada en Toledo. Recuerdo un gran castillo, y el ruido de los martillos contra el hierro en las innumerables forjas de la ciudad.