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– Pero entiéndelo, es evidente que no me puedo dejar ver en la Osterzeile. Si a estas horas no están allí ya, es seguro que no tardarán mucho, ¿no podría quedarme un par de días en vuestro sótano?

Tampoco con esto quise tener nada que ver:

– Escóndete en cualquier otro sitio. Tenéis parientes en el campo, ¿no?, o bien en casa de la Pokriefke, o en el cobertizo de la ebanistería de su tío… o en el bote.

La palabra surtió su efecto. Cierto que Mahlke dijo todavía:

– ¿Con este cochino tiempo? -pero, en realidad, ya todo estaba decidido: por más que yo me negara obstinadamente y con abundantes razones a acompañarlo al bote y hablara a mi vez del cochino tiempo, es evidente que ya empezaba a vislumbrarse que tendría que hacerlo: la lluvia une.

Tardamos más de una hora en hacer el viaje de Neuschottland a Schellmühl y regreso, y luego otra vez el largo Posadowskiweg arriba. Nos resguardamos un par de veces por lo menos bajo las columnas anunciadoras, llenas siempre todo alrededor de los mismos carteles contra el robo de carbón y el despilfarro, y proseguimos luego la carrera.

Desde la entrada principal del Hospital Municipal para Mujeres percibimos ya el escenario familiar: detrás del terraplén del tren y de los copudos castaños se asomaban el tejado de dos vertientes y el campanario del Instituto, el cual, pese a los años, seguía manteniéndose incólume; pero él no miraba hacia allí, o veía otra cosa.

Luego esperamos media hora, con tres o cuatro alumnos de la escuela pública, bajo el techo sonoro, de lámina, de la caseta de la parada de la Reichsholonie.

Los muchachos practicaban el boxeo y se empujaban unos a otros fuera del banco. Mahlke les volvía la espalda, pero de nada le sirvió.

Dos de ellos se nos acercaron con los cuadernos abiertos y dijeron algo en dialecto cerrado, y yo les pregunté:

– ¿Es que no tenéis escuela?

– Sí, pero sólo a las nueve, si es que vamos.

– Está bien, pero daos prisa.

Mahlke escribió en la última página de ambos cuadernos y en la primera línea de arriba, a la izquierda, su nombre y grado. Pero los muchachos no se dieron por satisfechos, sino que querían que anotara también el número exacto de los tanques destruidos, y Mahlke condescendió: escribió, como si llenara giros postales, primero en cifras y luego con letras, y con mi pluma hubo de repetir el verso en otros dos cuadernos más. Estaba ya a punto de tomarle la pluma cuando uno de los muchachos quiso saber todavía:

– ¿En dónde los voló usted, en Byelogrado o en Zhitomir?

Mahlke hubiera debido asentir simplemente con la cabeza y nos habrían dejado en paz. Pero en lugar de eso susurró con voz empañada:

– No, muchachos, la mayoría de ellos en la región de Kovel-Brody-Brezany. Y en abril, cuando desbaratamos el Primer Ejército Motorizado junto a Buczacz. Tuve que volver a destornillar mi pluma, porque los muchachos querían tenerlo todo por escrito, y silbaron para que vinieran a la caseta otros dos escolares que estaban afuera, bajo la lluvia. Seguía sirviendo de escritorio la misma espalda de muchacho.

Su dueño quería enderezarse y presentar también su cuaderno, pero los demás no lo dejaron: alguien tenía que sacrificarse. Y Mahlke, con escritura cada vez más temblorosa -aparte de que volvía a salirle el sudor por los poros-, hubo de escribir Kovel y Brody-Brezany, Cerkassy y Buczacz. Era un disparadero de preguntas de aquellas relucientes caras pringosas:

– ¿Estuvo usted también en Krivoi Rog?

Todas las bocas abiertas. En todas faltaban dientes. Los ojos, del abuelo paterno. Las orejas, en cambio, de la madre. Pero todos con sus agujeros de la nariz.

– Y ¿adónde lo van a transferir ahora?

– No seas tonto, ¿no sabes que eso no lo puede decir? ¿Por qué preguntas?

– Apuesto a que va a tomar parte en la invasión.

– No, a éste lo guardan para después de la guerra.

– Pregúntale si ha estado también en el CG del Führer.

– ¿Estuviste, tío?

– Idiota, ¿no ves que es un suboficial?

– ¿No lleva usted de casualidad alguna foto suya encima?

– Es que las coleccionamos, ¿sabe usted?

– ¿Cuánto tiempo tiene usted todavía de licencia?

– Sí, ¿cuánto tiempo?

– ¿Estará aquí mañana todavía?

– ¿O cuándo termina su licencia?

Mahlke se abrió paso por entre las mochilas. Mi pluma se quedó en la caseta. Carrera de resistencia en pleno diluvio.

Hombro con hombro saltando charcos: la lluvia une. Sólo pasado el Estadio nos deshicimos de ellos.

Siguieron gritando todavía por algún tiempo y no fueron a la escuela. Todavía a la fecha tratan de devolverme la pluma.

Entre los huertos suburbanos atrás de Neuschottland tratamos de recobrar el aliento.

Yo estaba furioso y mi cólera iba en aumento. Con índice acusador señalé la maldita golosina, y Mahlke se la quitó rápidamente del cuello. También ella pendía, corno antes el destornillador, de una cordonera. Mahlke me la quiso dar, pero decliné:

– No, gracias: ¡para lo que sirve!

Sin embargo, no arrojó el hierro a los matorrales; tenía un bolsillo en la parte trasera del pantalón. ¿Cómo iba a salir de allí? Las grosellas estaban verdes; Mahlke empezó a cogerlas con las dos manos.

Mi pretexto buscaba palabras. El comía y escupía los pellejos.

– Espérame aquí como media hora. No tienes más remedio que llevarte algunas provisiones, porque si no, no vas a poder aguantar mucho en el bote.

Si Mahlke hubiera dicho: "Bueno, pero vuelve", es seguro que yo me habría escabullido. Pero sólo dijo que sí con la cabeza. Con los diez dedos siguió cosechando por entre las tablas del vallado en las matas, y con la boca llena forzó mi lealtad: la lluvia une.

Abrió la tía de Mahlke. Qué bueno que su madre no estuviera en casa. Cierto que yo hubiera podido juntar algunos comestibles en la mía. Pero me dije: ¿para qué tiene él a su familia? Por otra parte, sentía cierta curiosidad en relación con la tía. Pero me llevé una decepción. Parapetada tras su delantal, no hizo ninguna pregunta. A través de las puertas abiertas olía allí a algo que embotaba los dientes: en casa de Mahlke cocían ruibarbo.

– Es que estamos organizando una pequeña fiesta en honor de Joaquín, ¿sabe? De beber tenemos bastante, pero, en caso que tuviéramos apetito…

Sin decir más se fue a buscar a la cocina dos latas de carne de cerdo de a kilo, y trajo también un abrelatas.

Pero no era el mismo que Mahlke había subido del bote cuando encontró las ancas de rana en la despensa del barco. Mientras ella buscaba y ponderaba lo que mejor podría llevarme -los Mahlke tenían siempre los armarios repletos, ya que, con sus parientes en el campo, sólo necesitaban abrir la boca- sentía yo que me flaqueaban las piernas en el corredor y contemplaba aquella foto apaisada que mostraba al padre de Mahlke y al fogonero Labuda.