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– ¿Cinco minutos para hacer las maletas?-dijo Audrey.

– No.

– Maldita sea. Me gustaba Los Ángeles.

– Despídete de ella -dijo Buzz.

Audrey se arrancó un puñado de rulos y se limpió la cara.

– Adiós, Los Ángeles.

La caravana de dos coches llegó a Ventura al cabo de una hora y diez minutos. Buzz ocultó a Audrey en la cabaña del linde de su terreno, escondió el Packard en un pinar, le dejó todo el dinero salvo un billete de diez y otro de uno y le dijo que un amigo suyo del Departamento del sheriff de Ventura le ofrecería un lugar donde quedarse. El hombre le debía a él casi tanto como él a Johnny Stompanato. Audrey rompió a llorar cuando comprendió que iba en serio: adiós Los Ángeles, adiós casa, adiós cuenta bancaria, vestidos y todo lo demás excepto su amante; Buzz le quitó el resto de la crema hidratante a besos, le dijo que él se pondría en contacto con ese amigo para facilitar el trámite y que esa noche la llamaría a casa del sujeto. La leona se despidió con un suspiro.

– Mickey tenía dinero, pero era horrible en la cama. Trataré de no echarlo de menos.

Buzz continuó viaje hasta Oxnard, el próximo pueblo al sur. Encontró un teléfono público, llamó a Dave Kleckner del Tribunal de Ventura, acordó que recogiera a Audrey y marcó su propio número de Hughes Aircraft. Su secretaria le informó que había llamado Jack Shortell; ella lo había puesto en contacto con la oficina de Herman Gerstein y con la extensión de Mal Considine en Fiscalía. Buzz cambió su dólar por monedas de diez y pidió a la operadora que le pusiera con Madison-4609.

– ¿Sí?-respondió Mal.

– Soy yo.

– ¿Dónde estás? Me he pasado toda la mañana tratando de ponerme en contacto contigo.

– Ventura. Un pequeño trámite.

– Bien, te has perdido las novedades. Mickey ha enloquecido. Dio carta blanca a sus muchachos de Gower Gulch, y aún están machacando cabezas ahora, mientras hablamos. Recibí una llamada de un teniente de Antidisturbios y me dijo que es lo peor que ha visto. ¿Quieres apostar?

Probabilidades de sacar a la leona del país: cincuenta por ciento.

– Jefe, Mickey está furioso con Audrey, y tal vez por eso ha perdido los estribos. Descubrió que ella le sacaba dinero de sus negocios de usura.

– Cielos. ¿Sabe algo de…?

– No, y me propongo evitar que se entere. Ella está escondida aquí por ahora, pero esto no puede durar para siempre.

– Ya haremos algo. ¿Aún quieres resolver ese caso?

– Más que nunca. ¿Has hablado con Shortell?

– Hace diez minutos. ¿Tienes papel y lápiz?

– No, pero tengo memoria. Dime.

– La última averiguación de Danny se relaciona con una conexión entre un taller dental de Bunker Hill donde hacen postizos animales, Joredco, y un naturalista que cría glotones a pocas manzanas de allí. Norton Layman identificó las mordeduras sufridas por las víctimas como de dientes de glotón. Ésa es la clave.

Buzz silbó.

– ¡Por los clavos de Cristo!

– Sí, y todavía más cosas raras. Primero, Dudley Smith nunca hizo seguir a los hombres que Danny le indicó. Shortell lo averiguó, y no sabe si eso puede significar algo o no. Segundo, la sospecha de Danny sobre Sleepy Lagoon y el Comité se relaciona con un cómplice de robo de Martin Goines a principios de los 40, un chico con quemaduras en la cara. Bunker Hill tuvo muchos casos de transgresiones de propiedad no resueltos en el verano del 42, y Danny le dio a Shortell ocho nombres que obtuvo de tarjetas de interrogatorio. Era la época de los toques de queda, así que había muchas. Shortell indagó los nombres y los fue eliminando hasta que descubrió a un hombre de sangre cero positivo, Coleman Masskie, nacido el 9/5/23, Beaudry Sur 236, Bunker Hill. Shortell considera que el sujeto bien podría ser el ex cómplice de Goines.

Buzz memorizó los números.

– Jefe, Masskie no ha cumplido veintisiete años, lo cual contradice la teoría de un asesino maduro.

– Lo sé, a mí también me ha llamado la atención. Pero Shortell cree que Danny estaba a punto de resolver el caso… y Danny pensaba que el asunto de los robos lo llevaba por muy buen camino.

– Jefe, tenemos que acorralar a Felix Gordean. Anoche nos estábamos acercando cuando…

Silencio, luego la voz disgustada de Mal.

– Sí, lo sé. Mira, encárgate de Masskie y yo me encargaré de Juan Duarte. Pondré a cuatro hombres de la Oficina a buscar al doctor Lesnick, y si está vivo y localizable lo encontraremos. Nos veremos esta noche frente al Chateau Marmont, a las cinco y media. Abordaremos a Gordean.

– De acuerdo -dijo Buzz.

– Descubriste mi trato con Claire de Haven?

– Tardé un par de segundos. ¿No te jugará una mala pasada?

– No, llevo las de ganar. ¡Pero tú y la amante de Mickey Cohen! Por Dios.

– Estás invitado a la boda, jefe.

– Trata de llegar vivo, muchacho.

Buzz volvió a Los Ángeles por la costa y tomó por Wilshire para dirigirse a Bunker Hills. Nubarrones oscuros se acumulaban amenazando con un diluvio que empaparía el sur, tal vez desenterrando más cadáveres y provocando más investigaciones. Beaudry Sur 236 era un edificio victoriano en ruinas, con el tejado medio derruido y astillado; Buzz frenó y vio a una anciana juntando hojas en un jardín tan amarillo como la casa.

Se apeó y se dirigió hacia ella. De cerca, la anciana era una genuina belleza del pasado: pálida, tez casi transparente sobre pómulos elegantes, labios carnosos y el cabello castaño entrecano más bonito que Buzz había visto. Sólo los ojos resultaban discordantes: demasiado brillantes y desorbitados.

– ¿Señora?-dijo Buzz.

La anciana se apoyó en el rastrillo; había una sola hoja clavada en las puntas, la única hoja de todo el jardín.

– ¿Sí, joven? ¿Viene a hacer una contribución a la cruzada de la Hermana Aimee?

– Hace tiempo que la Hermana Aimee dejó el negocio, señora.

La mujer tendió la mano marchita y artrítica, pidiendo dinero. Buzz le dio unas monedas.

– Busco a un hombre llamado Coleman Masskie. ¿Lo conoce? Vivió aquí hace siete u ocho años.

La anciana sonrió.

– Recuerdo bien a Coleman. Yo soy Delores Masskie Tucker Kafesjian Luderman Jensen Tyson Jones. Soy la madre de Coleman. Coleman fue uno de los esclavos más fuertes que alumbré para militar a favor de la Hermana Aimee.

Buzz tragó saliva.

– ¿Esclavos, señora? Debo reconocer que tiene usted muchos apellidos.

La mujer se echó a reír.

– El otro día traté de recordar mi apellido de soltera, pero fue en vano. Verá usted, joven, he tenido muchos amantes en mi papel de criadora de niños para la Hermana Aimee. Dios me hizo bella y fértil para que brindara acólitos a la Hermana Aimee Semple McPherson, y el condado de Los Ángeles me ha dado muchos dólares del Servicio Social para alimentar a mis hijos. Algunos cínicos me consideran una fanática que abusa del Servicio Social, pero son la voz del diablo. ¿No cree que alumbrar una buena progenie blanca para la Hermana Aimee es una noble vocación?

– Claro que sí -dijo Buzz-, yo mismo estaba pensando en dedicarme a ello. Señora, ¿dónde está ahora Coleman? Tengo algún dinero para él, y supongo que él le entregará una parte a usted.

Delores arañó la hierba con el rastrillo.

– Coleman siempre ha sido generoso. He tenido nueve hijos en total, seis varones y tres mujeres. Dos de las niñas se convirtieron en seguidoras de la Hermana Aimee; una, lamento decirlo, se hizo prostituta. Los chicos huyeron cuando cumplieron catorce o quince años. Ocho horas diarias de plegaria y lectura de la Biblia resultaron demasiado agotadoras para ellos. Coleman fue el que más resistió, hasta los diecinueve. Le di una dispensa: ni plegarias ni lectura de la Biblia, porque hacía pequeños apaños en el vecindario y me entregaba la mitad del dinero. ¿Cuánto dinero debe usted a Coleman, joven?