Выбрать главу

Aún hoy lo recuerdo con cierto afecto irónico, de modo que ni una palabra más a propósito de inocentes manoseos ocasionales que, en definitiva, tampoco buscaban más que mi alma católica.

Total, un cura como tantos otros; mantenía a la disposición de su comunidad obrera, poco adicta por lo demás a la lectura, una biblioteca de libros seleccionados; no era excesivamente celoso, creía con ciertas restricciones -así por ejemplo a propósito de la Asunción de la Virgen- y daba a todas las palabras un mismo tono de serena unción, ya sea que hablara, trascendiendo lo corporal, de la sangre de Jesucristo, o del pingpong en la sacristía.

Lo que me pareció ridículo de su parte fue que ya a principios de los años cuarenta presentara una solicitud para cambiarse el apellido y que, apenas transcurrido un año, se llamara y se hiciera llamar Gusewing: reverendo Gusewing. Sin embargo, esta moda de germanizar los apellidos que sonaban a polaco y terminaban en ki o ke o a -como Formella- tuvo muchos adeptos en aquellos días; y así, un Lewandowski se convertía en Lengnisch; el señor Olczewski, nuestro carnicero, resultó ser el maestro carnicero Ohlwein, y los padres de Jürgen Kupka quisieron llamarse Kupkat en prusiano oriental, sólo que, váyase a saber por qué, su solicitud fue rechazada.

Es posible que conforme al modelo de aquel Saulo que se con virtió en Paulo, cierto Gusewski quisiera convertirse en Gusewing; pero sea como fuere, en este escrito el reverendo Gusewski sigue siendo Gusewski; porque tú, ¡oh Joaquín Mahlke!, no te hiciste cambiar el nombre.

El primer día que volví a ayudar en la misa temprana después de las vacaciones, volví a verlo. Lo encontré cambiado.

Acabadas las oraciones al pie del altar -Gusewski estaba del lado de la Epístola ocupado en el Introito- lo descubrí en el segundo banco, delante del altar de la Virgen. Pero sólo entre la lectura de la Epístola y el Gradual, y sobre todo durante la lectura del Evangelio, fue cuando tuve oportunidad de examinar su aspecto. Si bien su pelo seguía partido por el centro y había sido fijado con el agua de azúcar habitual, lo llevaba ahora en un largo de cerilla más largo.

Rígido y confiado, bajábale a manera de un tejado de dos vertientes por sobre las orejas: hubiera podido hacer de Cristo. Juntaba las manos libremente, o sea sin apoyar los codos, aproximadamente a la altura de la frente, dejando al descubierto por debajo del tejado de aquéllas la vista de un cuello que, desnudo e indefenso, lo mostraba todo; porque el cuello de la camisa lo llevaba doblado a la Schiller sobre la chaqueta: nada de corbatín, de borlas, de apéndices, destornillador o cualquier otra pieza de su abundante arsenal.

El único animal heráldico sobre campo libre era aquel inquieto ratón que él albergaba en lugar de nuez bajo la pieclass="underline" aquel ratón que un día atrajera al gato y me tentara a mí a ponerle el gato en el cuello.

Esto aparte, podían verse en el trayecto entre la nuez y la barbilla algunos vestigios encostrados de cortes de navaja. Por poco hubiera llegado yo tarde con la campanilla para el Sanctus. En el banco de la comunión su actitud fue menos estudiada. Bajó las manos hasta más abajo de la clavícula, y le olía la boca como si en su interior estuviera hirviendo a fuego lento un pote con coles de Saboya.

Apenas hubo recibido la hostia, me llamó la atención otra novedad: el camino de retorno de la barandilla de la comunión a su lugar en la segunda hilera de los bancos, aquel camino silencioso que en otros tiempos Mahlke había seguido como los demás comulgantes sin ningún rodeo, lo interrumpió ahora y lo alargó, dirigiéndose primero lentamente y con paso zancudo hacia el centro del altar de la Virgen, en donde cayó de hinojos, escogiendo para ello no el piso de linóleo, sino una velluda alfombra que empezaba directamente ante las gradas del altar.

Levantó las manos juntas hasta la altura de los ojos, y luego al nivel de la raya, más arriba todavía, tendiéndolas ya en actitud suplicante hacia aquella gran figura de yeso de tamaño más que natural, la cual, sin niño y como Virgen de Vírgenes, se erguía sobre un cuarto de luna plateado, dejaba caer de las espaldas hasta los tobillos un manto azul de Prusia tachonado de estrellas, juntaba en su regazo aplanado unas manos de dedos alargados, y con unos ojos de vidrio ligeramente saltones miraba al techo de lo que en su día fuera gimnasio.

Cuando Mahlke volvió a levantarse, primero una rodilla y luego la otra, y volvió a juntar las manos por delante del cuello a la Schiller, la alfombra había impreso en sus rótulas un burdo dibujo encarnado.

También al reverendo Gusewski le habían llamado la atención algunos detalles de las nuevas maneras de Mahlke. No porque yo le preguntase nada, sino espontáneamente y oprimido, como si quisiera quitarse un peso de encima o compartirlo con otro, empezó a hablar del excesivo celo piadoso de Mahlke, del peligroso apego a las formas externas y de la preocupación que le tenía inquieto desde hacía ya algún tiempo.

El culto de Mahlke a la Virgen rayaba, decía, en idolatría pagana, fuera cual fuera la aflicción interior que lo llevara al pie del altar. Me esperaba frente a la salida de la sacristía. Poco faltó para que el susto me hiciera volverme atrás; pero ya él me había tomado del brazo, reía abiertamente y empezó a charlar.

Él, que antes fuera tan taciturno de por sí, hablaba ahora del tiempo, del veranillo de San Martín, del oro deshilándose en el aire. De pronto, bruscamente, pero sin bajar la voz y en el mismo tono de charla, empezó a contar:

– Me he presentado como voluntario.

Yo mismo me pregunto dónde tengo la cabeza. Ya sabes lo que pienso de todas esas bobadas: militarismo, jugar a la guerra, y esa exaltación de las virtudes bélicas. Adivina en qué arma.

Nada de eso. La Luftwaffe hace tiempo ya que no cuenta. No me hagas reír: ¡Paracaidista! Sólo te quedan los submarinos. ¡Exactamente! Esa es la única arma que brinda todavía posibilidades, por más que en una de esas cestas me habré de sentir como un niño y que, por mi parte, preferiría hacer algo útil, o incluso algo cómico.

Recordarás sin duda que en un tiempo quise ser payaso. Lo que no se le ocurre a un mocoso! Aunque no estoy seguro, después de todo, de que sea tan mal oficio. Y no creas, no me va tan mal. Sí, ya sabemos lo que es la escuela. ¡La de cosas que hicimos! ¿Te acuerdas?

Al principio me costaba trabajo acostumbrarme; creía que se trataba de una especie de enfermedad, y sin embargo todo es perfectamente normal. He conocido gente, o por lo menos la he visto, que las tiene mayores todavía, pero no se preocupan.

Todo empezó entonces con aquello del gato, ¿te acuerdas? Estábamos tendidos en la Plaza Henrich Ehler. Creo que se trataba de un juego de pelota. Yo dormía, o dormitaba, y el animal gris ¿o era negro? vio mi cuello y brincó, o fue que uno de vosotros, tal vez Schilling, muy propio de él, cogió al gato… Bueno, no hablemos más de ello. No, no he vuelto al bote.

¿Störtebeker? Sí, algo he oído. Que lo haga, que lo haga. Al fin que el bote no es mío, ¿no? Bueno, a ver qué día vienes por casa. No fue sino hasta el tercer domingo de Adviento, y después de que durante todo el año Mahlke hubo hecho de mí el más asiduo de los monaguillos, cuando me resolví a aceptar su invitación.