Me sentía ridículo y en evidencia en mi ropa civil de escolar y no me fui a casa -¡para lo que en ella me esperaba!-, sino que me bajé en la parada del Salón de los Deportes, que queda cerca de nuestro viejo Instituto. Dejé la maleta al bedel, no le pregunté nada, porque estaba absolutamente seguro, sino que me lancé por la escalera de granito subiendo los peldaños de tres en tres.
No es que esperara encontrármelo en el aula, que tenía las puertas de par en par, aunque no había allí más que las mujeres que cuidaban normalmente de la limpieza y que estaban en aquel momento poniendo los bancos en uno de los lados y enjabonando la madera quién sabe para quién. Tomé a la izquierda: macizas columnas de granito, para refresco de frentes ardientes.
La placa conmemorativa de mármol dedicada a los muertos de las dos guerras, con un buen hueco todavía. Lessing en su nicho. En todas las clases se trabajaba normalmente, pues los corredores estaban desiertos, con excepción de un alumno de tercer año y de piernas esqueléticas que llevaba un mapa enrollado a través de aquel hedor octogonal que penetraba hasta el más recóndito rincón. 3a, 3b, sala de dibujo, 5a, la vitrina con los animales disecados… ¿qué había ahora allí? Un gato, por supuesto.
Pero, ¿dónde estaba el ratón febril? Más allá de la sala de conferencias. Y cuando el corredor dijo amén, allí estaba él, con la clara ventana frontal a la espalda, entre la secretaría y la dirección: él, el Gran Mahlke, pero sin ratón, porque llevaba en el cuello el singular objeto, el abretesésamo, el magneto, lo contrario de una cebolla, el trébol galvanizado de cuatro hojas, el engendro del buen viejo Schinkel, la golosina, el aparato, la cosa cosa cosa, el no quiero hablar de eso. ¿Y el ratón?
Dormía, invernaba en pleno junio. Dormitaba debajo de una gruesa manta: Mahlke había engordado. No porque nadie, el destino o algún autor, lo hubiera eliminado o tachado, a la manera como Racine tachara la rata de su blasón y sólo tolerara el cisne. El ratón seguía siendo el animal heráldico y se movía en sueños cuando Mahlke tragaba, porque, por mucho que lo hubieran condecorado, el Gran Mahlke tenía que seguir tragando de vez en cuando.
¿Qué traza tenía? Ya dije que la actividad del frente te había hecho engordar como el grueso de dos hojas de papel secante. Estabas medio reclinado y medio sentado en la tabla blanca barnizada de la ventana. Como todos los que servían en los tanques, llevabas aquel uniforme de fantasía, cuadriculado a lo bandolero, mezcla de pedazos negros y verdegrises: un pantalón bombacho gris ocultaba la caña de las botas negras y relucientes.
Una guerrera negra de cazador de tanques, ceñida, que te apretaba y te formaba arrugas en los sobacos -porque tus brazos estaban separados del cuerpo, como dos asas-, y era bonita sin embargo, te hacía parecer esbelto no obstante el par de libras que habías engordado. Sobre la guerrera no llevabas condecoración alguna, y sin embargo tenías ambas Cruces e inclusive algo más, aunque ninguna medalla por heridas en el frente: como que la protección de la Virgen te hacía a prueba de balas. Se comprende, por lo demás, que faltaran del pecho todos los accesorios susceptibles de distraer la atención respecto del nuevo centro de todas las miradas.
Del cinturón, usado y negligentemente lustrado, sólo sobresalía hacia abajo como un palmo de tela: así de cortas eran las guerreras de los cazadores de tanques, a las que por lo demás llamaban chaquetas de mono. Si con la ayuda de aquella pistola que te colgaba muy atrás, casi sobre el trasero, el correaje trataba de desvirtuar la rigidez de tu porte haciéndolo oblicuo y osado, la gorra gris, en cambio, la llevabas estrictamente horizontal, sin esa inclinación hacia la derecha de moda entonces como ahora, y recordaba, con su surco en rectángulo, tu gusto por la simetría, como lo había hecho en tus años de escolar y buceador, cuando aspirabas a ser payaso, la raya central de tu peinado.
Por otra parte, ya desde antes y luego de que te curaran los dolores crónicos de la garganta con un pedazo de metal, no llevabas aquella cabellera de redentor. Te habían impuesto o te habías impuesto tú mismo el ridículo corte de cepillo que adornaba entonces al recluta y confiere hoy a los intelectuales con pipa su aire de ascetismo moderno.
Y sin embargo, conservabas la cara de redentor; el águila majestuosa de tu gorra inexorablemente derecha extendía sus alas sobre tu frente, como si fuera la paloma del Espíritu Santo. Tu piel delgada y sensible a la luz. Los granos en tu carnosa nariz. Bajos los párpados superiores, atravesados por venitas rojizas. Y cuando llegué sin aliento ante ti, con el gato disecado detrás, en su vitrina, apenas se te agrandaron los ojos.
Primer sondeo humorístico:
– ¡Buenos días, suboficial Mahlke!
– Éxito fallido.
– Espero aquí a Klohse. Está dando matemáticas en algunas de las clases.
– ¡Claro! ¡Lo que se va a alegrar!
– Quiero hablarle acerca de la conferencia.
– ¿Estuviste ya en el aula?
– Tengo ya preparada la conferencia en todos sus detalles.
– ¿Viste a las mujeres de la limpieza? Están enjabonando ya los bancos.
– Echaré luego una ojeada con Klohse y veremos cómo quedan las sillas en la tarima,
– ¡Lo que se va a alegrar!
– Insistiré en que la conferencia sea sólo para los alumnos del cuarto año en adelante.
– ¿Ya sabe Klohse que lo estás esperando?
– La señorita Hersching, de la secretaría, se lo ha comunicado.
– ¡Claro! ¡Lo que se va a alegrar!
– Será una conferencia muy breve, pero concentrada.
– Bueno, hombre, cuenta un poco cómo lo has conseguido, y en tan poco tiempo.
– Paciencia, querido Pilenz, en mi conferencia trataré de todos los problemas relacionados con la condecoración.
– ¡Hombre, sí que se va a alegrar Klohse!
– Le pediré que ni me introduzca ni me presente.
– ¿Y Mallenbrandt?
– Puede anunciar la conferencia el bedel, y basta.
– ¡Hombre, sí que…!
El timbre retumbó de un piso a otro y puso fin a todas las clases del instituto. Sólo en ese momento fue cuando Mahlke abrió completamente ambos ojos. Unas pocas pestañas, escasamente separadas unas de otras.