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– Os debe faltar algún tornillo -decía.

Y eso que a él, que tenía un año más, se le brindaban mejores oportunidades de salir antes que nosotros.

Pero el que escribe no debe adelantarse a los hechos. Los últimos doscientos metros los nadé de pecho, sin cambiar de postura y más lentamente todavía, a fin de conservar el aliento.

El Gran Mahlke estaba sentado como siempre a la sombra de la bitácora. El sol le daba sólo en las rodillas. Ya debía de haber bajado una vez. Los restos de una obertura subían haciendo gárgaras, flotaban en un viento poco propicio y me venían al encuentro juntamente con el chapalear de las olas.

Así era éclass="underline" bajaba a su bohardilla, daba cuerda a la caja, ponía un disco, volvía a subir con la raya central chorreando, se acurrucaba a la sombra y escuchaba su música, en tanto que, con sus chillidos, las gaviotas confirmaban arriba del bote la creencia en la transmigración de las almas.

No, antes de que sea demasiado tarde quiero tumbarme una vez más de espaldas y contemplar las grandes nubes que cual enormes sacos de patatas venían siempre y en procesión regular del Putziger Wiek, pasaban arriba de nuestro bote y seguían en dirección sudeste, proporcionando cambios de luz y un fresco a largo de nube.

Nunca más -o sólo en aquella exposición que con mi ayuda el Padre Albán organizó hace un par de años en la sala de nuestro establecimiento: "Nuestros niños pintan el verano"- he vuelto a ver unas nubes tan bonitas, tan blancas y tan parecidas a sacos de patatas. Y por ello quiero preguntarme una vez más, antes de que la herrumbre abollada del bote se materialice: ¿Por qué yo? ¿Por qué no Schilling o Hotten Sonntag?

También hubiera podido mandar al bote a los de tercero o a Hotten Sonntag con Tula. O incluso hubiéramos podido ir todos juntos, con Tula entre nosotros, sobre todo por cuanto los de tercero, y en particular uno que debía estar emparentando con ella -ya que todos le llamaban el primo de Tula-, estaban locos por aquellos huesos. Pero es el caso que yo nadé solo, dejé que Schilling cuidara que nadie me siguiera, y nadé sin apresurarme. Yo, Pilenz -¿qué tiene que ver con ello mi nombre de pila?-, antiguo monaguillo que quería ser Dios sabe qué y soy ahora secretario de un establecimiento de asistencia, no puedo desprenderme del hechizo; leo a Bloy, los gnósticos, Böll, Friedrich Heer, e impresionado a menudo por las Confesiones del buen viejo Agustín, discuto durante noches enteras ante una taza de té demasiado negro la sangre de Jesucristo, la Trinidad y el sacramento de la Gracia con el Padre Albán, franciscano inteligente y creyente a medias, y le hablo de Mahlke y de la Virgen de Mahlke, de la ternilla de Mahlke y de la tía de éste, de la raya de Mahlke, de su agua azucarada, del gramófono, la blanca lechuza y el destornillador, de las borlas de lana, los botones fosforescentes y el gato y el ratón y mea culpa y de cómo el Gran Mahlke estaba sentado en el bote, y yo, sin apresurarme, fui nadando hacia él, unos ratos de pecho, otros de espalda, porque sólo yo era lo bastante amigo suyo, si es que con Mahlke se podía ser amigo, o me esforzaba en todo caso por serlo.

Pero, ¿por qué decir que me esforzaba, si lo cierto es que iba a su lado y al de sus atributos cambiantes del modo más natural y sin el menor esfuerzo? Si Mahlke me hubiera dicho en alguna ocasión: "Haz esto o aquello", no cabe duda de que lo hubiera hecho y aun más. Pero lo cierto es que Mahlke nunca dijo nada y aceptaba simplemente, sin palabra o signo alguno, que yo lo siguiera y fuera a buscarlo a la Osterzeile, no obstante el rodeo que eso representaba para mí, por el solo privilegio de poder ir a la escuela a su lado.

Y cuando él introdujo la moda de las borlas, yo fui el primero en seguirla y en ponérmelas en el cuello. Lo mismo que también llevé por algún tiempo, aunque sólo dentro de casa, un destornillador colgando de una cordonera.

Y si seguí luego prestando mis servicios de monaguillo al reverendo Gusewski, pese a que a partir del tercer año la fe y los demás supuestos ya se me hubieran ido, no fue sino para poder contemplar durante la comunión la garganta de Mahlke.

Y cuando después de las vacaciones de Pascua del cuarenta y dos -en el Mar de Coral tenían lugar en aquel entonces batallas navales con portaaviones- el Gran Mahlke se afeitó por primera vez, yo empecé también, dos días después, a raparme la barbilla, por más que no me asomara a la cara el menor vello.

Y si después de la conferencia del comandante de submarino, Mahlke me hubiera dicho: "Pilenz, ve y escamotéale aquello con la cinta", yo habría cogido del gancho la medalla y la cinta rojo-blanco-negra y te la hubiera guardado. Pero Mahlke cuidaba de sus asuntos por sí mismo, estaba acurrucado sobre el puente a la sombra y escuchaba los restos torturados de su música subacuática: Cavalleria rusticana -arriba gaviotas; el mar ora liso, ora rizado, ora agitado por breves olas; dos gruesos barcos en la rada; sombras de nubes; hacia Putzig una formación de botes ligeros: seis estelas, y entre ellas algunos barcos pesqueros- ya el bote hace gárgaras, nado lentamente de pecho, miro a otra parte, miro adelante, miro más allá, entre los restos de los ventiladores -¿cuántos eran exactamente?-, y antes de que mis manos se agarren a la herrumbre, te veo a ti, tal como te he estado viendo por espacio de quince años por lo menos: ¡a ti!; nado, me agarro de la herrumbre, y te veo a ti: el Gran Mahlke está acurrucado inmóvil a la sombra, el disco del sótano se atasca y va repitiendo el mismo pasaje, del que se ha enamorado, hasta que se le acaba la cuerda; las gaviotas se alejan, y tú llevas colgando del cuello el objeto con la cinta.

Se veía cómico, porque aparte de ello no llevaba puesto nada más. Estaba acurrucado, desnudo, en los huesos, bien tostado del sol, en la sombra. Sólo tenía iluminadas las rodillas. Su largo miembro semidespierto y los testículos aplanados sobre la herrumbre.

Las corvas le apretaban las manos. Su pelo, en mechones sobre las orejas, aunque partido siempre por el centro, no obstante el buceo. La cara; una expresión de redentor; y debajo, por toda prenda, la gran golosina, la enorme golosina, inmóvil, tres dedos abajo de la clavícula.

Por vez primera, la nuez, que según sigo suponiendo -y no obstante que él tuviera motores de repuesto- era al propio tiempo motor y freno de Mahlke, había hallado su contrapeso exacto. Dormía tranquilamente bajo la piel, y por cierto tiempo no tuvo necesidad de agitarse, porque aquello que la calmaba y la cruzaba armoniosamente tenía su historia, habiendo sido dibujado en 1813, época en que se cambiaba oro por hierro, por el buen viejo Schinkel, que sabía cómo atraer el ojo con un sentido clásico de la forma; pequeñas modificaciones de 1870 a 1871, pequeños retoques de 1914 a 1918, y ahora también.

Sin embargo, no tenía nada que ver con aquel Pour le mérite derivado de la Cruz de Malta, pese a que el engendro de Schinkel pasara por vez primera del pecho al cuello y preconizara la simetría como credo.

– ¡Hola, Pilenz! ¿Qué te parece? Buena pieza, ¿no?