Pero, ¡caray, en tan poco tiempo! Bueno, la cosa es que antes, por mucho que te doliera la garganta, tenías que ser oficial para que te pusieran la bufanda, mientras que ahora, en cambio, el grado ya no cuenta para nada. Seguramente será el más joven. Cuando me lo imagino, ¡con aquellas orejas!… Aquí fue cuando las palabras empezaron a salirme de la boca. Y luego a Winter. También Jürgen Kupka y Bansemer metieron su cuchara.
– Ese Mahlke, sabe usted, hace tiempo que lo conocemos.
– Ya lo teníamos en la escuela.
– A él la garganta le ha dolido siempre, desde antes de los catorce años,
– Y la cosa con el teniente comandante, ¿recuerdas?, cuando durante la lección de gimnasia le escamoteó del gancho el aparato junto con la cinta.
– Eso fue así…
– No, no, hay que empezar con lo del gramófono.
– Y las latas de conservas, ¿o es que eso no cuenta? Al principio llevaba siempre un destornillador…
– ¡Un momento, un momento! Si quieres empezar desde el principio, has de empezar con el campeonato de pelota en la Plaza Heinrich Ehler.
Aquello fue así: estamos tendidos sobre la hierba y Mahlke duerme. En esto, un gato gris viene a través del prado y se va derechito al cuello de Mahlke. Y al ver el gato su nuez, cree que aquello que se mueve es un ratón, y pega el brinco…
– ¡Qué va! Fue Pilenz quien cogió al gato y se lo… ¿acaso no?
Dos días después nos lo confirmaron oficialmente. Se comunicó al batallón al pasar la revista de la mañana: Un an tiguo miembro del Servicio del Trabajo de la sección Tuchel-Norte ha destruido, primero como simple soldado y luego como suboficial y comandante de tanques, dando pruebas de un arrojo singular y en un lugar estratégicamente importante, tantos y cuantos tanques rusos, y además, etcétera, etcétera.
Empezábamos ya a entregar la ropa, pues nos iban a dar de baja, cuando recibí de mi madre un recorte del Centinela. Y en él se decía en letra impresa: Un hijo de nuestra ciudad ha destruido, primero como simple soldado y luego como suboficial y comandante de tanques, dando pruebas de un arrojo singular, etcétera, etcétera.
XII
Margal de cantos rodados, arena, el tremedal centelleante, matas, grupos de pinos en fuga, estanques, granadas de mano, percas, nubes arriba de abedules, guerrilleros detrás de la retama, enebro, más enebro, el viejecito Löns -que era de por allí- y el cine de Tuchel; todo quedó atrás. No me llevé más que mi maleta de cuero de imitación y un manojo de brezo seco. Pero ya durante el viaje, cuando pasado Karthaus hube echado la hierba a la vía, en todas las estaciones suburbanas y luego en la Estación Central, frente a las taquillas, entre la multitud de los soldados que venían del frente con licencia, a la entrada de la oficina de control militar y en el tranvía de Langfuhr empecé de modo absurdo pero obstinado a buscar a Mahlke.
Me sentía ridículo y en evidencia en mi ropa civil de escolar y no me fui a casa -¡para lo que en ella me esperaba!-, sino que me bajé en la parada del Salón de los Deportes, que queda cerca de nuestro viejo Instituto. Dejé la maleta al bedel, no le pregunté nada, porque estaba absolutamente seguro, sino que me lancé por la escalera de granito subiendo los peldaños de tres en tres.
No es que esperara encontrármelo en el aula, que tenía las puertas de par en par, aunque no había allí más que las mujeres que cuidaban normalmente de la limpieza y que estaban en aquel momento poniendo los bancos en uno de los lados y enjabonando la madera quién sabe para quién. Tomé a la izquierda: macizas columnas de granito, para refresco de frentes ardientes.
La placa conmemorativa de mármol dedicada a los muertos de las dos guerras, con un buen hueco todavía. Lessing en su nicho. En todas las clases se trabajaba normalmente, pues los corredores estaban desiertos, con excepción de un alumno de tercer año y de piernas esqueléticas que llevaba un mapa enrollado a través de aquel hedor octogonal que penetraba hasta el más recóndito rincón. 3a, 3b, sala de dibujo, 5a, la vitrina con los animales disecados… ¿qué había ahora allí? Un gato, por supuesto.
Pero, ¿dónde estaba el ratón febril? Más allá de la sala de conferencias. Y cuando el corredor dijo amén, allí estaba él, con la clara ventana frontal a la espalda, entre la secretaría y la dirección: él, el Gran Mahlke, pero sin ratón, porque llevaba en el cuello el singular objeto, el abretesésamo, el magneto, lo contrario de una cebolla, el trébol galvanizado de cuatro hojas, el engendro del buen viejo Schinkel, la golosina, el aparato, la cosa cosa cosa, el no quiero hablar de eso. ¿Y el ratón?
Dormía, invernaba en pleno junio. Dormitaba debajo de una gruesa manta: Mahlke había engordado. No porque nadie, el destino o algún autor, lo hubiera eliminado o tachado, a la manera como Racine tachara la rata de su blasón y sólo tolerara el cisne. El ratón seguía siendo el animal heráldico y se movía en sueños cuando Mahlke tragaba, porque, por mucho que lo hubieran condecorado, el Gran Mahlke tenía que seguir tragando de vez en cuando.
¿Qué traza tenía? Ya dije que la actividad del frente te había hecho engordar como el grueso de dos hojas de papel secante. Estabas medio reclinado y medio sentado en la tabla blanca barnizada de la ventana. Como todos los que servían en los tanques, llevabas aquel uniforme de fantasía, cuadriculado a lo bandolero, mezcla de pedazos negros y verdegrises: un pantalón bombacho gris ocultaba la caña de las botas negras y relucientes.
Una guerrera negra de cazador de tanques, ceñida, que te apretaba y te formaba arrugas en los sobacos -porque tus brazos estaban separados del cuerpo, como dos asas-, y era bonita sin embargo, te hacía parecer esbelto no obstante el par de libras que habías engordado. Sobre la guerrera no llevabas condecoración alguna, y sin embargo tenías ambas Cruces e inclusive algo más, aunque ninguna medalla por heridas en el frente: como que la protección de la Virgen te hacía a prueba de balas. Se comprende, por lo demás, que faltaran del pecho todos los accesorios susceptibles de distraer la atención respecto del nuevo centro de todas las miradas.
Del cinturón, usado y negligentemente lustrado, sólo sobresalía hacia abajo como un palmo de tela: así de cortas eran las guerreras de los cazadores de tanques, a las que por lo demás llamaban chaquetas de mono. Si con la ayuda de aquella pistola que te colgaba muy atrás, casi sobre el trasero, el correaje trataba de desvirtuar la rigidez de tu porte haciéndolo oblicuo y osado, la gorra gris, en cambio, la llevabas estrictamente horizontal, sin esa inclinación hacia la derecha de moda entonces como ahora, y recordaba, con su surco en rectángulo, tu gusto por la simetría, como lo había hecho en tus años de escolar y buceador, cuando aspirabas a ser payaso, la raya central de tu peinado.
Por otra parte, ya desde antes y luego de que te curaran los dolores crónicos de la garganta con un pedazo de metal, no llevabas aquella cabellera de redentor. Te habían impuesto o te habías impuesto tú mismo el ridículo corte de cepillo que adornaba entonces al recluta y confiere hoy a los intelectuales con pipa su aire de ascetismo moderno.
Y sin embargo, conservabas la cara de redentor; el águila majestuosa de tu gorra inexorablemente derecha extendía sus alas sobre tu frente, como si fuera la paloma del Espíritu Santo. Tu piel delgada y sensible a la luz. Los granos en tu carnosa nariz. Bajos los párpados superiores, atravesados por venitas rojizas. Y cuando llegué sin aliento ante ti, con el gato disecado detrás, en su vitrina, apenas se te agrandaron los ojos.