Fruncíamos ya las cejas significativamente, pensando: ya empieza otra vez con su manía de la Virgen, cuando volvió a desaparecer por la proa antes de que hubiéramos tenido tiempo de sentarnos sobre el puente y de secarnos, para aparecer de vuelta sin cordonera ni medalla, transcurrido apenas un cuarto de hora; se lo veía satisfecho mientras ocupaba su lugar detrás de la bitácora.
Silbaba. Era la primera vez que yo lo veía silbar. No porque fuese la primera vez que silbara, pero sí la primera que ello me llamó la atención, así que para mí era la primera vez que fruncía los labios. Siendo yo el único católico del bote, con excepción de él, era el único que podía seguir lo que silbaba: silbó un himno a la Virgen, y después otro y otro; se reclinó en uno de los restos de la borda y, con insistente buen humor y los pies colgando, empezó primero a marcar el compás contra la pared desvencijada del puente, a lo que siguió, dominando el ruido amortiguado de los pies, la secuencia entera de Pentecostés, Veni, Sancte Spiritus, y a continuación -ya me lo esperaba yo- la secuencia del viernes anterior al Domingo de Ramos.
Las diez estrofas, desde el Stabat Mater dolorosa hasta el Paradisi gloria y el Amen, fueron recitadas mecánicamente de cabo a rabo y al dedillo. Yo, el más celoso de los monaguillos del reverendo Gusewski, aunque algo retraído últimamente, apenas habría podido recordar los comienzos de las estrofas.
Él, en cambio, enviaba su latín a las gaviotas sin el menor esfuerzo, y los demás, Schilling, Kupka, Esch, Hotten Sonntag y el resto, se levantaron, escucharon atentos y lanzaron sus ¡qué bárbaro! y sus ¡te vas a quedar sin saliva! Y hasta le rogaron, pese a que nada les fuera más ajeno que el latín y los cantos eclesiásticos, que volviera a repetir el Stabat Mater.
No creo, sin embargo, que te propusieras convertir la cabina de radio en capillita de la Virgen. La mayoría de los cachivaches que hallaron su camino hasta abajo nada tenían que ver con ella. Y si bien nunca visité tu escondite -no podíamos, sencillamente-, me es fácil imaginármelo como una edición reducida de tu bohardilla de la Osterzeile.
Lo único que no tenía allí su contrapartida eran los geranios y los cactos con que tu tía -a menudo contra tu voluntad- adornaba el antepecho de la ventana y el estante de varios pisos para los cactos; por lo demás, el traslado había sido completo. Después de los libros y de los utensilios de cocina, pasaron bajo cubierta los modelos de barcos, el explorador Grille y el torpedero de la clase Wolf a escala 1:1250. La tinta y varios portaplumas, una regla, el compás, la colección de mariposas y la blanca lechuza disecada hubieran de sufrir también la inmersión.
Sospecho que en aquel cuarto empañado de vapor, el mobiliario de Mahlke tuvo que ir perdiendo poco a poco su lustre, y particularmente las mariposas en sus cajas de habanos con tapa de vidrio, acostumbradas como estaban al aire seco de la bohardilla. Pero lo que más admirábamos de aquella mudanza que se prolongó por espacio de varios días era precisamente su carácter absurdo y deliberadamente destructor.
Y el celo con que Joaquín Mahlke, después de haberlos desmontado dos veranos antes con no poco esfuerzo, devolvía ahora al dragaminas polaco uno a uno todos sus objetos -el buen viejo Pilsudski, las plaquitas con instrucciones para manejar esto o lo otro, etc.- nos hizo pasar, pese a los molestos e infantiles muchachos de tercero, otro verano entretenido e incluso excitante en aquel bote para el cual la guerra sólo había durado cuatro semanas. Vaya como ejemplo: Mahlke nos ofreció música. Aquel gramófono que en verano del cuarenta, después de haber nadado con nosotros unas cinco o seis veces hasta el bote, había subido laboriosamente y pieza por pieza desde la proa o desde la cámara de oficiales, reparándolo luego en su bohardilla y proveyéndolo de un nuevo fieltro para el plato giratorio, fue uno de los últimos objetos en volver bajo cubierta, juntamente con una docena de discos.
Y en los días que duró el traslado, Mahlke no pudo resistir la tentación de llevar colgando de la acreditada cordonera alrededor del cuello la manivela del aparato. Por lo demás, parece que el gramófono y los discos soportaron bien el viaje a través de la proa y del mamparo hasta el centro del barco y luego hasta la cabina de radio, porque la misma tarde en que había terminado el transporte por etapas, Mahlke nos sorprendió con una música de resonancia cavernosa, que parecía venir tan pronto de aquí como de allá, pero siempre del interior del bote.
Era como para aflojar los remaches y el revestimiento. Aunque en el puente aún daba el sol, a punto de meterse, Ia cosa nos puso la carne de gallina. Nos soltamos a gritar: "¡Para! ¡No! ¡Sigue! ¡Pon otro!" y alcanzamos a escuchar una célebre Ave María, más larga y pegajosa que el chicle, que alisó el mar picado.
Era obvio que no podía prescindir de la Virgen. Y luego, arias, oberturas -¿dije ya que a Mahlke le gustaba la música seria?-; en todo caso, de dentro para fuera, nos fue brindando algo excitante de la Tosca, algo fabuloso de Humperdinck, y un fragmento de sinfonía con aquel dadada daaa que ya conocíamos de los conciertos populares.
Schilling y Kupka gritaban que pusiera algo más animado, pero de eso sí no tenía. Y sólo cuando puso allá abajo a Zarah consiguió el mayor efecto. En efecto, su voz subacuática nos tumbó de bruces sobre la herrumbre y los excrementos abollados de las gaviotas. Ya no recuerdo lo que cantó. Era siempre el mismo estilo.
Pero cantó también algo de una ópera que ya conocíamos de la película Patria querida. Cantaba: "Ay la he perdido"; bramaba: "El viento me ha cantado una canción"; profetizaba: "Sé que un día se hará el milagro". Sabía resonar como un órgano y conjurar elementos, pero cultivaba también toda clase imaginable de musas tiernas. Y Winter tragaba saliva y podía apenas contener el llanto, aunque también a los otros nos escocían los párpados.
Y, además, las gaviotas. Locas de por sí, se comportaban -ahora que Zarah daba vueltas allá abajo en el disco- como totalmente endemoniadas.
Lanzaban sus chillidos penetrantes, emanados probablemente de las almas de tenores muertos, sobre el bajo retumbante, profundo como un calabozo, imitable pero hasta el presente inimitado, de una estrella de cine dotada de una voz que movía a lágrimas y que en aquellos años de guerra gozaba, en la retaguardia y en el frente, de enorme popularidad.
Mahlke nos ofreció este concierto varias veces, hasta que los discos acabaron gastándose y no salían de la caja más que unas gárgaras y un rascar atormentados. Hasta el presente, nunca me ha proporcionado la música un placer mayor que aquél, y eso que apenas me pierdo un solo concierto en la Sala Robert Schumann y que así que dispongo de fondos me compro toda clase de discos long-play, desde Monteverdi hasta Bártok. Silenciosos e insaciables, estábamos todos en montón arriba del gramófono, al que llamábamos el "ventrílocuo".