– El griego es hombre muerto. Acabará siendo comida para perros.
Dos camareros se habían acercado; se quedaron a unos pasos, arrastrando los pies. Los de la mesa contigua se alarmaron; la boca de una anciana colgaba prácticamente hasta el plato de sopa. Buzz alejó a los camareros, se acercó a Cohen y le rodeó los hombros trémulos con el brazo.
– Mickey, no puedes, y lo sabes. Afirmas que quien joda a Jack D. es tu amigo, y el griego lo jodió de sobra. Audrey me vio darle una buena… y ella debía saberlo. Y el griego no sabía que eres tan generoso, que las amigas de tu mujer son como parientes para ti. Mickey, tienes que dejarlo en paz. Tienes mucho que perder. Proporciónale a Lucy un bonito lugar donde alojarse, un sitio donde el griego no pueda encontrarla. Tómalo como un acto de caridad.
Cohen levantó la mano, se sacudió las astillas de vidrio y se lamió el zumo de limón de los dedos.
– ¿Quién estaba en el asunto, además del griego?
Buzz puso su expresión de esbirro leal y sincero y nombró a un par de pederastas que había echado de la ciudad porque interferían el negocio de apuestas de Lew Wershow en la Paramount.
– Bruno Geyer y Steve Katzenbach. Maricas. ¿Le darás un lugar a Lucy?
Cohen chasqueó los dedos; los camareros se materializaron y limpiaron la mesa a la velocidad del rayo. Buzz notó que giraban ruedas detrás de la inexpresiva cara de Mick. Giraban hacia él. Se le acercó para tranquilizarlo. No se mosqueó cuando Mickey dijo:
– Caridad, ¿eh? Maldito cabrón. ¿Dónde están Audrey y Lucy?
– Fuera, en mi coche.
– ¿Cuánto te paga Sol?
– Mil dólares.
Mickey hurgó en los bolsillos de los pantalones y sacó un fajo de billetes de cien. Contó diez, los puso en fila sobre la mesa y dijo:
– Ésta es la única caridad que conoces, hijo de perra. Pero me has ahorrado un mal rato, y quiero recompensarte. Cómprate algo de ropa.
Buzz cogió el dinero y se levantó.
– Gracias, Mick.
– Vete al diablo. ¿Cómo llamas a una elefanta que en las horas libres trabaja de prostituta?
– No lo sé. ¿Cómo?
Mickey sonrió pícaramente.
– Una hembra descomunal que se deja follar por cacahuetes.
– Demoledor, Mick.
– Entonces, ¿por qué no te ríes? Manda a las chicas. Ahora.
Buzz caminó hacia la barra, donde Stompanato volvía a empinar el codo. Al volverse comprobó que Cohen estaba recibiendo las atenciones de Tom Breneman y del encargado y no podía verlo. Johnny Stompanato se volvió hacia él; Buzz le puso en la mano cinco billetes de cien.
– Sifakis te delató, pero no quiero que lo toques. Y no le dije nada a Mickey. Estás en deuda conmigo.
Johnny sonrió y guardó el dinero.
– Gracias, socio.
– No soy tu socio, italiano imbécil -espetó Buzz, y echó a andar mientras se guardaba el resto del dinero en el bolsillo de la camisa. Escupió en la corbata y la usó para limpiarse las manchas de zumo de tomate de su mejor chaqueta Oviatt's. Audrey Anders estaba de pie en la acera, mirándolo.
– Qué buena vida llevas, Meeks -comentó.
4
Sabía que era un sueño, que era 1950 y no 1941; sabía que la historia seguiría su curso mientras una parte de él buscaba nuevos detalles y otra parte permanecía inmóvil para no interrumpirla.
Viajaba al sur por la 101, conduciendo un sedán La Salle robado. Las sirenas de la policía de tráfico se acercaban; lo rodeaba la tierra achaparrada del condado de Kern. Una serie de caminos de tierra serpenteaban desde la carretera. Tomó el que estaba más a la izquierda, calculando que los coches patrulla seguirían de largo o saldrían por el camino de en medio. El camino circulaba entre granjas y cabañas de campesinos para entrar en un cañón oblongo; oyó sirenas a izquierda y derecha, delante y detrás. Consciente de que en un camino lo capturarían, movió la palanca y se adentró en el terreno irregular, alejándose del gemido de las sirenas. Vio luces delante y pensó que era una granja; de pronto divisó una cerca; cambió a segunda, viró lentamente y tuvo una visión perfecta de una ventana bien iluminada.
Dos hombres blandían hachas, una joven rubia estaba arrinconada contra la puerta. La imagen fugaz de un brazo cercenado. Una boca abierta embadurnada de pintalabios naranja, soltando un grito mudo.
El sueño se aceleró.
Llegaba a Bakersfield, entregaba el La Salle, recibía el dinero. De vuelta a San Berdoo, clases de biología, pesadillas sobre la boca y el brazo. Pearl Harbor, la baja por un tímpano roto. Estudiaba, robaba coches, pero no podía olvidar a la muchacha. Pasaban meses, y él regresaba para averiguar cómo y por qué.
Tardó un tiempo, pero descubrió un triángulo: una muchacha desaparecida llamada Kathy Hudgens, su amante rechazado Marty Sidwell, muerto en Saipán. La policía lo había interrogado, dejándolo en libertad porque no había cuerpo del delito. El número dos era Buddy Jastrow, reo de Folsom en libertad condicional, conocido por su afición a torturar perros y gatos. También desaparecido: visto por última vez dos días después que él atravesara aquel campo árido. El sueño se disolvía en letras de molde: textos de criminología plagados de tremendismo forense. En el 44 ingresaba en el Departamento del sheriff de Los Ángeles para averiguar por qué; trabajaba en cárceles, hacía guardias; otros agentes se burlaban de él por su obsesión con Harlan «Buddy» Jastrow.
Estalló un ruido. Danny Upshaw despertó, pensando que era una sirena. Luego vio las curvas de estuco del techo de su dormitorio y comprendió que era el teléfono.
Atendió.
– ¿Capitán?
– Sí -dijo el capitán Al Dietrich-. ¿Cómo has adivinado…?
– Usted es el único que me llama.
Dietrich resopló.
– ¿Alguna vez te ha dicho alguien que eres un asceta?
– Sí, usted.
Dietrich rió.
– Me gusta tu suerte. Una noche como comandante de turno y tienes que enfrentarte a un diluvio, dos muertes accidentales y un homicidio. ¿Me puedes poner al corriente?
Danny pensó en el cadáver: dentelladas, los ojos arrancados.
– Es lo peor que he visto. ¿Ha hablado usted con Henderson y Deffry?
– Dejaron informes sobre sus averiguaciones. Nada importante. Desagradable, ¿verdad?
– Lo peor que he visto.
Dietrich suspiró.
– Danny, eres un detective de oficina, nunca has hecho este trabajo. Sólo lo has visto en libros, en letras de molde.
La boca y el brazo de Kathy Hudgens en technicolor, superpuestos contra el techo. Danny se contuvo.
– De acuerdo, capitán. Pero fue desagradable. Fui al depósito y… observé los preparativos. Fue peor. Luego volví para ayudar a Deffry y Hender…
– Ya me lo han contado. También me han dicho que te pusiste mandón. Olvida esa conducta o te ganarás fama de orgulloso.
Danny tragó saliva.
– De acuerdo, capitán. ¿Han identificado el cuerpo?
– Aún no, pero creo que tenemos el vehículo que utilizaron para trasladarlo. Es un Buick Super 47, verde, abandonado a media manzana de la obra en construcción. Tapicería blanca con aparentes manchas de sangre. Denunciaron el robo a las diez de esta mañana. Se lo llevaron del aparcamiento de un club de jazz de South Central. El dueño todavía estaba borracho cuando llamó. Habla con él para pedirle los detalles.
– ¿Han buscado huellas digitales?
– Lo están haciendo.
– ¿Han registrado el terreno?
– No. Sólo pude enviar al hombre de dactiloscopia.
– Diablos, capitán. Quiero este caso.
– Es tuyo. Pero sin publicidad. No quiero otro escándalo como el de la Dalia Negra.
– ¿Se me concederá un colaborador?
Dietrich soltó un suspiro largo y lento.