– ¡Fantástica! Deja que la toque.
– Bien ganada, ¿eh?
– En seguida pensé que eras tú quien la había escamoteádo.
– ¿Cómo que escamoteado? Si me fue conferida ayer mismo porque del convoy de la ruta de Murmansk hundí cinco barrigudos y además un crucero de la clase Southampton…
Nos entregamos a aquel juego de sandeces, esforzándonos por hacer mutuamente gala de buen humor; bramamos todas las estrofas de la canción "Vamos contra Inglaterra" e inventamos otras nuevas, conforme a cuya letra, sin embargo, no eran buques tanques ni transportes de tropas lo que en ellas resultaba perforado por el centro, sino determinadas muchachas y maestras de la Escuela Superior Gudrún; sirviéndonos del hueco de las manos como altavoz, gangueamos comunicados oficiales con cifras de hundimientos en parte fantásticas y en parte obscenas, y con los puños y los talones golpeábamos a manera de tambor la cubierta del puente.
Y el bote retumbaba, traqueteaba, saltaban excrementos secos, volvían las gaviotas, botes ligeros entraban, deslizábanse en el cielo sobre nuestras cabezas bellas nubes blancas, ligeras como penachos de humo en el horizonte; un ir y venir, felicidad, centelleo; ni un solo pez fuera del agua, el tiempo propicio; y había que verlo saltar; pero no por lo de la garganta, sino porque se sentía lleno de vida y, por vez primera, un poco alocado, sin cara de redentor; se quitó la cosa del cuello, se sujetó los extremos de la cinta en los huesos de la cadera, mientras con las piernas y los hombros y la cabeza ladeada imitaba en forma asaz cómica, haciendo remilgos y no sin gracia, a una muchacha, aunque a ninguna en particular, dejó que la gran golosina metálica le bamboleara delante de los testículos y del miembro, atributos que, sin embargo, la orden apenas alcanzaba a ocultar en un tercio.
De paso -y mientras tu número de circo empezaba ya a atacarme los nervios- le pregunté si se proponía quedarse con la cosa, insinuando que lo mejor sería sin duda estibarla en su bodega, bajo el puente, entre la blanca lechuza, el gramófono y Pilsudski.
Pero el Gran Mahlke tenía otros planes, y los llevó adelante. Porque si Mahlke hubiera estibado la cosa bajo cubierta, o mejor, si yo no hubiera sido amigo de Mahlke, o mejor todavía, si las dos cosas a la vez, esto es: aquella cosa segura en la cabina de radio y yo sólo ligado a Mahlke superficialmente, por curiosidad o porque íbamos a la misma clase, yo no tendría ahora que escribir ni que decirle al Padre Albán: "¿Fue culpa mía que después Mahlke…?" Pero es el caso que escribo porque tengo que descargar mi conciencia.
Resulta agradable, sin duda, efectuar ejercicios sobre el blanco papel; pero, ¿de qué me sirven las nubes blancas, la brisa, los botes ligeros entrando puntualmente y una bandada de gaviotas actuando a manera de coro griego? ¿De qué me sirve toda la magia con la gramática? Aunque lo escribiera todo con minúsculas y sin puntuación, no tendría más remedio que decir: Mahlke no estibó aquella cosa en la cabina de radio del antiguo dragaminas polaco Rybitwa, no colgó el aparato entre el Mariscal Pilsudski y la Virgen Morena, ni arriba del gramófono moribundo y de la blanca lechuza en descomposición, sino que, con la golosina colgándole del cuello y mientras yo contaba las gaviotas, se limitó a hacer otra breve visita abajo de apenas media hora, se regodeó con la elegante orden ante su Virgen -de eso estoy seguro-, la volvió a subir a la luz a través de la escotilla de proa, se metió provisto de su collar en el taparrabo, nadó conmigo a un ritmo moderado de regreso al establecimiento de baños y, con el pedazo de hierro en la mano cerrada, se lo llevó, ocultándolo a los ojos de Schilling, Hotten Sonntag, Tula Pokriefke y los de tercero, a su caseta de la sección para caballeros.
Sólo a medias y de mala gana informé a Tula y a su séquito; desaparecí luego a mi vez en la caseta, me vestí rápidamente, y alcancé todavía a Mahlke en la parada de la línea 9.
Durante todo el trayecto traté de convencerlo de que, si había decidido hacerlo así, devolviera en todo caso la orden personalmente al teniente comandante, cuya dirección no había de resultar difícil de averiguar. Creo que no me escuchaba.
Ibamos de pie y apretujados en la última plataforma del tranvía. A nuestro alrededor el apiñamiento de un mediodía de domingo. Entre parada y parada abría él la mano, entre su camisa y la mía, y ambos mirábamos hacia abajo, hacia el severo metal oscuro y la cinta, mojada todavía y ajada. A la altura de la Hacienda de Saspe, Mahlke levantó provisionalmente la orden, pero sin colgársela, hasta delante del nudo de su corbatín, y trató de servirse de los cristales de la plataforma como espejo.
Durante la parada en espera del tranvía contrario miré por encima de una de sus orejas, del cementerio en ruinas de Saspe y de los pinos encorvados de la playa, en dirección del aeródromo, y tuve suerte: un grueso trimotor Ju 52 que aterrizaba pesadamente en aquel instante vino en mi ayuda.
Es probable, sin embargo, que la multitud dominguera del tranvía tampoco tuviera tiempo para fijarse en las exhibiciones del Gran Mahlke, ya que por encima de los bancos y de los líos de ropa había que luchar a gritos con niños de pecho a los que la fatiga de la playa hacía más pesados.
Sus llantos y berridos, estallando, calmándose, subiendo, bajando y pasando gradualmente al sueño, resonaban de la plataforma delantera a la de atrás y viceversa, sin hablar de los olores, capaces de agriar cualquier leche. Bajamos en la terminal del Brunshoferweg, y Mahlke dijo por encima del hombro que se proponía ir a interrumpir la siesta del director del Instituto, Dr. Waldemar Klohse; que quería ir solo y que tampoco tenía objeto el que yo lo esperara.
Klohse vivía -como era bien sabido- en la avenida de Baumbach. Lo acompañé todavía a lo largo del túnel embaldosado bajo el terraplén, y dejé luego que el Gran Mahlke se fuera solo: no parecía tener la menor prisa y caminaba más bien en un zigzag de ángulos obtusos.
Tenía cogidos los extremos de la cinta con el pulgar y el índice de la mano izquierda, y la cruz giraba en el aire y lo guiaba a manera de hélice propulsora hacia la avenida de Baumbach. ¡Funesto plan, funesto cumplimiento! Si al menos hubieras lanzado la cosa a lo alto de los tilos no habrían faltado allí, en aquel barrio residencial lleno de árboles frondosos, urracas bastantes para habérsela llevado a su escondrijo, junto a la cucharita de plata, el anillo y el broche, el montón de las baratijas.
El lunes, Mahlke no vino a la escuela. En la clase empezábase a rumorear. El profesor Brunies daba alemán. Chupaba como siempre las tabletas de Cebión que habría debido repartir entre los alumnos.
Tenía abierto ante sí a Eichendorff. Sus vetustas palabras nos llegaban desde la cátedra endulzadas y pegajosas. Primero unas páginas del Tunante, luego El rodezno, El anillito,
El juglar
– Partieron dos alegres viandantes
– Si hay un cervato al que prefieras
– Dormita un canto en cada cosa
– Viene una brisa azul y tibia.
De Mahlke, ni palabra.