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Quería hablar ante el hedor de los trescientos escolares que ventoseaban sonora o silenciosamente. Quería tener a su alrededor y detrás las bruñidas cabezas de sus antiguos maestros. Quería tener frente a sí, al otro extremo del aula, el retrato al óleo que mostraba, lechoso e inmortal bajo un espeso barniz, al fundador del Instituto, Barón de Conradi.

Quería entrar en el aula por una de las puertas de dos hojas, pardas de viejas, y salir por la otra después de un breve discurso posiblemente intencionado; pero allí estaba Klohse con sus pantalones a cuadritos y ante ambas puertas a la vez: "Como soldado debería usted saberlo, Mahlke. No, esas mujeres enjabonaban los bancos sin motivo especial, y, en todo caso, no para usted, no para su discurso.

Por muy ingenioso que sea su plan, no se puede llevar a cabo: mucha gente, reténgalo bien, se desvela toda su vida por tener ricas alfombras, y sin embargo muere sobre las rudas planchas del piso. Aprenda usted a renunciar, Mahlke".

Y Klohse cedió un poco, convocó una conferencia, y la conferencia decidió, de acuerdo con el director de la Escuela Superior, Horst Wesseclass="underline" "La disciplina del establecimiento exige que…" Y Klohse se hizo confirmar por el Consejo Superior de Enseñanza que un antiguo alumno cuyos antecedentes, incluso si, o precisamente habida cuenta de la gravedad de la situación, aunque sin atribuir al asunto en cuestión, con todo, una importancia exagerada, mayormente por cuanto el caso de referencia quedaba ya bastante atrás, no obstante y debido a carecer el mismo de precedente, los claustros de ambos Institutos habían llegado al acuerdo de que…

Y Klohse escribió una carta estrictamente personal. Y Mahlke leyó que Klohse no podía obrar como sería su deseo hacerlo. Que por desgracia el tiempo y las circunstancias eran tales que un educador experimentado y consciente de las responsabilidades de su cargo no podía dejar que su corazón hablara simple y paternalmente; hacía un llamado, en beneficio de la Institución y de acuerdo con el tradicional espíritu conradino, a su sentido del deber; por lo demás, se proponía asistir de buen grado a la conferencia que a no tardar y sin resentimiento alguno, así lo esperaba, daría Mahlke en la Escuela Superior Horst Wessel a menos que, de acuerdo con lo que ha constituido desde siempre el más honroso galardón del verdadero héroe, optara por la parte más excelsa de la oratoria y se decidiera, así, a guardar silencio.

Pero el Gran Mahlke se encontraba en una avenida parecida a aquella avenida en forma de túnel cerrada arriba por el ramaje, espinosa y huérfana de pájaros, del Parque del Castillo de Oliva, que no tenía salidas laterales y constituía sin embargo un laberinto: se pasaba el día durmiendo o jugando a las damas con su tía, como esperando, cansado e inactivo, el fin de su licencia, y de noche, en cambio, vagaba conmigo -él delante, yo detrás o, a lo sumo, a su lado- por el barrio de Langfuhr.

Pero no vagábamos al azar, sino que recorríamos en ambos sentidos aquella silenciosa y distinguida avenida de Baumbach que observaba escrupulosamente las prescripciones de la defensa antiaérea y en la que había ruiseñores y vivía el director Klohse.

El cansancio me vencía detrás de su uniforme: "No hagas tonterías. Ya ves que es imposible. Por otra parte, ¿a ti que más te da? Para los pocos días que te quedan de licencia. ¿Cuántos días te quedan todavía exactamente? Mira, no hagas tonterías…" Pero el Gran Mahlke no escuchaba esa letanía de consejos.

Tenía en sus oídos separados de la cabeza una melodía muy distinta. Hasta las dos de la madrugada asediábamos la avenida de Baumbach y a sus dos ruiseñores.

En un par de ocasiones tuvimos que dejarlo porque iba acompañado. Pero cuando después de cuatro noches de acecho el director Klohse apareció por fin solo hacia las once de la noche -alto y delgado, con sus pantalones a cuadros pero sin sombrero ni abrigo, porque el aire era tibio- y, viniendo del Schwarzer Weg, empezó a subir por la avenida de Baumbach, la mano del Gran Mahlke salió disparada del bolsillo y agarró el cuello de la camisa de Klohse juntamente con su corbata de paisano.

Aplastó al educador contra una verja de hierro forjado tras la cual florecían unas rosas que, por estar todo tan oscuro, olían particularmente fuerte -más fuerte aún de lo que trinaban los ruiseñores- e inundaban el aire de fragancia. Y Mahlke siguió el consejo epistolar de Klohse, escogió la parte mejor de la oratoria, el silencio heroico, y sin decir palabra le dio al director a izquierda y derecha de la cara afeitada, con el dorso y con la palma de la mano.

Los dos, rígidos y formales. Sólo las palmadas sonoras y elocuentes, porque también Klohse tenía cerrada su boquita y no quería mezclar su aliento mentolado con el aroma de las rosas. Esto sucedió un jueves y duró apenas un minuto.

Dejamos a Klohse junto a la verja. Mejor dicho, Mahlke dio media vuelta primero y se fue al paso largo de sus botas por la acera sembrada de gravilla bajo el arce rojo, que proyectaba desde arriba una sombra negra.

Yo traté de presentar a Klohse, en nombre de Mahlke y del mío, algo así como una excusa. Pero el abofeteado declinó con un gesto de la mano; no parecía ya abofeteado, sino que se mantenía erguido, y su silueta oscura, soportada por el olor de las flores y por las voces de los pájaros, encarnaba en aquel momento la Institución, la escuela, la fundación conradina, el espíritu conradino, el Conradinum; porque tal era el nombre de nuestro Instituto.

De allí y a partir de aquel minuto nos fuimos por las desiertas calles suburbanas y ya no se volvió a pronunciar entre nosotros el nombre de Klohse.

Mahlke hablaba derecho ante sí, en forma pronunciadamente objetiva, de problemas que en aquella edad podían preocuparle, lo mismo que en parte también a mí. Tales como: ¿Hay otra vida después de la muerte? O bien: ¿Crees tú en la transmigración de las almas? Mahlke charlaba por los codos:

– Últimamente he leído bastante a Kierkegaard. Tendrás que leer sin falta a Dostoyewski, sobre todo cuando estés en Rusia.

Te aclarará una cantidad de cosas, la mentalidad y todo eso. Varias veces nos detuvimos en los puentes que cruzan el Striessbach, arroyuelo lleno de sanguijuelas. Daba gusto reclinarse sobre el pretil y esperar a que salieran las ratas. Cada puente hacia pasar la conversación desde lo banal, tal como la consabida erudición escolar acerca de los buques de guerra, su blindaje, dotación y velocidad en nudos, hasta la religión y las llamadas últimas preguntas.

Sobre el pequeño puente de Neuschottland contemplamos primero un buen rato el cielo estrellado de junio, y luego, cada cual por su parte, dejamos vagar la mirada por el arroyo. Y dijo Mahlke, a media voz, en tanto que abajo, arrastrando consigo los vapores de levadura de la cervecería de Aktien, el desagüe superficial del estanque de ésta se rompía contra las latas vacías de conservas allí amontonadas:

– Por supuesto, no creo en Dios.

La clásica patraña para idiotizar a la gente. La única en quien creo es la Virgen María. Por eso no me casaré nunca. La frasecita era demasiado grave y confusa como para pronunciarse sobre un puente.

Se me quedó grabada. Y ahora, dondequiera que un puentecito se tiende sobre un arroyuelo o un canal, siempre que abajo el agua hace gárgaras y se rompe contra todo lo que la gente desordenada suele echar en todas partes desde los puentes a los arroyos y canales, veo a mi lado a Mahlke, con sus botas, sus pantalones bombachos y su chaqueta de mono de cazador de tanques; lo veo inclinarse sobre el pretil, dejando que el gran objeto cuelgue verticalmente de su cuello, como un solemne payaso triunfador, por la fe irrefutable, del gato y el ratón: