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– Creo que el único que corría peligro cerca de ella era Singleton. Decidme, hermano Guy, ¿todavía no han encontrado a Edwig?

– No, ha desaparecido tan misteriosamente como Jerome. Pero podría haber escapado del monasterio. Anoche, cuando oyó el alboroto, Bugge dejó el portón sin vigilancia. También podría haber salido por la parte posterior de la muralla y huido por la marisma. Pero no entiendo por qué teníais tanto interés en hacerlo detener. Desde que estáis aquí habéis oído cosas mucho peores que las que dijo él.

– Mató a Gabriel y a Simón, y creo que también a Orphan. Y ha robado una fortuna en oro.

Guy me miró, consternado, y luego se cogió la cabeza con las manos.

– Dios Misericordioso… ¿En qué se ha convertido este monasterio para albergar a dos asesinos?

– Alice no se habría convertido en una asesina de no ser por los tiempos que nos ha tocado vivir. Y el fraude de Edwig no habría sido posible si la situación hubiera sido más estable. La verdadera pregunta es en qué país se ha convertido Inglaterra. Y yo he contribuido a ese cambio.

El enfermero levantó la cabeza.

– Anoche, después de que ordenarais detener al hermano Edwig, el abad se vino abajo. Es incapaz de hacer nada ni de hablar con nadie; está sentado en su habitación, mirando al vacío.

Solté un suspiro.

– No ha sabido manejar la situación en ningún momento. El hermano Edwig cogió su sello y lo utilizó para autentificar los títulos de venta de esas tierras. Hizo jurar a los compradores que guardarían el secreto, y ellos debieron de pensar que el abad estaba al corriente -dije intentando levantarme-. Hermano Guy, tenéis que ayudarme. Necesito ir a la parte de atrás del monasterio. Necesito saber si Mark y Alice lo han conseguido.

El enfermero dudaba de que estuviera en condiciones para aquella caminata, pero, ante mi insistencia, me ayudó a levantarme. Cogí el bastón y salimos de la enfermería.

La gente que iba y venía por el patio se paraba y se quedaba mirándome, mientras yo avanzaba con dificultad.

– ¡Comisionado! -exclamó el prior Mortimus corriendo hacia nosotros-. Creíamos que os habían asesinado, como a Singleton. ¿Dónde está vuestro ayudante?

Volví a contar la historia al corro de asustados monjes y criados que se había formado a mi alrededor. Luego ordené al prior que hiciera venir a Copynger; si Edwig había conseguido escapar del monasterio, levantaría a toda la comarca, si era necesario, para buscarlo.

No sé cómo conseguí atravesar la huerta. Sin duda, no habría podido hacerlo sin la ayuda del hermano Guy, pues, después de toda una noche en aquel aparador, la espalda me torturaba horriblemente y las piernas apenas me sostenían. Finalmente acabamos llegando a la muralla. Abrí la puerta y salí fuera.

Ante mis ojos se desplegaba un lago de un tercio de legua de anchura. El agua cubría toda la marisma, en la que el río no era más que una franja fluida en el centro de una inmensa balsa que llegaba casi hasta donde estábamos. No debía de tener más de dos palmos de profundidad, pues aquí y allí se veían cañas que se mecían en la suave brisa de la mañana, pero el terreno blando de debajo debía de estar saturado.

– ¡Mirad! -El hermano Guy señaló dos pares de huellas, unas grandes y otras un poco más pequeñas, impresas en el barro de delante de la puerta; continuaban a lo ancho del camino, en dirección al agua-. ¡Dios santo! Se han metido ahí dentro… -dijo el enfermero.

– No habrán avanzado ni cien varas -murmuré-. Con esta niebla, en la oscuridad, y con toda esta agua…

– ¿Qué es aquello? ¡Allí!

El hermano Guy señalaba algo que flotaba en el agua, a cierta distancia.

– ¡Es una de esas palmatorias que tenéis en la enfermería. Debían de llevarla ellos. ¡Dios mío!

Me agarré al enfermero, pues, al pensar que Mark y Alice habían perdido pie y se habían hundido en la ciénaga, sentí que las piernas se negaban a sostenerme. El hermano Guy me ayudó a sentarme en el borde del camino, donde me quedé respirando despacio hasta que conseguí recuperarme un poco. Cuando levanté la cabeza, vi al enfermero musitando una oración en latín, con las manos entrelazadas y los ojos clavados en la palmatoria, que avanzaba lentamente por la superficie del agua.

El hermano Guy me ayudó a volver a la enfermería. Una vez allí, insistió en que debía descansar y comer, me hizo sentarme en la cocina y me sirvió él mismo. Los alimentos y la bebida hicieron revivir mi cuerpo, pero mi corazón yacía inerte como una piedra en su interior. Seguía viendo imágenes de Mark en el interior de mi cabeza: riendo y bromeando en el camino; discutiendo conmigo en nuestra habitación; abrazando a Alice en la cocina… Al final, era su pérdida la que más me dolía.

– Junto a la marisma sólo había huellas de dos personas -dijo el hermano Guy tras un largo silencio-. No parece que el hermano Edwig saliera por allí.

– No, él no haría algo así -respondí con amargura-. Debió de salir por el portón en cuanto Bugge se dio la vuelta. -Apreté los puños-. Pero le daré caza aunque tenga que perseguirlo durante el resto de mis días.

Oímos llamar a la puerta, y al cabo de un instante el prior Mortimus entró y nos miró con expresión sombría.

– ¿Habéis avisado a Copynger? -le pregunté.

– Sí. No creo que tarde en llegar. Pero, comisionado, hemos encontrado…

– ¿A Edwig?

– No. A Jerome. En la iglesia. Deberíais venir a verlo.

– No estáis en condiciones -me dijo el hermano Guy agarrándome del brazo, pero me zafé y cogí el bastón.

Seguí al prior hasta la iglesia, ante la que se había formado una pequeña muchedumbre. El despensero montaba guardia en la puerta y mantenía alejados a monjes y criados. El prior se abrió camino entre ellos y me hizo entrar.

En algún sitio goteaba agua; aparte de eso, no se oía otro ruido que unos débiles sollozos, un lamento. Seguí al prior por la enorme nave vacía, que devolvía el ruido de nuestros pasos, entre las hornacinas iluminadas con velas, hasta llegar a la que había ocupado la mano del Buen Ladrón. Las muletas y demás aparatos ortopédicos que había visto amontonados al pie del pedestal estaban desparramados por el suelo. El suelo de la hornacina había quedado al descubierto, y al acercarme pude ver que estaba hueco, con espacio suficiente para que cupiera un hombre. Dentro, hecho un ovillo y abrazado a algo, estaba Jerome, llorando como un niño. Tenía el hábito rasgado y mugriento, y despedía un hedor insoportable.

– Lo he encontrado hace media hora -dijo el prior-. Se metió ahí dentro y volvió a poner las muletas en su sitio para ocultarse. Estaba registrando la iglesia y me acordé de este hueco.

– ¿Qué tiene entre los brazos? ¿Es la…?

El prior asintió.

– La reliquia. La mano del Buen Ladrón.

Haciendo una mueca, pues me dolían todas las articulaciones, me arrodillé ante el cartujo. Vi que sujetaba una gran caja cuadrada con incrustaciones de pedrería que destellaban a la luz de las velas. En su interior, distinguí un bulto oscuro.

– ¿Fuisteis vos quien se llevó la reliquia, hermano? -le pregunté con voz suave.

Por primera vez desde que lo conocía, Jerome habló con voz serena:

– Sí. Es tan preciada para nosotros, para la Iglesia… Ha curado a tanta gente…

– Así que la cogisteis en la confusión posterior al asesinato de Singleton…

– La escondí aquí abajo para salvarla. Para salvarla -repitió Jerome agarrando el relicario con más fuerza-. Sé lo que haría Cromwell; destruiría esta santa reliquia que Dios nos dio en señal de perdón. Cuando me encerraron en mi celda, comprendí que acabaríais encontrándola. Tenía que protegerla. Ahora está perdida, perdida… No puedo resistir más, estoy tan cansado… -murmuró el cartujo con resignación; luego movió la cabeza y se quedó mirando el vacío.

El prior Mortimus se acercó y posó la mano en su hombro.

– Vamos, Jerome, ya ha acabado todo. Soltadla y venid conmigo. -Para mi sorpresa, el cartujo no replicó. Trepó penosamente fuera de la hornacina, se volvió para coger su muleta, besó el relicario y lo dejó en el suelo con cuidado-. Lo llevaré a su celda -me dijo el prior.