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Al principio, el tal Mahlke, que así se llamaba, se negó; no en un plan violento, no, sino con mucha calma, al contrario, invocando el reglamento y demás.

Entonces el jefe lo tomó por su cuenta, hasta que no sabía ya ni dónde tenía las posaderas, y luego por dos días a sacar miel de la letrina. Tuve que ducharlo con la manguera, desde lejos por supuesto, porque los muchachos no lo querían dejar entrar en el lavadero; al fin cedió y se fue con unos tablones y los utensilios necesarios, pero lo que es conejos… Con todo, hubo de trabajar bien con la vieja, porque ésta pidió que se lo mandaran por más de una semana para cuidarle el jardín.

Y el tal Mahlke se iba todas las mañanas y no regresaba hasta el atardecer, para la revista. Y no fue sino al ver que la conejera no avanzaba y no avanzaba cuando el jefe se dio cuenta. No sé si los sorprendió en cueros, ya sea sobre la mesa de la cocina o en la cama, bien calentitos, como papá y mamá, pero lo que es seguro es que al ver el aparato del Mahlke de marras hubo de quedarse patidifuso, aunque desde luego que en la sección no dijo ni pío.

Y en el acto empezó a mandarlo cada dos por tres a Oliva o a Oxhöft, a buscar repuestos, decía, pero en realidad la que quería era alejar lo más posible del campamento al macho con su verga. Claro que la jamona del jefe debía de ser de armas tomar, ya que, en fin, lo que pasa. Y aún hoy nos llegan de vez en cuando rumores de la oficina de ordenanzas: parece ser que se siguen escribiendo.

Yo creo que detrás de todo ello tuvo que haber algo más, sino que nunca se llega a saber el todo de las cosas. Por lo demás, ese mismo Mahlke, y eso lo presencié yo con mis propios ojos, descubrió él solo, junto a Gross-Bislaw, un depósito subterráneo de municiones de los guerrilleros. Algo extraordinario, también. Tratábase, en efecto, de un estanque común y corriente, como los hay tantos por aquí.

Habíamos salido, en parte a trabajar y en parte a explorar, y hacía ya como media hora que estábamos tendidos al borde del estanque. Y Mahlke mira que mira, y de pronto: "Un momento, aquí hay algo". Bueno, el sargento, ¿cómo se llamaba?, que empieza a bromearle, y nosotros también, pero al fin que lo deja. Y Mahlke que se quita la ropa en un segundo y se mete en el charco.

Y ¿qué os decía?, ya a la cuarta zambullida encuentra en el centro mismo del estanque, apenas cincuenta centímetros abajo de la superficie, la entrada de un depósito ultramoderno de hormigón, con un montacargas hidráulico y todo, que se podía hacer subir fuera del agua. No os digo más sino que nos llevamos cuatro camiones repletos, y el jefe hubo de citarlo al frente de todo el batallón.

Y parece ser que, pese a lo de la vieja, hasta lo recomendó para una condecoracioncita. Se la enviamos al frente, porque para entonces ya se había ido. Quería ir a los tanques, si es que lo admitieron. De momento no dije nada. También Winter, Jürgen Kupka y Bansemer callaban siempre que se hablaba de Mahlke. A veces, cuando pasábamos frente a las casas de los oficiales, a la hora del rancho o al salir de servicio al campo, cambiábamos los cuatro, al ver que la segunda de la izquierda seguía sin conejera, una mirada rápida.

O bien, si entre la hierba verde y ligeramente ondulante del prado percibíamos un gato inmóvil al acecho, nos entendíamos también con sólo mirarnos, convirtiéndonos así en una especie de grupo secreto, pese a que Winter y Kupka, y no digamos ya Bansemer, me eran bastante indiferentes.

Apenas cuatro semanas antes de que nos dieran de baja -estábamos constantemente de servicio contra los guerrilleros, aunque no capturamos a ninguno ni tampoco tuvimos bajas-, o sea, pues, en un tiempo en que prácticamente no llegábamos a quitarnos la ropa de encima, empezaron a circular los rumores. Aquel cabo que había entregado el uniforme a Mahlke y lo había llevado a despiojar trajo las noticias de la oficina:

– En primer lugar, se ha recibido otra carta de Mahlke para la vieja del antiguo jefe.

Se la ha hecho seguir a Francia. En segundo lugar, hay un cuestionario acerca de Mahlke que viene de las más altas instancias. Se está estudiando. En tercer lugar, y esto os lo digo yo: el tal Mahlke lo llevaba dentro desde el principio.

Pero, ¡caray, en tan poco tiempo! Bueno, la cosa es que antes, por mucho que te doliera la garganta, tenías que ser oficial para que te pusieran la bufanda, mientras que ahora, en cambio, el grado ya no cuenta para nada. Seguramente será el más joven. Cuando me lo imagino, ¡con aquellas orejas!… Aquí fue cuando las palabras empezaron a salirme de la boca. Y luego a Winter. También Jürgen Kupka y Bansemer metieron su cuchara.

– Ese Mahlke, sabe usted, hace tiempo que lo conocemos.

– Ya lo teníamos en la escuela.

– A él la garganta le ha dolido siempre, desde antes de los catorce años,

– Y la cosa con el teniente comandante, ¿recuerdas?, cuando durante la lección de gimnasia le escamoteó del gancho el aparato junto con la cinta.

– Eso fue así…

– No, no, hay que empezar con lo del gramófono.

– Y las latas de conservas, ¿o es que eso no cuenta? Al principio llevaba siempre un destornillador…

– ¡Un momento, un momento! Si quieres empezar desde el principio, has de empezar con el campeonato de pelota en la Plaza Heinrich Ehler.

Aquello fue así: estamos tendidos sobre la hierba y Mahlke duerme. En esto, un gato gris viene a través del prado y se va derechito al cuello de Mahlke. Y al ver el gato su nuez, cree que aquello que se mueve es un ratón, y pega el brinco…

– ¡Qué va! Fue Pilenz quien cogió al gato y se lo… ¿acaso no?

Dos días después nos lo confirmaron oficialmente. Se comunicó al batallón al pasar la revista de la mañana: Un an tiguo miembro del Servicio del Trabajo de la sección Tuchel-Norte ha destruido, primero como simple soldado y luego como suboficial y comandante de tanques, dando pruebas de un arrojo singular y en un lugar estratégicamente importante, tantos y cuantos tanques rusos, y además, etcétera, etcétera.

Empezábamos ya a entregar la ropa, pues nos iban a dar de baja, cuando recibí de mi madre un recorte del Centinela. Y en él se decía en letra impresa: Un hijo de nuestra ciudad ha destruido, primero como simple soldado y luego como suboficial y comandante de tanques, dando pruebas de un arrojo singular, etcétera, etcétera.

XII

Margal de cantos rodados, arena, el tremedal centelleante, matas, grupos de pinos en fuga, estanques, granadas de mano, percas, nubes arriba de abedules, guerrilleros detrás de la retama, enebro, más enebro, el viejecito Löns -que era de por allí- y el cine de Tuchel; todo quedó atrás. No me llevé más que mi maleta de cuero de imitación y un manojo de brezo seco. Pero ya durante el viaje, cuando pasado Karthaus hube echado la hierba a la vía, en todas las estaciones suburbanas y luego en la Estación Central, frente a las taquillas, entre la multitud de los soldados que venían del frente con licencia, a la entrada de la oficina de control militar y en el tranvía de Langfuhr empecé de modo absurdo pero obstinado a buscar a Mahlke.