La alocución del director fue larga. El aburrimiento se fue extendiendo desde las exuberantes macetas hasta el retrato al óleo colgado en la pared del fondo del aula, que representaba al fundador de la escuela, un tal Barón de Conradi.
Hasta el teniente, insignificante entre los profesores Brunies y Mallenbrandt, no cesaba de mirarse las uñas. De poco servía en la espaciosa sala el fresco aliento mentolado de Klohse, que solía perfumar todas sus lecciones de matemáticas y representaba el olor de la ciencia pura.
Desde la cátedra, las palabras llegaban apenas hasta la mitad de la sala: "Los que nos sucederán – Y en esta hora – Viandantes somos – Pero esta vez la patria – Y no dejemos nunca – con tesón – limpio – como ya dije – limpio – De no ser así más valdría – Y en esta hora – mantenerse limpio – Para terminar con palabras de Schiller – el que no ponga todo su esfuerzo nunca obtendrá el debido provecho – ¡Y ahora a trabajar!
Había terminado la sesión, y en dos grupos nos apretujábamos ante las puertas demasiado angostas del aula. Logré abrirme paso hasta detrás de Mahlke.
Sudaba, y su pelo azucarado le formaba unos mechones pegajosos alrededor de la raya descompuesta. Nunca antes, ni aun en el gimnasio, había visto yo sudar a Mahlke. El hedor de trescientos estudiantes se condensaba como un tapón en las puertas del aula.
Los dos haces de tendones que van de la séptima vértebra al cogote se le veían ardientes y cubiertos de gotas de sudor. Ya en el claustro, ante las puertas de dos hojas y en medio del barullo que hacían los de primero, que reemprendieron en seguida su eterno juego de tócame, logré alcanzarlo y preguntarle cara a cara:
– Bueno, ¿qué me dices?
Mahlke miraba fijamente ante sí. Traté de no ver su cuello. Había allí, entre columnas, un busto de yeso de Lessing: pero el cuello de Mahlke le ganaba.
Su voz vino calmada y quejumbrosa, como si fuera a hablar de los achaques crónicos de su tía: "Ahora, los que quieran conseguir la cruz tendrán que derribar cuarenta por lo menos. Al principio, cuando concluyeron con Francia y en el Norte, la tenían con veinte: de seguir esto así…"
Por lo visto, la disertación del teniente no te satisfizo. De otro modo, ¿por qué recurrir a un sustitutivo tan barato?
Por aquellos días había en los escaparates de las papelerías y las tiendas de ropa unas plaquitas y unos botones luminosos: redondos, ovalados e incluso calados. Algunas de las plaquitas tenían forma de pez, en tanto que otras reproducían, así que brillaban con una luz verde lechosa en la oscuridad, el perfil de una gaviota volando.
En la mayoría de los casos, las llevaban en las solapas de los abrigos los señores de cierta edad y las frágiles viejecitas que temían tropezarse en las calles oscurecidas; había también bastones con tiras luminosas. Pero es evidente que tú no eras víctima de la protección antiaérea, y sin embargo te pusiste, primero en las solapas del abrigo y luego en la bufanda, cinco o seis de aquellas plaquitas: un banco luminoso de peces, una bandada de gaviotas en vuelo, varios ramilletes de flores fosforescentes. Te hiciste coser por tu tía, de arriba abajo del abrigo, media docena de botones de material luminoso.
En una palabra, te dejaste convertir en payaso; porque así es como yo te vi, te veo todavía y te seguiré viendo venir por mucho tiempo en el crepúsculo invernal, Bärenweg abajo, a través de los vespertinos copos oblicuos de nieve, o en plena oscuridad, caminando siempre y prestándote a una cuenta fácil de arriba abajo y viceversa, con uno dos tres cuatro cinco y seis botones de abrigo emitiendo aquella mortecina luz verde mohosa: un pobre fantasmón menesteroso, capaz a lo sumo de asustar a los niños y a las sexagenarias y de disimular una congoja que nadie hubiera podido advertir en la oscuridad de la noche.
Pero tú pensabas, sin duda: no hay oscuridad que pueda tragarse esta fruta monstruosa; todos la ven, la adivinan, la sienten, la quisieran agarrar, porque ahí está, bien a la mano. ¡Ojalá terminara pronto ya el invierno, y yo pudiera volver a bucear y a estarme bajo el agua!
VI
Pero cuando vino el verano, con fresas, comunicados oficiales y temperatura propicia al baño, Mahlke no quiso nadar.
A mediados de junio nadamos por primera vez hasta el bote. Ninguno de nosotros tenía muchas ganas. Nos molestaban los muchachos de tercero y cuarto año, que iban nadando delante de nosotros o con nosotros al bote, se apretujaban allí en manadas sobre el puente, buceaban y subían a la superficie la última bisagra que se dejara destornillar. Mahlke, que un día había debido suplicar: -"Dejadme ir con vosotros, os aseguro que sí puedo" se veía ahora hostigado por Schilling, por Winter y por mí: "¡Vente, hombre! Sin ti no tiene gracia. Allá también podemos tomar el sol. Y a lo mejor encuentres algo bueno". De mala gana y después de haberse negado varias veces, Mahlke se metió finalmente en el caldo tibio entre la playa y el primer banco de arena.
Nadaba sin el destornillador y se mantuvo todo el tiempo junto a nosotros, dos brazas atrás de Hotten Sonntag; por primera vez lo vi calmado, sin chapotear ni esforzarse. En el puente se sentó a la sombra, detrás de la bitácora, y no hubo manera de decidirlo a bucear. Ni siquiera volvía la cabeza cuando los de tercero o cuarto desaparecían por la proa y volvían a subir con alguna chuchería. ¡Con lo que él hubiera podido enseñarles!
Varios se le acercaron a pedirle consejo, pero él apenas les contestó. Se pasó todo el rato mirando con los ojos fruncidos en dirección de la boya de entrada del puerto, pero sin dejarse distraer ni por los cargueros que entraban, las balandras que salían o los torpederos que navegaban en formación. A lo sumo lograban vencer su indiferencia los submarinos.
A veces el periscopio de uno de ellos, sumergido, trazaba claramente a lo lejos la característica raya de espuma. En los astilleros de Schichau, los submarinos de setecientas cincuenta toneladas se construían en serie, y luego efectuaban salidas de prueba en la bahía o detrás de Hela, se sumergían en alta mar, regresaban al puerto y atenuaban nuestro aburrimiento.
Era bonito de ver cuando subían a la superficie sacando primero el periscopio. Apenas emergida la torre, escupía en seguida dos figuras. En torrentes blanco-mates escurríase el agua del cañón de la proa y luego de la popa. Agitación en todas las escotillas: nosotros gritábamos y hacíamos señas con la mano.
No estoy seguro de que los del submarino nos contestaran o no, pero veo todavía en todos sus detalles el movimiento de las manos agitándose e incluso me parece sentirlo todavía por la espalda.
Que lo hicieran o no, lo cierto es que cuando un submarino emerge uno lo siente en el corazón, y de ahí se queda. Sólo Mahlke permanecía impávido.
…y una vez -estábamos a fines de junio, antes todavía de empezar las vacaciones de verano y de que el teniente de navío diera su conferencia en nuestra escuela-, Mahlke abandonó su sombra, porque uno de los muchachos de tercero no subía de la proa del dragaminas.