También la blanca lechuza tenía la raya formal en el centro de la cabeza y, al igual que Mahlke, esa misma cara de redentor, doliente y mansamente decidida, como si sufriera de algún dolor de muelas congénito.
El ave, bien disecada y sólo con ligeros retoques, se aferraba con las garras a una rama de abedul, y era regalo de su padre. El centro del chiribitil lo constituía para mí, que me esforzaba por no ver la lechuza, ni el cromo de la Madona, ni la pieza de plata de Tschenstochau, aquel gramófono que Mahlke había subido fatigosamente, pieza por pieza, a la superficie. Discos, no había encontrado ninguno allí abajo. Es probable que se descompusieran en el agua.
La caja, bastante moderna, con su manivela y el brazo para la aguja, la había encontrado hurgando en aquella misma cámara de oficiales que ya le había proporcionado la medalla de plata y algunas otras piezas.
El cuarto en cuestión se hallaba hacia el centro del barco, o sea en un lugar inaccesible para nosotros, incluido Hotten Sonntag. Porque lo cierto es que nosotros sólo bajábamos hasta la proa; y no osábamos aventurarnos a través del oscuro mamparo que los mismos peces apenas hacían temblar, hasta el cuarto de máquinas y las estrechas cabinas adyacentes.
Poco antes de que tocaran a su fin nuestras primeras vacaciones en el bote, Mahlke sacó a luz el gramófono -de fabricación alemana, como en su día el extinguidor- después, tal vez, de unas doce zambullidas, en las que fue moviendo la caja palmo a palmo en dirección de la proa y hasta debajo de la escotilla.
Finalmente, con la ayuda de la misma cuerda con la que izara el Minimax, la subió a la superficie, hasta el puente, donde estábamos todos.
Para poder llevar la caja, cuya manivela estaba enmohecida, a tierra, hubimos de improvisar una balsa con madera flotante y corcho. Remolcábamos todos por turnos, con excepción de Mahlke.
Una semana después, el gramófono, reparado, aceitado y con sus partes metálicas recién bruñidas, estaba en su bohardilla.
El portadiscos lo había recubierto con fieltro nuevo. Después de haberle dado cuerda en mi presencia, Mahlke hizo funcionar el aparato, dejando que el plato girara vacío con su nuevo fieltro verde.
Se mantenía de pie y con los brazos cruzados al lado de la blanca lechuza posada ea su rama de abedul. Y yo estaba de espaldas al cromo sixtino, mirando ya el plato vacío, que oscilaba ligeramente, ya por la ventana de la bohardilla y por encima de las tejas rojas en dirección de la iglesia de Jesús, con una esfera en el lado frontal y otra en el lado este del campanario terminado en bulbo.
Antes de que dieran las seis, el gramófono del dragaminas se paró emitiendo un plañidero zumbido mecánico. Mahlke le dio cuerda varias veces, pretendiendo que yo prestara una atención sostenida a su nuevo rito: muchos ruidos diversos y graduados y el celebrado girar en vacío.
En aquel entonces Mahlke aún no tenía discos. Libros los había en un estante largo y combado. Leía mucho, incluso obras religiosas. Al lado de los cactos del antepecho de la ventana y de los modelos de un torpedero de la clase Wolf y del explorador Grille, hay que mencionar, además, un vaso de agua turbia que estaba siempre allí, sobre la cómoda y al lado de la palangana, y tenía en el fondo una capa de azúcar del grueso de un pulgar.
En dicho vaso, Mahlke agitaba cuidadosamente todas las mañanas algo de agua con azúcar, sin separar nunca el sedimento del día anterior, hasta obtener una tintura lechosa que había de conferir a su pelo, débil y delgado de suyo, algo de consistencia.
En una ocasión me ofreció el preparado y me peiné con agua azucarada. Y efectivamente, después del tratamiento con ese fijador, el peinado se me mantuvo rígido y vidrioso hasta la noche; pero la cabeza me picaba y tenía las manos pegajosas, lo mismo que Mahlke, de tanto pasármelas por el pelo.
Es posible que esto sólo me lo imagine yo ahora, posteriormente, y que en realidad nunca las tuviera pegajosas.
Abajo, en tres cuartos, pero de los que sólo se utilizaban dos, vivían su madre y la hermana mayor de ésta. Silenciosas las dos cuando él estaba en la casa, y algo tímidas y orgullosas a cuenta del muchacho, porque Mahlke, aunque no fuera el primero de la clase, a juzgar por las calificaciones escolares, era un buen estudiante.
Tenía un año más que nosotros, lo que venía a restar algo el mérito de los resultados obtenidos, debido a que la madre y la tía lo habían enviado a la escuela un año después de lo normal, por su débil constitución, algo delicado, decían ellas.
Pero no era un empollón, sino que estudiaba moderadamente, dejaba que quien quisiera copiara las tareas de sus cuadernos, no acusaba nunca a nadie y, excepto en la clase de gimnasia, no mostraba ambición particular en cosa alguna.
Sentía además una aversión manifiesta por las porquerías habituales de los del tercer curso, e intervino, por ejemplo, cuando Hotten Sonntag, que en una ocasión había encontrado entre los bancos del Parque Steffen un preservativo, lo levantó con una ramita, lo llevó a la escuela y lo puso en el picaporte de la puerta de nuestra clase. Tratábase de jugarle una broma pesada al profesor Treuge, pobre pedante medio ciego al que en realidad habrían debido jubilar desde hacía ya varios años. "¡Ahí viene!" anunciaban ya algunas voces en el corredor.
En esto salió Mahlke de su banco, se dirigió sin prisa a la puerta, y cogiendo el preservativo con un papel usado lo quitó del picaporte. Nadie protestó. Una vez más nos había dado una lección.
Y ahora puedo yo decir: con no ser un empollón, con sólo estudiar moderadamente, con dejar que le copiara quien quisiera, con no mostrar ambición excepto en la clase de gimnasia y con no participar en las porquerías habituales, volvía él a ser aquel Mahlke singular que, visiblemente o sin hacerlo ver, buscaba el aplauso.
En último término, él se proponía presentarse algún día en la arena o dedicarse tal vez al teatro, y se entrenaba como payaso quitando preservativos asquerosos de los picaportes, con lo que cosechaba murmullos de aprobación, y era ya casi un payaso cuando practicaba sus torsiones en la barra fija y hacía dar vueltas a la Virgen de plata en la acre atmósfera del gimnasio.
Pero el mayor aplauso lo cosechaba Mahlke durante las vacaciones de verano, en el bote, por más que nos costara trabajo representarnos su obstinado buceo como número de circo.
Tampoco nos reíamos nunca cuando él, amoratado y tiritando, se encaramaba al bote llevando algo que había ido a buscar con el exclusivo objeto de poder mostrárnoslo. A lo sumo decíamos, con pensativa admiración:
– ¡Qué bárbaro! ¿Cómo te las arreglas para destornillar todo eso?
El aplauso le hacía bien y calmaba al ratón de su garganta; pero, al propio tiempo, lo confundía y confería nuevo impulso a su nuez. Las más de las veces declinaba los elogios, lo que le valía nuevos aplausos. No tenía nada de fanfarrón.