En febrero fui a visitar a Esch en el hospital de la Luftwaffe de Oliva. Estaba internado con una fractura de clavícula y pedía cigarrillos. Le di algunos y él me ofreció un licor pegajoso.
No me entretuve mucho. Para ir a la parada del tranvía hice un rodeo por el Parque del Castillo. Quería ver si existía todavía la antigua Gruta de los Susurros.
Allí estaba, efectivamente, y unos Cazadores Alpinos convalecientes la estaban probando con algunas enfermeras. Susurraban junto a la piedra porosa por ambos lados, reían bajito, susurraban y volvían a reír. Yo no tenía con quién susurrar, y así, con alguna idea en la cabeza, tomé por una avenida en forma de túnel, cerrada arriba por un ramaje seco, sin pájaros y posiblemente espinoso, que llevaba directamente del estanque del Parque a la Calzada de Zopot y se iba estrechando de modo alarmante.
Y en esto, después de cruzarme con dos enfermeras que conducían a un teniente que cojeaba, reía y cojeaba, y después de dos abuelas y un niño de unos tres años que no quería verse identificado con las abuelas sino que llevaba un tambor de juguete, aunque sin tocarlo, me vino al encuentro surgiendo de la zarza gris del túnel color de febrero, otra cosa que se fue agrandando: me topé con Mahlke. El encuentro nos turbó a los dos.
Además, el toparse en semejante avenida, sin caminos laterales y hasta enmarañada por arriba, producía un sentimiento que iba de lo solemne a lo angustioso. Fue el destino o la fantasía rococó de un arquitecto francés de jardines lo que nos hizo encontrarnos, y aún hoy evito invariablemente los jardines dispuestos sin escapatoria posible conforme al espíritu del buen Le Nôtre.
Por supuesto, nos hablamos en seguida, pero sin lograr quitar la vista, por mi parte, de lo que él llevaba puesto en la cabeza; porque el sombrero de Servicio del Trabajo era, aunque el que lo llevara no fuera Mahlke, incomparablemente feo: formaba un bulto alto y desproporcionado arriba de las alas, tenia el color de excrementos desecados, y aunque tuviera arriba el surco central a la manera de los sombreros civiles, los dos gajos quedaban demasiado cerca uno de otro, se juntaban y daban aquella raya plástica que había valido al sombrero del Servicio del Trabajo el mote de "culo con asidero".
En la cabeza de Mahlke dicho sombrero producía una impresión particularmente lastimosa, ya que su raya central, aunque sacrificada en aras del servicio, resultaba en esta forma pintorescamente exagerada. Y así estábamos uno frente a otro como sobre agujas, entre espinas y bajo espinas, y además volvió ahora aquel rapaz sin las abuelas, pero tocando el tambor; describió a nuestro alrededor un semicírculo sonoro de dejo mágico, y desapareció finalmente con su ruido en la estrechez de la avenida.
Nos despedimos apresuradamente luego que Mahlke hubo contestado apenas y de mala gala mis preguntas acerca de las luchas de guerrilleros en la Landa de Tuchel, del rancho en el Servicio del Trabajo y de si había o no acantonadas cerca de ellos muchachas del Servicio Femenino.
Quería saber también lo que lo traía a Oliva y si había visitado ya al reverendo Gusewski. Me enteré de que en el Servicio del Trabajo el rancho era aceptable, pero que no había por allí ni asomo de muchachas del Servicio Femenino.
En cuanto a los rumores a propósito de las luchas con los guerrilleros, él los consideraba exagerados, aunque no enteramente desprovistos de fundamento. Había venido a Oliva comisionado por su jefe para buscar unos repuestos: misión oficial, dos días de permiso. -A Gusewski le he hablado un momento esta mañana, en seguida de la misa. -Y a continuación, un gesto malhumorado:
– ¡Será siempre el mismo, pase lo que pase!
Y la distancia entre nosotros se agrandó, porque íbamos ya caminando. No, no me volví para verlo. ¿Increíble? En cambio, si dijera: "Mahlke no se volvió para verme" no sorprendería a nadie.
Tuve que mirar atrás varias veces, porque nadie acudió a ayudarme, ni siquiera el rapazuelo con su juguete sonoro. Y luego dejé de verte, según mis cálculos, por más de un año. Pero no verte no significaba ni significa en modo alguno poder olvidaros, a ti y a tu esforzada simetría.
Además, quedan los vestigios, y si veía un gato, fuera éste gris, negro o manchado, al punto me venía a la memoria el ratón; ello no obstante, seguía practicando el titubeo, sin acertar a decidir si había que proteger al ratón, o bien aguijonear al gato hacia la presa. Hasta el verano permanecimos en la batería costera: jugamos innumerables partidos de pelota, y los domingos nos revolcábamos en los cardos de las dunas, cada cual según sus habilidades, siempre con las mismas muchachas y las hermanas de las mismas muchachas. Yo fui el único que no logró nada, y hasta el presente no he conseguido todavía desprenderme de esa mi falta de decisión y del hábito de hacer reflexiones irónicas acerca de mi debilidad. ¿Qué más había? Reparto de pastillas de menta, aleccionamientos en materia de enfermedades venéreas, por la mañana Hermann y Dorotea, por la tarde el fusil 98-K, correo, mermelada de cuatro frutas, concursos de canto.
En ocasiones, cuando teníamos libre, nadábamos también hasta nuestro bote, en donde encontrábamos invariablemente bandas de la nueva promoción de cuarto año, nos fastidiábamos, y no alcanzábamos a comprender, al nadar de regreso, qué fue lo que durante tres veranos nos había atado a aquel casco cubierto de excrementos de gaviota.
Más adelante fuimos transferidos a la batería de ocho coma ocho, de Pelonken, y luego a la del Zigankenberg. Tuvimos alarma tres o cuatro veces y nuestra batería participó en el derribo de un bombardero cuatrimotor. Por espacio de varias semanas se discutió en las oficinas militares a propósito de aquel blanco casual. Y entretanto, pastillas, Hermann y Dorotea y saludos al pasar.
Antes que yo mismo, ya que se habían presentado como voluntarios, fueron al Servicio del Trabajo Hotten Sonntag y Esch. Por mi parte, vacilando como siempre e indeciso a propósito del arma, había dejado pasar el término. En febrero del cuarenta y dos pasé, dentro de nuestra barraca de enseñanza y con una buena mitad de nuestra clase, un bachillerato prácticamente normal, no tardé en ser llamado a mi vez al Servicio del Trabajo, fui dado de baja en los auxiliares de la Luftwaffe y, comoquiera que disponía todavía de quince días y quería pasar algo más que el bachillerato, traté de posarme sobre algo.
¿Sobre quién sino sobre Tula Pokriefke, que contaba a la sazón dieciséis años o más y era prácticamente accesible a todos? Pero no tuve suerte, ni tampoco logré nada con la hermana de Hotten Sonntag. Así las cosas -consolábanme las cartas de una de mis primas, que había sido evacuada a Silesia con toda la familia debido a la destrucción total de su casa durante un bombardeo-, hice una visita de despedida al reverendo Gusewski, le prometí servirle de monaguillo durante los permisos que esperaba obtener, y recibí de él, aparte de un nuevo misal, un crucifijo de metal confeccionado especialmente para los reclutas católicos.