Para cenar nos sirvieron un grasiento estofado de cordero con cerveza barata. Mark se quejó de que el cordero llevaba tiempo muerto. Mientras comíamos, llegó un grupo de jóvenes lugareños vestidos con sus mejores galas, se sentaron a una mesa y empezaron a hablar en voz baja. Sin duda, acababan de salir de la iglesia. De vez en cuando, nos lanzaban miradas tan descaradas y hostiles como las de sus mayores.
Advertí que en un rincón apartado había tres individuos a quienes los aldeanos observaban con la misma desconfianza que a nosotros. Los harapos y las enmarañadas barbas les daban un aspecto poco tranquilizador. Me di cuenta de que nos observaban, no abiertamente, como los lugareños, sino a hurtadillas.
– ¿Veis a ese individuo alto? -me susurró Mark-. Juraría que esos andrajos son de un hábito.
El individuo en cuestión, un gigante malencarado con la nariz rota, llevaba un harapiento sayo de lana negra de cuya parte posterior colgaba, efectivamente, una capucha de benedictino. El posadero, el único de los presentes que nos había tratado con educación, se acercó a llenarnos las jarras.
– Decidme -le pregunté en voz baja-, ¿quiénes son esos tres hombres?
El hombre soltó un gruñido.
– Zánganos del monasterio que clausuraron el año pasado. Ya sabéis, señor. El rey dice que los pequeños conventos deben desaparecer, y a los monjes les buscan alojamiento, pero los criados se quedan en la calle. Éstos llevan todo el año mendigando por los alrededores, porque aquí no hay trabajo para ellos. ¿Veis a ese tan flaco? Pues ya lo han desorejado. Tened cuidado con ellos.
Los miré disimuladamente y vi que uno de ellos, rubio, alto y escuálido, tenía dos agujeros rodeados de costurones en lugar de orejas, como los reos de falsificación. Seguramente lo habían condenado por recortar monedas y usar el oro para hacer copias falsas. -¿Y les permitís entrar?
– Ésos no están en la calle por gusto -gruñó el posadero-. Ni ellos ni cientos como ellos… -añadió y, tal vez temiendo haber hablado demasiado, se marchó a toda prisa.
– Creo que es un buen momento para retirarnos -le dije a Mark cogiendo una de las velas de la mesa.
El muchacho asintió y, tras apurar las cervezas, nos dirigimos hacia la escalera. Al pasar junto a los criados de la abadía, mi capa rozó accidentalmente el hábito del hombretón.
– Ahora estás gafado, Edwin -dijo uno de sus compinches alzando la voz-. Si quieres recuperar la buena suerte, tendrás que tocar a un enano.
Los tres hombres rieron a carcajadas. Vi que Mark se volvía hacia ellos y lo agarré del brazo.
– No -le susurré-. No quiero jaleos. ¡Vamos!
Tuve que obligarlo a subir la empinada escalera y empujarlo al interior de la habitación, donde encontramos nuestras cosas colocadas al pie de los dos camastros. Nuestra entrada asustó a la población de ratas del techo de paja, que oíamos corretear sobre nuestras cabezas.
Nos sentamos y nos quitamos las botas.
– ¿Por qué debemos aguantar los insultos de esos patanes? -exclamó Mark, furioso.
– Estamos en territorio hostil. La gente del Weald sigue siendo papista. Seguro que el cura de esa iglesia les dice todos los domingos que recen por la muerte del rey y el regreso del Papa.
– Creía que era la primera vez que veníais por aquí.
Mark estiró los pies hacia el grueso tubo de la chimenea, que subía hasta al techo por el centro del cuarto y constituía la única fuente de calor.
– Cuidado con los sabañones… Es la primera vez, pero, desde la revuelta del año pasado, los espías de lord Cromwell le envían información desde todos los condados. Llevo copias en mi bolsa.
Mark se volvió hacia mí.
– A veces, ¿no os resulta pesado tener que pensar siempre en lo que decís cuando habláis con extraños, por miedo a que se os escape algo que un enemigo pueda utilizar para acusaros de traición? Antes no era así.
– Éste es el peor momento, pero las cosas mejorarán.
– ¿Cuando se cierren todos los monasterios?
– Sí. Porque entonces la Reforma estará segura. Y lord Cromwell tendrá suficiente dinero para proteger el reino contra una invasión y hacer muchas cosas por el pueblo. Tiene grandes planes.
– Cuando los de Desamortización hayan acabado de sacar tajada, ¿quedará algo para comprar siquiera capas nuevas a patanes como los de ahí abajo?
– Quedará, Mark, quedará -respondí con convicción-. Los grandes monasterios poseen riquezas inimaginables. ¿Y qué dan ellos a los pobres, a pesar de que su deber es hacer caridad? Aún me acuerdo de los indigentes que se arremolinaban ante las puertas de Lichfield los días de limosna, de los niños harapientos que se empujaban y se daban patadas para conseguir los cuartos de penique que les arrojaban a través de los barrotes. Me daba vergüenza ir a la escuela. A una escuela como aquélla. Bueno, pues ahora habrá escuelas decentes en todas las parroquias, pagadas por el erario del rey. -Mark arqueó las cejas con incredulidad-. | Por amor de Dios, Mark! -exclamé, exasperado por su escepticismo-. Aparta los pies del tubo. ¡Huelen peor que el estofado de cordero!
El muchacho se metió en la cama y clavó los ojos en el techo de paja.
– Espero que tengáis razón, señor. Pero mi experiencia en el Tribunal de Desamortización me ha hecho dudar de la caridad de los hombres.
– Hasta en el pecador más contumaz hay una chispa divina, que va obrando lentamente. Y lord Cromwell la tiene, a pesar de su dureza. Ten fe -añadí con suavidad.
Sin embargo, mientras le hablaba, recordé el siniestro placer con que el vicario general había hablado de quemar monjes con la madera de sus propias imágenes y volví a verlo agitando el relicario con el cráneo de la joven virgen.
– ¿La fe… moverá montañas? -me preguntó Mark al cabo de unos instantes.
– ¡Por los clavos de Cristo! -exploté-. En mis tiempos, los idealistas eran los jóvenes, y los cínicos, los viejos. Estoy demasiado cansado para seguir discutiendo. Buenas noches.
Empecé a desnudarme, apurado, porque no me gusta mostrar mi deformidad, pero Mark tuvo la delicadeza de volverse mientras nos quitábamos la ropa y nos poníamos los camisones.
Muerto de cansancio, me metí en la combada cama, apagué la llama de la vela y recé mis oraciones. Pero todavía permanecí despierto largo rato, escuchando la acompasada respiración de Mark y el renovado corretear de las ratas, atraídas hacia el centro del techo por el calor de la chimenea.
Aunque, como de costumbre, había procurado hacer caso omiso, las miradas que los aldeanos habían lanzado a mi joroba y el comentario del criado del monasterio me habían hecho sentir una familiar punzada de dolor que se me había asentado en el estómago y había acabado con mi buen humor. Durante toda mi vida he procurado hacer oídos sordos a los insultos, aunque cuando era joven me costaba no enfurecerme y gritar. He conocido a muchos lisiados cuyas mentes se han deformado, tanto como sus cuerpos, bajo el peso de los insultos y las burlas; miran al mundo con odio, con expresión irritada, y se vuelven para cubrir de improperios a los muchachos que los acosan por la calle. Es mejor no hacer caso y seguir con la vida que Dios ha querido darnos.
No obstante, recordé cierta ocasión en que eso no me fue posible. Fue un hecho que cambió mi vida. Yo tenía quince años y estudiaba en la escuela catedralicia de Lichfield. Como alumno veterano, los domingos tenía que asistir, y a veces ayudar, a misa, lo cual me parecía maravilloso, después de pasarme la semana peleándome con los libros para intentar descifrar el griego y el latín que tan mal nos enseñaba el. hermano Andrew, un canónigo rechoncho que sentía debilidad por la botella.
La catedral estaba inundada por la luz de las innumerables velas que titilaban frente al altar, junto a las imágenes y el ornamentado cancel que separaba el coro de la nave. Yo prefería los días en que no ayudaba a misa y me sentaba con los demás. Al otro lado del cancel, el sacerdote decía la misa en un latín que yo empezaba a entender, y el eco de sus palabras resonaba en la nave, mezclado con las respuestas de la congregación.