Se me señaló mi lugar: quedé sentado en una de las cabeceras de la mesa, con vista hacia fuera, frente a Mahlke, que tenía la veranda detrás. A mi izquierda, iluminada lateralmente de modo que su cabello gris formaba rizos plateados, la tía de Mahlke; a mi derecha, iluminado su lado derecho pero con menor brillo por llevar el peinado más tieso. la madre de Mahlke. También los bordes de las orejas de él y el vello que los cubría, así como las puntas de sus trémulos mechones quebradizos, se dibujaban a la fría luz invernal, fría a pesar de que el cuarto estaba sobrecalentado.
Más que blanca brillaba la parte superior de su cuello a la Schiller, que le caía ampliamente sobre los hombros y se hacía gris hacia abajo: el pescuezo de Mahlke quedaba aplanado en la sombra. Las dos mujeres, huesudas, que habían nacido y crecido en el campo y no sabían bien qué hacer con las manos, hablaban mucho, pero nunca a la vez y siempre dirigiéndose a Joaquín Mahlke, inclusive cuando me hablaban a mí y me preguntaban por el estado de salud de mi madre.
A través de él, que hacía las veces de intérprete, las dos me dieron el pésame:
– Así que también su hermano Klaus se queda allá para siempre. Sólo lo conocía de vista, pero, qué mozo tan apuesto!
Mahlke dirigía la conversación con suavidad y firmeza a la vez. Las preguntas demasiado personales -mientras mi padre enviaba cartas desde el frente de Grecia, mi madre mantenía relaciones íntimas principalmente con suboficiales-, ese género de preguntas Mahlke las desviaba:
– Déjalo, tía.
En tiempos como éstos, en que todo está más o menos subvertido, ¿quién podría erigirse en juez? Además, eso no te concierne, mamá. Si papá viviera todavía, no le gustaría y no podrías hablar así.
Las dos mujeres le obedecían, a él o a aquel conductor de locomotora que él conjuraba discretamente y al que hacía imponer silencio así que madre y tía empezaban con los chismes.
También los comentarios sobre el frente -las dos confundían los teatros de operaciones de Rusia con los de África del Norte y decían El Alamein allí donde se trataba del Mar de Azov- arreglábaselas Mahlke, sin alzar la voz ni irritarse nunca, para enderezarlas por los cauces geográficos correctos:
– No, tía, esa batalla naval tuvo lugar en Guadalcanal y no en Carelia.
Sin embargo, la tía había dado la pauta, y nos enredamos todos en conjeturas acerca de los portaaviones japoneses y norteamericanos que habían participado y tal vez se habían hundido en Guadalcanal. Mahlke opinaba que unidades como el Hornet y el Wasp, cuyas quillas sólo habían sido puestas en 1939, lo mismo que el Ranger, habrían entrado entretanto en servicio y debían haber participado en el encuentro, porque lo que era el Saratoga o el Lexington, o tal vez ambos, podían considerarse como borrados ya de las listas de la flota.
Más incertidumbre imperaba todavía a propósito de los dos mayores portaaviones japoneses, el Akagi y el Kaga, este último decididamente demasiado lento. Mahlke sostenía puntos de vista atrevidos, diciendo que en el futuro sólo habría batallas entre portaaviones y que, por consiguiente, ya no valía la pena construir acorazados; porque el futuro, si es que volvía a haber otra guerra, era de las unidades ligeras y de los portaaviones. Y lo documentaba en detalle.
Las dos mujeres estaban pasmadas, y así que hubo recitado mecánicamente los nombres de los esploratori italianos, la tía dio con sus manos huesudas unas palmadas fuertes y resonantes; había en su entusiasmo algo de juvenil, y al hacerse en la estancia el silencio que siguió a su aplauso, empezó a juguetear con su pelo tratando de ocultar su confusión.
De la Escuela Superior Horst Wessel no se dijo ni una palabra. Casi me parece recordar que mientras nos levantábamos Mahlke aludió riendo a su antigua pesadilla -así la llamó- a propósito de su cuello, y volvió a repetir -con lo que madre y tía se unieron a nuestra risa- el cuento del gato: esta vez era Jürgen Kupka quien le ponía el animal en la garganta.
¡Si sólo supiera quién inventó la historia: si él, o yo, o el que aquí escribe! En todo caso -y de esto sí estoy seguro-, cuando me despedía de las dos mujeres, su madre me envolvió dos pedacitos del pastel de patata en papel de estraza.
En el corredor, al pie de la escalera que conducía al piso superior y a su bohardilla, Mahlke me explicó una foto que colgaba de la pared, al lado de la bolsa para los cepillos.
El largo de la foto apaisada lo llenaba una locomotora con su ténder de aspecto bastante moderno, de los que fueron Ferrocarriles Polacos: las letras PKP se distinguían claramente en dos lugares.
Delante de la máquina, diminutos pero dominantes, había dos hombres con los brazos cruzados. Y el Gran Mahlke dijo:
– Mi padre y el fogonero Labuda, poco antes del accidente en que perecieron en 1934 cerca de Dirschau.
Mi padre pudo evitar la catástrofe y recibió, con carácter póstumo, una medalla.
X
Al empezar el nuevo año quería tomar yo lecciones de violín -mi hermano había dejado uno-, pero nos hicieron auxiliares de la Luftwaffe, y hoy, pese a que el Padre Albán no se canse de aconsejármelo, es probable que sea ya demasiado tarde.
Y fue él también quien me animó a que contara lo del gato y el ratón:
– Siéntese no más, querido Pilenz, y escriba simplemente todo lo que se le ocurra.
Sin duda, sus primeros cuentos y ensayos poéticos recordaban mucho a Kafka, pero usted dispone, con todo, de un estilo propio: eche usted mano del violín o desahóguese escribiendo; por algo el Señor lo ha dotado a usted de talento.
Así pues, fuimos incorporados a la batería costera de Brösen-Glettkau, que funcionaba al propio tiempo como batería de entrenamiento, detrás de las dunas, de las matas marinas y del paseo de grava, en unas barracas que olían a alquitrán, a calcetines y a la fibra vegetal de los colchones.
Habría sin duda mucho que contar sobre la vida cotidiana de un alumno de instituto, sujeto por la mañana a la enseñanza tradicional de maestros canosos y a aprender, por la tarde, las instrucciones de un artillero y los secretos de la balística; sin embargo, no es mi historia la que ha de contarse aquí, ni la del vigor ingenuo y petulante de Hotten Sonntag, o la absolutamente banal de Winter.
Aquí sólo puede hablarse de ti, y Joaquín Mahlke nunca fue auxiliar de la Luftwaffe. De paso, y sin entrar en una prolongada conversación que empezara con el gato y el ratón, unos alumnos de la Escuela Superior Horst Wessel, que se entrenaban con nosotros en la batería costera de Brösen-Glettkau, nos proporcionaron nuevos datos: "Lo incorporaron poco después de Navidad al Servicio del Trabajo.
Le dieron el bachillerato de emergencia. No, además los exámenes nunca fueron problema para él. Era bastante mayor que nosotros.
Parece ser que su sección está en la Landa de Tuchel. ¿Si habrán de sacar turba? Parece que la cosa anda algo revuelta por allí: guerrilleros, etcétera".