No sin cierta ufanía expliqué a la tía de Mahlke que se trataba manifiestamente de tanques destruidos por Joaquín. Pero la tía de Mahlke no se mostró sorprendida en lo más mínimo: ya se lo habían dicho muchos, lo que no comprendía, sin embargo, era que unas veces fueran más y otras menos, una vez sólo ocho y en la penúltima carta, en cambio, veintisiete piezas.
– Es posible que sea porque el correo llega ahora con tanta irregularidad.
Pero lea usted, señor Pilenz, lo que escribe nuestro Joaquín. Habla también de usted, de unas velas, pero ya las hemos conseguido. No hice más que echar al papel una ojeada superficiaclass="underline" Mahlke se mostraba solícito, preguntaba por los achaques menores y mayores de la madre y la tía (la carta estaba dirigida a las dos), por las várices y los lumbagos; quería que se le informara sobre el estado del jardín: "¿Ha vuelto a dar bien el ciruelo este año? ¿Qué hacen mis cactos?"
Breves frases a propósito del servicio, del que decía que era pesado y de gran responsabilidad. "Por supuesto, también nosotros tenemos bajas. Pero la Virgen seguirá protegiéndome." Y a continuación un ruego para que madre y tía le hicieran el favor de llevar al reverendo Gusewski uno o, de ser posible, dos cirios para el altar de la Virgen: "Tal vez Pilenz os los pueda conseguir, ya que ellos tienen cupones".
Pedía además que dedicaran unas oraciones a San Judas Tadeo – sobrino en segundo grado de la Virgen María, por donde se echa de ver que Mahlke conocía bien a la Sagrada Familia- y que hicieran decir una misa en sufragio del alma del padre, muerto de accidente, "ya que nos dejó sin haber recibido los auxilios espirituales". Para concluir, una que otra menudencia y algo de pálida descripción del paisaje: "No os podéis imaginar lo decaído que está aquí todo, lo desdichados que son aquí la gente y todos los niños.
No hay ni electricidad ni agua corriente. A veces le da a uno por preguntarse por el sentido de todo esto, pero es probable que así deba ser. Y si algún día os dan ganas y el tiempo es bueno, tomad el tranvía hasta Brösen -pero no dejéis de abrigaros bien- y mirad si a la izquierda de la entrada del puerto, no muy afuera, se ve todavía la superestructura de un barco hundido.
Allí había antes los restos de un naufragio. Puede verse a simple vista -y además la tía tiene ya sus gafas- me interesaría saber si todavía…" Dije a la tía de Mahlke:
– Para eso no tienen ustedes necesidad de ir. El bote sigue donde siempre. Y cuando le escriban, saluden a Joaquín de mi parte. Que esté tranquilo. Aquí nada cambia mucho, y no es probable que nadie nos llegue a escamotear el bote.
Pero aun suponiendo que los astilleros de Schichau lo hubieran escamoteado, es decir, sacado, desguazado o reequipado, ¿a ti qué? ¿Habrías cesado por ello de garrapatear tanques rusos en tus cartas para tacharlos con lápiz azul?
Y quién habría desguazado a la Virgen? ¿Quién habría podido encantar al antiguo Instituto y convertirlo en alpiste? ¿Y el gato y el ratón? ¿Piensas que haya historias que puedan terminarse?
XI
Con los testimonios garrapateados de Mahlke ante los ojos, hube de aguantar tres o cuatro días más en la casa.
Mi madre mantenía sus relaciones con un capataz de la Organización Todt, o no sé si seguía ofreciendo todavía al primer teniente Stiewe, que sufría del estómago, aquella dieta insípida que lo hacía tan afectuoso.
El caso es que uno u otro de dichos señores seguía yendo y viniendo tranquilamente por nuestra casa y llevaba, sin darse cuenta del simbolismo que ello implicaba, las zapatillas que solía usar mi padre. Ella, en cambio, en medio de un confort como de revista ilustrada, llevaba su luto activo de una habitación a otra, un negro que le quedaba bien, y no sólo en la calle, sino también entre la estancia y la cocina.
En memoria de mi hermano muerto en el frente, había erigido sobre el aparador algo a manera de altar; había hecho enmarcar en negro y bajo vidrio, en primer lugar, una foto suya de pasaporte, ampliada al grado de que ya no se lo reconocía, y que lo mostraba de suboficial pero sin gorra de plato, y, en segundo, las dos esquelas mortuorias del Centinela y de Las Últimas Noticias; había atado, en tercer lugar, un lío de cartas del frente con una cinta de seda negra; en cuarto lugar, a manera de pisapapeles, había puesto sobre el lío de cartas la Cruz de Hierro de segunda clase y la medalla de Crimea, colocando todo eso a la izquierda de los marcos en pie, en tanto que, en quinto lugar y a la derecha, el violín y el arco de mi hermano, sobre un papel de música con notas -pues él había intentado reiteradamente componer sonatas para violín- trataban de formar el contrapeso de las cartas.
Si hoy echo ocasionalmente de menos a mi hermano mayor Klaus, al que apenas conocí, entonces, en cambio, sentía más bien celos de aquel altar y me representaba mi propia foto ampliada e igualmente enmarcada en negro, me entraba complejo de inferioridad y, cuando estaba solo en nuestra estancia y sentía todo el peso del altar de mi hermano, me roía las uñas.
No cabe duda de que cualquier mañana, mientras el primer teniente atendía a su estómago sobre el sofá y mi madre le preparaba en la cocina una de aquellas papillas sin sal, yo habría roto a puñetazos, con un puño sustraído a mi voluntad, la foto, las esquelas e inclusive, tal vez, el violín; pero en esto llegó el día de mi incorporación al Servicio del Trabajo, escamoteándome una entrada en escena que aún hoy y por muchos años se dejaría representar: a tal punto la muerte en el Kuban, mi madre y yo, el eterno indeciso, la teníamos estudiada.
Partí con mi maleta de cuero de imitación, fui en tren a Konitz pasando por Berent, y tuve ocasión, por espacio de tres meses, de conocer la Landa de Tuchel, entre Osche y Reetz. Viento y arena constantes. Era una primavera hecha ex profeso para los amigos de los insectos. Florecían el enebro y todos los matorrales, y todo se convertía en objetivo: había que tirar a los dos soldados de cartón que estaban detrás del cuarto pino de la izquierda.
Sin embargo, las nubes eran hermosas sobre los abedules y las mariposas, que no sabían adónde ir. Redondos estanques claroscuros en el tremedal, en los que con granadas de mano se podían pescar percas y unas carpas cubiertas de musgo. Naturaleza a mansalva.
El cine estaba en Tuchel. Sin embargo, pese a los abedules, las nubes y las percas, sólo me está permitido bosquejar burdamente y como en una batea de arena la tal sección del Servicio del Trabajo, con su campamento de barracas en un bosquecillo protector, el mástil de barracas en su bandera, sus fosos para la basura y la letrina a lado de la barraca de instrucción, porque un año antes que yo, antes que Winter, Jürgen Kupka y Bansemer, el Gran Mahlke había llevado dril y botas en aquel mismo campamento, en el que además había dejado literalmente su nombre: allí en la letrina, un tabuco hecho con tablas, abierto por arriba al murmullo de los pinos achaparrados y plantado en medio de la retama.
Allí, en efecto, las dos sílabas -sin su nombre de pila- estaban grabadas o más bien talladas en una de las tablas de pino y frente al travesaño pulido, y debajo, en un latín correcto, pero sin adornos y más bien en escritura rúnica, el comienzo de su secuencia favorita: Stabat Mater dolorosa…
El monje franciscano Jacopone da Todi hubiera podido exultar; yo, en cambio, no lograba deshacerme de Mahlke ni aun en el Servicio del Trabajo. Porque mientras me aligeraba el cuerpo, mientras detrás y debajo de mí se iban acumulando las heces surcadas de cresas de los de mi quinta, tú no me dabas, ni a mis ojos, punto de reposo: a voz en cuello y en repetición jadeante, un texto laboriosamente tallado me imponía a Mahlke y a la Virgen, por mucho que silbara para contrarrestarlo lo que se me ocurriera silbar. Y sin embargo, estoy seguro de que Mahlke no se proponía bromear.