Pero era su tema favorito. "Al que me lo suba, le dejo probarlo conmigo", prometía en son de recompensa. Puede que sin confesárnoslo anduviéramos todos buscando -nosotros en la proa y Mahlke en el cuarto de máquinas- a un marinero polaco medio mareado, no porque deseáramos probar a aquella mocosa, sino porque sí, simplemente porque sí.
Pero ni siquiera Mahlke encontró nada, excepto algunos trapos medio descompuestos y recubiertos de algas, de los que los gasterósteos salían disparados, hasta que las gaviotas se daban cuenta y decían ¡buen provecho!
No, Mahlke no le hacía mucho caso a Tula, aunque más adelante se dijera que había algo entre ellos. A él no le daba por las muchachas, ni siquiera por la hermana de Schilling. Y en cuanto a mis primas de Berlín, su manera de mirarlas recordaba la de un pescado.
Si por algo le daba, era más bien por los muchachos, con lo cual no quiero decir que Mahlke fuera del otro lado. Porque en aquellos años en que hacíamos regularmente el péndulo entre el establecimiento de baños y el bote varado, ninguno de nosotros llegamos a saber exactamente si éramos machos o hembras.
En realidad -y pese a que más adelante se dieran rumores y evidencias en contrario-, lo cierto es que para Mahlke no había otra mujer que la católica Virgen María. Sólo por ella llevaba a la capilla de Santa María, colgando del cuello, todo lo que se podía llevar y mostrar.
Todo lo que hacía, desde el bucear hasta sus hazañas posteriores y de carácter más bien militar, lo hacia por ella, o bien -y ya me estoy contradiciendo otra vez- para hacer pasar inadvertida su nuez. Tal vez, en fin, y sin que por ello haya que descartar a la Virgen, y al ratón de su nuez, podría señalarse un tercer motivo: nuestro Instituto.
Aquel edificio enmohecido e imposible de ventilar, y en particular su aula, significaban mucho para Joaquín Mahlke, y lo llevarían más adelante a realizar esfuerzos de carácter supremo.
Y ahora se impone decir algo a propósito de la cara de Mahlke. Algunos de nosotros hemos sobrevivido a la guerra y vivimos en pequeñas ciudades pequeñas o en pequeñas ciudades grandes; hemos engordado, hemos perdido el pelo y, quien más quien menos, todos nos ganamos la vida.
Por mi parte, hablé con Schilling en Duisburgo y con Jürgen Kupka en Brunsviga, poco antes de que este último emigrara al Canadá. En el acto salió a relucir lo de la nuez: "¡Jesús, lo que tenía en el cuello! ¿No le echamos una vez un gato? ¿No fuiste tú quien… ¿" Los interrumpí: "No, no es eso lo que me interesa; yo me refiero a su cara".
A título de compromiso nos pusimos de acuerdo: Tenía ojos grises o azul grises, pero no brillantes, y en ningún caso pardos. La cara, flaca y alargada, musculosa alrededor de los pómulos. Su nariz no era particularmente grande, pero sí carnosa, y se le ponía fácilmente roja en cuanto hacia frío. El cogote abombado ya se mencionó anteriormente.
Nos costó algún trabajo ponernos de acuerdo a propósito de su labio superior. Jürgen Kupka era de mi parecer: lo tenía arremangado y saliente y no lograba nunca ocultar por completo -excepto al bucear, por supuesto- los dos incisivos superiores, los cuales, por lo demás, tampoco los tenía verticales, sino más bien inclinados a manera de colmillos.
Y aquí empezamos ya a dudar, recordando que la pequeña Pokriefke lo tenía también respingón y mostraba siempre los incisivos. La verdad es que no estábamos totalmente seguros de no confundir a Mahlke y Tula en el caso concreto del labio superior. Es posible que sólo fuera ella la que lo tenía así, porque así lo tenía, sin duda.
Schilling, en Duisburgo -nos encontramos en el restaurante de la estación, porque a su mujer no le gustaban las visitas inesperadas-, me recordó aquella caricatura que por espacio de unos días había provocado tumulto en nuestra clase. Creo que fue en el cuarenta y uno, cuando hizo su aparición entre nosotros un individuo alto, el cual, aunque con cierto acento, hablaba corrientemente alemán y había sido evacuado con su familia del Báltico.
Aristocrático, siempre elegante, sabía griego y hablaba como un libro; su padre era barón, y en invierno llevaba siempre una gorra de piel. Se llamaba, bueno, su nombre de pila era Karel. Dibujaba aprisa y muy bien, con o sin modelo: trineos tirados por caballos y rodeados de lobos, cosacos borrachos, judíos como los del Stürmer, muchachas desnudas montadas en leones, sobre todo muchachas desnudas, de piernas largas y como de porcelana, pero nunca obscenas, o bolcheviques despedazando a niños con los dientes, a Hitler disfrazado de Carlomagno, coches de carreras conducidos por damas con largos chales flotando al viento; y en particular era muy hábil en dibujar con el pincel, la pluma o al crayón caricaturas de los maestros y los condiscípulos en cualquier pedazo de papel, o bien, con la tiza, en el encerado.
Así es como dibujó a Mahlke, no al crayón, sino haciendo rechinar la tiza en la pizarra. Lo dibujó de frente.
En aquel tiempo Mahlke llevaba ya la ridícula raya que le partía la cabeza y se fijaba con agua de azúcar. La cara era un triángulo con vértice en la barbilla. La boca, fruncida y malhumorada. Ninguna traza de incisivos a manera de colmillos.
Los ojos, unos puntos penetrantes debajo de unas cejas dolorosamente fruncidas. El cuello, sinuoso, de medio perfil, con aquella nuez monstruosa. Y detrás de la cabeza y de la faz doliente, una aureola de redentor.
No le faltaba más que hablar: el efecto fue inmediato. En los bancos nos retorcíamos de risa, y sólo recobramos nuestros sentidos cuando ya alguien había agarrado al elegante Karel esto y lo otro por los botones y la emprendió con él a puñetazo limpio, hasta que logramos separarlos cuando ya andaba arrancándose del cuello el destornillador para hacerlo pedazos. Fui yo quien borró del encerado, con la esponja, tu figura de redentor.
IV
Bromas o no: tal vez no hubieras llegado a payaso, pero sí a ser eso que se llama un creador de modas; porque fue Mahlke quien en el invierno que siguió al segundo verano en el bote introdujo las borlas: dos bolas de lana del tamaño de las pelotas de pingpong, lisas o de colores, unidas entre sí por un cordón trenzado de lana con el que se colgaban bajo el cuello de la camisa las bolas anudadas por delante, ligeramente inclinadas, a manera de corbatín.
De los informes que he logrado reunir, resulta que estas bolas o borlas -así las llamábamos nosotros- se llevaron a partir del tercer invierno de guerra en casi toda Alemania, sobre todo en el norte y en el este, y particularmente en los medios estudiantiles. Entre nosotros fue Mahlke quien las introdujo, y hasta es posible que fuera su inventor.
En todo caso, hizo que su tía Susi le confeccionara varios pares de borlas con restos de lana, con estambre destejido de piezas ya muy lavadas, o con el procedente de los calcetines más que zurcidos de su difunto padre, y las llevó a la escuela, colgando del cuello en forma muy vistosa.