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Hasta el Adviento tuve que servir solo, porque el reverendo Gusewski no lograba encontrar otro monaguillo. En realidad, yo me proponía visitar a Mahlke ya el primer domingo de Adviento y llevarle el cirio, pero la distribución se retrasó, con lo que no pudo colocarlo ante el altar de la Virgen hasta el segundo domingo. Cuando me dijo: "¿Puedes conseguirme alguno? Gusewski no los suelta", le dije: "Voy a ver". Y le procuré una de aquellas velas largas, pálidas como los retoños de las patatas, tan escasas durante la guerra, sino que por haber muerto mi hermano en campaña, nuestra familia tenía derecho al artículo racionado.

Y me fui a pie a la Oficina de Economía, obtuve el cupón después de haber presentado el acta de defunción, tomé luego el tranvía hasta Oliva, donde estaba la tienda que las distribuía, no las había en aquel momento, hice el viaje dos veces más, y no pude entregártela hasta el segundo Adviento; entonces te vi arrodillarte con el cirio ante el altar, tal como me lo esperaba.

En tanto que durante el Adviento Gusewski y yo vestíamos de morado, a ti el pescuezo se te salía del cuello blanco de la camisa, que el abrigo vuelto y arreglado del malogrado conductor de locomotora no alcanzaba a cubrir, sobre todo por cuanto tú -otra innovación- no llevabas ni bufanda ni imperdible. Y el segundo y tercer domingo de Adviento -día este último en que me había propuesto tomarle la palabra y visitarlo-, Mahlke se arrodilló, rígido y por mucho tiempo, sobre la burda alfombra.

Su mirada vidriosa, que no quería pestañear -o que pestañeaba así que estaba yo ocupado en el altar-, apuntaba por encima de la vela votiva al vientre de la Madre de Dios.

Con las dos manos pero sin que los pulgares cruzados le tocaran la frente, había formado ante ésta y sus pensamientos un techo puntiagudo. Y yo pensé: "Hoy sí voy. Voy y lo miro bien. A éste me lo escudriño yo a fondo.

Sí, a fondo. Porque ahí dentro hay algo. Además, me ha invitado". Por corta que fuera la Osterzeile, las casitas unifamiliares con sus emparrados vacíos junto a las fachadas burdamente revocadas y el plantado regular de los árboles a lo largo de las aceras, me desanimaban y fatigaban, pese a que nuestra Westerzeile olía y respiraba igual y marcaba las estaciones del año con los mismos liliputienses jardines frontales.

Y aún hoy, cuando salgo del establecimiento del Kolpinghaus, lo que ocurre raramente, para visitar a conocidos o amigos en Stockum o Lohnhausen entre el Puerto Aéreo y el Cementerio Norte, y paso por calles de nuevas colonias que se repiten de un número a otro y de un tilo al siguiente en forma análoga e igualmente fatigante y desalentadora, creo ir todavía a la casa de la madre y la tía de Mahlke, a tu casa, la del Gran Mahlke.

La campanilla está pegada a la puerta de una valla que, de tan baja, se dejaría salvar con sólo alzar un pie, y aun sin gran esfuerzo. Unos pocos pasos por el jardín del frente, invernal pero sin nieve, con sus rosales envueltos con costales para protegerlos del frío. Unos bancales sin plantas, decorados con conchas del Báltico, enteras unas y rotas otras. La rana de zarzal, de cerámica y del tamaño de un conejo sentado, sobre una losa irregular de mármol cuyos bordes están rodeados de tierra, la cual, desmoronada o encostrada, los recubre por lugares.

Y en el bancal de enfrente, del otro lado del estrecho sendero que junto con mis pensamientos me hace dar los pocos pasos que separan la puerta del jardín de las tres gradas de ladrillo cocido frente a la puerta de arco redondo embarnizada de ocre de la casita, se yergue al nivel de la rana de zarzal un palo casi vertical, del alto de un hombre que soporta una pajarera en forma de cabaña alpina: mientras traspongo entre bancal y bancal unos siete u ocho pasos, los gorriones siguen comiendo tranquilamente su alpiste.

Cabría suponer que la colonia ha de oler fresca, limpia, arenosa y conforme a la estación. Pues no. La Osterzeile, la Westerzeile y el Bärenweg, es más, todo el Langfuhr y toda la Prusia Oriental, o más aun, toda Alemania, olía en aquellos años de guerra a cebolla, a cebolla cocida al vapor en margarina; pero no quiero precisar demasiado: olía a cebolla cocida, acabada de cortar, pese a que las cebollas fueran raras y difíciles de conseguir, y pese a que, en conexión con un discurso del Mariscal Göring, quien en la radio había dicho algo a propósito de la escasez de las cebollas, se hicieran acerca de éstas unos chistes que circulaban en el Langfuhr, en la Prusia Oriental y en toda Alemania.

Tal vez por ello debería yo untar superficialmente mi máquina de escribir con jugo de cebolla, para comunicarnos a ella y a mí una idea de aquel olor a cebolla que en aquellos años infestaba a la Alemania entera, a la Prusia Oriental, al Langfuhr, la Osterzeile y la Westerzeile, arrebatándole predominio al olor a cadáver.

De un solo paso salvé las tres gradas de ladrillo cocido, y me disponía ya a agarrar el picaporte cuando la puerta se abrió desde dentro. La abrió Mahlke, que llevaba su cuello a la Schiller y unas zapatillas de fieltro. Parecía haberse rehecho la raya central unos momentos antes, tieso y en mechones recién peinados, el pelo, ni claro ni oscuro, le bajaba oblicuamente hacia atrás y aguantaba todavía; pero al despedirme, cosa de una hora más tarde, caíale ya, le trepidaba cuando hablaba sobre las grandes orejas rubicundas.

Nos sentamos en la parte de atrás, que recibía la luz a través de los cristales de la veranda. Hubo pastel, hecho según alguna receta de guerra: pastel de patata en el que predominaba el gusto a esencia de rosa, que recordaba al mazapán. Y a continuación ciruelas en conserva, de gusto normal, ya que habían madurado durante el otoño en el jardín de Mahlke: podía verse el árbol, sin hojas y con el tronco pintado de blanco, por el cristal a mano izquierda de la veranda.

Se me señaló mi lugar: quedé sentado en una de las cabeceras de la mesa, con vista hacia fuera, frente a Mahlke, que tenía la veranda detrás. A mi izquierda, iluminada lateralmente de modo que su cabello gris formaba rizos plateados, la tía de Mahlke; a mi derecha, iluminado su lado derecho pero con menor brillo por llevar el peinado más tieso. la madre de Mahlke. También los bordes de las orejas de él y el vello que los cubría, así como las puntas de sus trémulos mechones quebradizos, se dibujaban a la fría luz invernal, fría a pesar de que el cuarto estaba sobrecalentado.

Más que blanca brillaba la parte superior de su cuello a la Schiller, que le caía ampliamente sobre los hombros y se hacía gris hacia abajo: el pescuezo de Mahlke quedaba aplanado en la sombra. Las dos mujeres, huesudas, que habían nacido y crecido en el campo y no sabían bien qué hacer con las manos, hablaban mucho, pero nunca a la vez y siempre dirigiéndose a Joaquín Mahlke, inclusive cuando me hablaban a mí y me preguntaban por el estado de salud de mi madre.

A través de él, que hacía las veces de intérprete, las dos me dieron el pésame:

– Así que también su hermano Klaus se queda allá para siempre. Sólo lo conocía de vista, pero, qué mozo tan apuesto!

Mahlke dirigía la conversación con suavidad y firmeza a la vez. Las preguntas demasiado personales -mientras mi padre enviaba cartas desde el frente de Grecia, mi madre mantenía relaciones íntimas principalmente con suboficiales-, ese género de preguntas Mahlke las desviaba:

– Déjalo, tía.

En tiempos como éstos, en que todo está más o menos subvertido, ¿quién podría erigirse en juez? Además, eso no te concierne, mamá. Si papá viviera todavía, no le gustaría y no podrías hablar así.

Las dos mujeres le obedecían, a él o a aquel conductor de locomotora que él conjuraba discretamente y al que hacía imponer silencio así que madre y tía empezaban con los chismes.