Los criados nos sirvieron la cena: una espesa sopa de verduras seguida de un estofado de cordero a las finas hierbas. Tuve buen cuidado de comprobar que me servían de la misma sopera que a los demás y que nadie cambiaba los platos mientras pasaban de mano en mano a lo largo de la mesa. Apenas empezamos a comer, el prior Mortimus, que ya había tomado dos copas de vino, se volvió hacia el abad.
– Ahora que ya estamos tranquilos, reverencia, deberíamos ir pensando en nombrar un nuevo sacristán.
– Por Dios, Mortimus, sólo hace tres días que enterramos al pobre Gabriel.
– Pero es necesario. Alguien tendrá que regatear con el tesorero el presupuesto de las obras de la iglesia, ¿eh, hermano Edwig? -dijo el prior alzando la copa de plata hacia el aludido, que seguía con el semblante fruncido.
– S-siempre que se elija a alguien más r-razonable que el hermano Gabriel, alguien que c-comprenda que no podemos permitirnos grandes d-dispendios.
– Tratándose de dinero -dijo el prior volviéndose hacia mí-, nuestro tesorero es el hombre más inflexible de Inglaterra. Aunque nunca he entendido por qué os oponíais tanto a que se utilizaran andamios, Edwig. Con cuerdas y poleas no se puede hacer una reparación en condiciones.
Al verse blanco de todas las miradas, el tesorero se puso rojo como la grana.
– De a-acuerdo. Acepto que se pongan a-andamios para hacer las obras.
El abad se echó a reír.
– Pero, hermano, os pasasteis meses discutiendo ese punto con Gabriel. No os convenció ni diciendo que podía morir algún trabajador. ¿A qué viene este cambio?
– Era un modo de n-negociar -murmuró el tesorero bajando la cabeza y clavando los ojos en el plato.
El prior apuró otra copa de vino y se volvió hacia mí con la cara roja.
– Seguro que no conocéis la historia de Edwig y las morcillas, comisionado.
Hablaba en voz muy alta, y en la mesa grande se oían risitas ahogadas. El rostro del tesorero se ensombreció.
– Dejadlo ya, Mortimus -terció el abad en tono conciliador-. Caridad entre hermanos.
– ¡Pero si es una historia de caridad! Hace dos años, se acercaba un día de limosna y no teníamos carne para repartir entre los pobres. Habríamos podido matar un cerdo, pero el hermano Edwig no lo habría consentido. El hermano Guy acababa de llegar. Había sangrado a varios monjes y guardaba la sangre para abonar sus plantas. El caso es que Edwig sugirió que la utilizáramos para mezclarla con harina y hacer morcillas, que repartiríamos el día de limosna; los pobres nunca sabrían que no era sangre de cerdo. ¡Todo para ahorrarse lo que cuesta un cerdo! -exclamó el prior, y soltó una sonora carcajada.
– Esa historia es falsa -dijo el hermano Guy-. Se lo he dicho a la gente cientos de veces.
Miré al hermano Edwig. Había dejado de comer y estaba encorvado sobre el plato, apretando la cuchara con todas sus fuerzas. De pronto, la estampó contra el suelo y se levantó de un salto con la cara roja y los ojos desorbitados.
– ¡Idiotas! -gritó-. ¡Idiotas blasfemos! La única sangre que debería importaros es la de Nuestro Salvador Jesucristo, que bebemos en la misa cuando se transforma el vino. Esa sangre es lo único que impide que el mundo se desmorone. -No había tartamudeado ni una sola vez. Con el rostro demudado por la emoción, apretó los regordetes puños y siguió fustigando a sus hermanos-: ¡No habrá más misas, idiotas! ¿Por qué os aferráis a una mentira? ¿Cómo podéis creer que San Donato no corre ningún peligro con lo que está pasando en todo el país? ¡Idiotas, más que idiotas! ¡El rey acabará con todos vosotros!
El tesorero dio un puñetazo en la mesa, echó a andar hacia la puerta y salió dando un portazo, que resonó en el profundo silencio del refectorio.
Respiré hondo.
– Prior Mortimus, acuso al hermano Edwig de traición. Por favor, coged a algunos criados y ponedlo bajo custodia.
– Pero, señor, no ha dicho nada contra la supremacía del rey -balbuceó el prior mirándome asustado.
Mark se apresuró a inclinarse hacia mí por encima de la mesa.
– Señor, ¿estáis seguro de que esas palabras constituyen una traición?
– Haced lo que ordeno -troné volviéndome hacia el abad Fabián.
– Hacedlo, Mortimus, por amor de Dios.
El prior frunció los labios, pero se levantó de la mesa y salió del refectorio. Durante unos instantes, permanecí sentado, con la cabeza baja, pensando, pero consciente de que era el centro de todas las miradas; a continuación me levanté, indiqué a Mark que se quedara en su sitio, y seguí al prior. Abrí la puerta del refectorio a tiempo para verlo salir de la cocina al frente de un grupo de criados provistos de antorchas y dirigirse hacia la contaduría.
De pronto, una mano me agarró del hombro. Me volví rápidamente; era Bugge, que me miraba de hito en hito.
– Ha llegado el mensajero, señor.
– ¿Cómo?
– El jinete de Londres. Está aquí. Nunca había visto a nadie tan cubierto de barro.
Esperé unos instantes observando al prior mientras aporreaba la puerta de la contaduría. No sabía si unirme a él o ir a recoger el mensaje. La cabeza me daba vueltas y veía manchas danzando ante mis ojos. Respiré hondo y me volví hacia Bugge, que me observaba con curiosidad.
– Vamos -le dije, y eché a andar hacia el portón.
31
El mensajero me esperaba acurrucado junto al fuego en la casa del portero. Aunque estaba cubierto de barro de pies a cabeza, recordé haberlo visto a menudo entregando cartas en la oficina de lord Cromwell. El vicario general ya debía de saber lo que había dicho el carcelero.
El joven se puso en pie con dificultad, pues era evidente que estaba exhausto, y se inclinó ante mí.
– ¿Doctor Shardlake? -Asentí, demasiado tenso para hablar-. Tengo órdenes de entregaros esto personalmente -dijo tendiéndome un pliego con el sello de la Torre.
Di la espalda al mensajero y a Bugge, rompí el sello y leí las tres líneas que contenía la misiva. Era lo que esperaba. Adopté una expresión neutra y me volví hacia el portero, que me observaba atentamente. El mensajero había vuelto a derrumbarse en la silla.
– Este hombre ha cabalgado durante días, Bugge -le dije-. Ocúpate de proporcionarle una habitación con un buen fuego para pasar la noche y viandas, si desea comer algo. -Me volví hacia el joven-. ¿Cómo te llamas?
– Hanfold, señor.
– Tal vez tenga un mensaje de respuesta mañana por la mañana. Buenas noches. Te agradezco que hayas cabalgado tan deprisa.
Salí de casa del portero guardando el mensaje en un bolsillo y atravesé el patio a toda prisa. Ahora sabía lo que debía hacer, pero nunca había sentido un peso tan grande en el corazón.
Me detuve. Había visto algo. Una sombra de movimiento en el límite de mi campo de visión. Me volví tan deprisa que casi perdí el equilibrio sobre la nieve. Había sido junto a la herrería, estaba seguro, pero ahora no veía nada.
– ¿Quién anda ahí? -grité hacia la oscuridad.
No obtuve respuesta, ni oí otro ruido que el constante goteo de la nieve que se derretía en los tejados. La niebla se estaba espesando. Envolvía los edificios, desdibujaba sus siluetas y formaba halos en torno a los tenues resplandores amarillos de las ventanas. Con el oído alerta, seguí caminando hacia la enfermería.
En la cama que había ocupado el hermano Paul sólo había un colchón desnudo; junto a ella, el monje ciego daba cabezadas sentado en su sillón. El monje grueso dormía a pierna suelta. En la sala no había nadie más. El gabinete del hermano Guy también estaba vacío; todos los monjes debían de estar aún en el refectorio. La detención de Edwig les habría causado una tremenda conmoción.
Avancé por el pasillo, dejé atrás mi habitación y continué hasta la de Alice. El resplandor de una vela asomaba por debajo de la puerta. Llamé con los nudillos y abrí.