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Bajó casi hasta el puño; ya casi el agua me cubría el guante, cuando de repente topó la punta con la proa o, mejor dicho, no: primero di en el vacío, y no fue sino al mover el bastón lateralmente a lo largo del agujero cuando me encontré también abajo con resistencia.

Dejé correr el hierro junto al hierro, y resultó que se trataba exactamente de la escotilla abierta de proa. Lo mismo que un plato queda debajo del otro cuando se ponen dos platos juntos, así quedaba la escotilla debajo del agujero practicado en el hielo.

Pero miento: no, no quedaba exactamente debajo, porque nada se produce exactamente, sino que la escotilla era algo mayor, o era algo mayor el agujero; sin embargo, la escotilla se abría bastante exactamente debajo de aquél, y sentí a cuenta de Joaquín Mahlke un orgullo tan dulce como un bombón de crema, y de buena gana te hubiera regalado mi reloj de pulsera.

Permanecí allí unos buenos diez minutos, sentado sobre la tapa circular de hielo, de unos cuarenta centímetros de espesor, que se encontraba al lado del agujero. Alrededor de la parte inferior del segundo tercio del témpano veíase aquella traza amarillo-pálida de la orina del día anterior. Habíamos podido ayudarle, aunque Mahlke también habría llevado a cabo él agujero sin nosotros. ¿Podía Mahlke prescindir del público en nada de lo que hiciera? ¿Había algo que sólo se mostrara a sí mismo? Porque ni siquiera las gaviotas habrían admirado tu agujero sobre la escotilla de proa si yo no hubiera venido para admirarte.

Tenía siempre algún público. Y si digo que "siempre", y que incluso cuando estaba solo en el bote y practicaba su agujero en el hielo, tenía delante o detrás a la Virgen María, que contemplaba entusiasmada el ir y venir de su hacha, la Iglesia debería darme de hecho la razón; pero aunque la Iglesia no pueda ver en la Virgen María a la admiradora constante de hazañas de Mahlke, lo cierto es que ella seguía con atención todos sus movimientos, y esto bien lo sé yo, que fui monaguillo: primero con el reverendo Wiehnke en la iglesia del Sagrado Corazón, y luego con Gusewski en la capilla de Santa María.

Y seguí ayudando a misa todavía cuando, coincidiendo prácticamente con mi desarrollo, había perdido ya la fe en la magia del altar, y sólo me divertía todo aquel tejemaneje que se urdía alrededor.

No obstante, me esforzaba por hacerlo bien, y no arrastraba los pies como suelen hacerlo los monaguillos. Por otra parte, nunca estuve enteramente seguro, ni lo estoy hoy todavía, de si después de todo no habrá efectivamente algo, ya sea delante, o detrás, o tal vez en el mismo tabernáculo… Sea como fuere, el caso es que al reverendo Gusewski le gustaba siempre tenerme a mí a su lado como uno de los dos monaguillos, porque entre el Ofertorio y la Consagración yo nunca me dedicaba al intercambio de cromos de las cajetillas de cigarrillos, como era usual entre sus demás muchachos, ni dejaba vibrar la campanilla después de los toques, ni hacía negocio alguno con el vino de misa.

Porque, en verdad, los monaguillos son la peste: no sólo porque extienden sus baratijas usuales en las propias gradas del altar y apuestan entre sí monedas o cojinetes de bolas desgastadas, sino porque en aquella época no hacían más que conversar durante las oraciones graduales y en lugar de recitar el texto de la misa, o bien entre latín y latín, acerca de los detalles de los buques de guerra en servicio o hundidos:

"Introito ad altare Dei" ¿Qué año fue botado el crucero Eritrea? `En el treinta y seis. ¿Características?' Ad Deum qui laetificat iuventutem meam `Único crucero italiano en aguas del Africa Oriental. ¿Tonelaje?' Deus fortitudo mea `Dos mil ciento sesenta y dos. ¿Nudos?' Et introito ad altare Dei `No lo sé. ¿Artillería?' Sicut erat in principio `Seis de quince centímetros, cuatro de siete punto seis… ¡Falso! et nunc et semper `¡No, correcto! ¿Cómo se llaman los buques escuela alemanes?' et in saecule saeculorum, amen `Se llaman Brummer y Bremse'." Más adelante ya no seguía sirviendo regularmente en la capilla de Santa María, y sólo iba cuando el reverendo Gusewski me mandaba llamar, porque sus muchachos lo habían dejado plantado a causa de las marchas dominicales o para recoger fondos a beneficio del Socorro de Invierno.

Digo esto únicamente con objeto de describir mi puesto ante el altar mayor, porque era desde ahí desde donde tenía yo ocasión de observar a Mahlke cuando él se arrodillaba ante el de la Virgen María.

¡Y cómo rezaba! ¡Qué mirada de ternera la suya! Los ojos se le iban poniendo cada vez más vidriosos, y su boca, amargada, se movía sin cesar y sin la menor puntuación. Así es como suelen boquear, buscando aire, los peces arrojados a la playa.

Sirva esta imagen para ilustrar el descomedimiento con que Mahlke rezaba. Cuando el reverendo Gusewski y yo íbamos despachando a los comulgantes a lo largo del banco y llegábamos a Mahlke -el cual, visto desde el altar, se arrodillaba siempre en el lugar extremo de la izquierda-, teníamos ante nosotros a un individuo que, dejando de lado toda precaución, incluidos la bufanda y el imperdible, ponía unos ojos rígidos, echaba atrás la cabeza con su raya central, sacaba la lengua y dejaba al descubierto, en esa actitud, aquel ratón de su nuez que yo habría podido agarrar con la mano: ¡a tal punto quedaba el animalito expuesto e indefenso! Pero tal vez Mahlke se daba cuenta de que éste andaba suelto y hacía de las suyas, y hasta es posible que contribuyese deliberadamente a aumentar sus brincos exagerando en el tragar, con el propósito de atraer hacia sí los ojos de vidrio de la Virgen que quedaba a un lado.

Porque no puedo ni quiero creer que tú hicieras nunca nada, aun lo más mínimo, sin contar con algún espectador.

V

En la capilla de Santa María nunca lo vi con borlas. Por más que la moda de ellas empezara ya en realidad a extenderse entre los estudiantes, él se las ponía cada vez más raramente.

A veces, cuando dos de nosotros estábamos con él bajo el castaño de siempre en el patio de recreo y hablábamos todos y a la vez por encima de aquellas borlas absurdas, Mahlke se las quitaba del cuello, aunque luego, indeciso y a falta de algún contrapeso mejor, volvía a anudárselas después de la segunda señal del fin del recreo.

Cuando por vez primera vino del frente un ex alumno graduado de nuestra escuela, quien de paso había efectuado una visita al Cuartel General del Führer y llevaba ahora en el cuello la codiciada golosina, un toque especial del timbre nos llamó a todos al aula.

Y mientras el joven oficial en cuestión se mantenía de pie en el extremo superior de la sala, de espaldas a los tres grandes ventanales y delante de un fondo de macetones de hojas grandes y del semicírculo del cuerpo congregado de maestros, pero no detrás, sino al lado del viejo púlpito pardo, con la golosina colgando de su cuello y su boquita en forma de corazón hablando por encima de nuestras cabezas y acompañando ocasionalmente sus palabras con ademanes ilustrativos, pude observar que a Joaquín Mahlke, sentado una fila delante de mí y de Schilling, las orejas se le ponían transparentes y carmesíes; que se reclinaba rígido en el respaldo y, con la derecha y la izquierda, empezaba a tirar y aflojar algo de su cuello, tragando con gran esfuerzo y acabando por tirar algo bajo el banco.