Su actitud había de dar la impresión de relajamiento, pero estaba listo para el salto. Inquieto por algo que parecía venir de atrás, me volví hacia la vitrina: no era un gato gris, sino más bien un gato negro el que se deslizaba hacia nosotros sobre sus patas blancas y nos mostraba su babero blanco. Los gatos disecados se deslizan de modo más real que los vivos. En una tarjeta de cartón se leía en bella caligrafía: Gato doméstico.
Viendo que después del timbre se había hecho el silencio y que el ratón se despertaba y el gato iba adquiriendo cada vez mayor importancia, me puse a mirar a la ventana e hice un par de chistes; dije asimismo algo acerca de su madre y de su tía, hablé, para animarlo, de su padre, de la locomotora de su padre, de la muerte de su padre en Dirschau y de la medalla del valor concedida a su padre con carácter póstumo:
– ¡Cómo se alegraría tu padre, si viviera!
Pero antes de que hubiera yo acabado de conjurar al padre y de tranquilizar al ratón respecto del gato, el director Waldemar Klohse se introdujo con voz firme y sonora entre nosotros.
Klohse no pronunció una sola palabra de felicitación, ni dijo "suboficial y portador del abretesésamo", o "señor Mahlke, me alegro mucho", sino que, como de paso y después que hubo manifestado especial interés por mi estancia en el Servicio del Trabajo y por las bellezas naturales de la Landa de Tuchel -allí se formó Löns, ¿recuerdas?-, lanzó sobre la gorra de Mahlke unas cuantas palabritas aseadas:
– Ve usted, Mahlke, después de todo lo ha logrado usted. ¿Ha ido ya a la Escuela Superior Horst Wessel? Mi estimado colega, el señor director doctor Wendt, se alegrará mucho. Supongo que no dejará usted de dar a sus antiguos condiscípulos una pequeña conferencia encaminada a fortalecer la fe en nuestras armas. ¿Quiere usted hacerme el favor de pasar un momento a mi despacho?
Y el Gran Mahlke, con los brazos en arco a manera de asas, siguió al director Klohse al despacho de la dirección, y al llegar a la puerta se quitó la gorra, dejando al descubierto su peinado descuidado: el bulto del cogote. Un alumno en uniforme camino de una solemne entrevista cuyo resultado no esperé, no obstante mi interés por saber lo que el ratón, ya muy despierto y emprendedor, le diría después a aquel gato disecado, sin duda, pero que seguía deslizándose.
¡Miserable triunfo! Una vez más sacaba yo ventaja. Bueno, espera y verás. Pero él no podrá ni querrá ni podrá ceder. Le echaré una mano. Puedo hablar con Klohse. Buscaré palabras que le vayan derecho al corazón. Lástima que se llevaran a Papá Brunies a Sutthof. Con su Eichendorff en el bolsillo, habría podido ayudarlo. Pero a Mahlke no había quien pudiera ayudarlo. Tal vez si yo hubiera hablado con Klohse. Así lo hice: por espacio de media hora me dejé echar palabras mentoladas a la cara, para acabar en una lamentable retirada: -Conforme a los criterios humanos, es probable que tenga usted razón, señor director. Pero, ¿es que teniendo en cuenta, quiero decir, en este caso particular, no se podría tal vez? Por una parte lo comprendo a usted perfectamente.
El factor incontrovertible: la disciplina del establecimiento. Lo que se ha hecho una vez no puede deshacerse, pero, por otra parte, como perdió tan tempranamente a su padre… Hablé también con el reverendo Gusewski, y con Tula Pokriefke, para que ella hablara a Störtebeker y su banda.
Fui a ver a mi antiguo jefe de grupo de la Nueva Promoción. A resultas de Creta, tenía una pierna de madera, estaba sentado detrás de un escritorio en la dirección regional de la Winterplatz, se entusiasmó con mi propuesta y se puso a echar pestes contra los maestros:
– ¡Claro que lo haremos! Que venga a verme, ese Mahlke. Lo recuerdo vagamente. ¿No fue él quien? Bueno, eso es otro cuento.
Convocaré a todos los que pueda. Inclusive la Federación de Muchachas Alemanas y la Asociación Femenina. Organizaré una sala frente a la Administración de Correos, con trescientos cincuenta asientos… Y el reverendo Gusewski quería reunir en su sacristía, ya que no disponía de otra sala pública, a las damas de la parroquia y a una docena de trabajadores católicos. -Para que la conferencia encaje en el marco eclesiástico -propuso el reverendo Gusewski-, su amigo podría tal vez empezar con algo sobre San Jorge y terminar señalando la eficacia y la fuerza de la plegaria en los momentos de grandes peligros y calamidad. -Daba por descontado un gran éxito.
Lo mismo con aquel sótano que los adolescentes de Störtebeker y de Tula Pokriefke querían poner a disposición de Mahlke.
Un tal Rennwand, al que yo conocía ya superficialmente -era monaguillo en la iglesia del Sagrado Corazón- me fue presentado por Tula, hizo una serie de alusiones misteriosas y dijo que le extenderían a Mahlke un salvoconducto, pero que tendría que depositar su pistola:
– Por supuesto, si viene tendremos que vendarle los ojos.
Y tendrá también que firmar una declaración jurada comprometiéndose a no delatarnos, etc.; meros formalismos, claro. Por supuesto, pagamos bien. Ya sea en dinero o en relojes del ejército. Tampoco nosotros hacemos nada gratis. Pero Mahlke no aceptó ni lo uno ni lo otro, ni que se le pagara. Traté de picarlo:
– ¿Qué quieres, pues? Nada te parece bastante. ¿Por qué no vas a Tuchel-Norte? Allí hay ahora otra quinta. El cabo de inspección y el cocinero jefe te conocen ya de antes y se alegrarán sin duda alguna si te presentas allí y les das una conferencia.
Mahlke escuchaba todas las propuestas con calma y aun sonriendo ocasionalmente, aprobaba can la cabeza, hacía preguntas concretas acerca de la organización de los actos planeados, pero, cuando ya nada parecía oponerse al proyecto en consideración, acababa rechazándolo todo en forma brusca y malhumorada, incluso una invitación de la dirección regional del Partido; porque desde el principio no había tenido más que un solo objetivo: el aula de nuestra escuela. Quería aparecer en aquella luz cuajada de polvo que se filtraba por los ventanales neogóticos.
Quería hablar ante el hedor de los trescientos escolares que ventoseaban sonora o silenciosamente. Quería tener a su alrededor y detrás las bruñidas cabezas de sus antiguos maestros. Quería tener frente a sí, al otro extremo del aula, el retrato al óleo que mostraba, lechoso e inmortal bajo un espeso barniz, al fundador del Instituto, Barón de Conradi.
Quería entrar en el aula por una de las puertas de dos hojas, pardas de viejas, y salir por la otra después de un breve discurso posiblemente intencionado; pero allí estaba Klohse con sus pantalones a cuadritos y ante ambas puertas a la vez: "Como soldado debería usted saberlo, Mahlke. No, esas mujeres enjabonaban los bancos sin motivo especial, y, en todo caso, no para usted, no para su discurso.
Por muy ingenioso que sea su plan, no se puede llevar a cabo: mucha gente, reténgalo bien, se desvela toda su vida por tener ricas alfombras, y sin embargo muere sobre las rudas planchas del piso. Aprenda usted a renunciar, Mahlke".
Y Klohse cedió un poco, convocó una conferencia, y la conferencia decidió, de acuerdo con el director de la Escuela Superior, Horst Wesseclass="underline" "La disciplina del establecimiento exige que…" Y Klohse se hizo confirmar por el Consejo Superior de Enseñanza que un antiguo alumno cuyos antecedentes, incluso si, o precisamente habida cuenta de la gravedad de la situación, aunque sin atribuir al asunto en cuestión, con todo, una importancia exagerada, mayormente por cuanto el caso de referencia quedaba ya bastante atrás, no obstante y debido a carecer el mismo de precedente, los claustros de ambos Institutos habían llegado al acuerdo de que…