Delores seguía pidiéndole dinero para la Hermana Aimee, Coleman consiguió un empleo en el taller dental Joredco, y le pasaba un porcentaje. El trabajo consistía en arrancar dientes de cabezas de animales, y le encantaba. Observó cómo los mecánicos más diestros hacían postizos con los dientes, transformando la argamasa y el plástico en dentaduras casi indestructibles. Robó unas mandíbulas de lince y jugó con ellas mientras tocaba el saxo en las colinas. Fingió que era un lince y que Delores y sus hermanastras le tenían miedo.
Joredco despidió a Coleman cuando el dueño descubrió a una familia de mexicanos dispuestos a trabajar por un salario mísero. Coleman lo sintió mucho y trató de conseguir empleo en otros talleres dentales, pero descubrió que Joredco era el único que hacía postizos con dientes auténticos. Se acostumbró a pasear después del anochecer, en plena oscuridad, cuando todos se encerraban con las luces apagadas temiendo que los japoneses descubrieran las luces y bombardearan Los Ángeles como habían bombardeado Pearl Harbor.
Coleman componía música mentalmente mientras paseaba; la curiosidad por lo que la gente hacía detrás de las cortinas lo volvía loco. Había una lista en la pared de una barbería locaclass="underline" buenos ciudadanos de Bunker Hill que realizaban tareas de defensa. La lista indicaba los turnos de trabajo. Coleman buscó los nombres en la guía telefónica y obtuvo las direcciones; luego hizo llamadas -una falsa encuesta-para descubrir quién estaba casado y quién no. Soltero y turno de noche significaba una incursión de Coleman.
Hizo varias incursiones: entraba por ventanas sin pestillo, abría la compuerta del sótano, a veces forzaba la jamba de una puerta. Se llevaba chucherías y dinero para silenciar a Delores. Su mejor presa fue un lince embalsamado. Pero lo que más le gustaba a Coleman era estar en las casas vacías. Le divertía fingir que era un animal al que le gustaba la música. Le divertía estar en lugares oscuros y simular que veía en la oscuridad.
A principios de junio, Coleman viajaba en el tranvía de Hill Street y oyó que dos sujetos hablaban de un excéntrico llamado Thomas Cormier y los hediondos animales que criaba detrás de su casa de Carondelet. Un hombre recitó los nombres: comadrejas, hurones, tejones, nutrias y glotones. Coleman se excitó, llamó a Cormier con el pretexto de su falsa encuesta y supo que trabajaba de noche en el parque zoológico de Griffith. A la noche siguiente, provisto de una linterna, visitó a los glotones y se enamoró de ellos.
Eran feroces. Eran crueles. No se dejaban intimidar por nadie. Trataron de romper las jaulas a dentelladas para atacarlo. Sus gruñidos le recordaban las notas agudas del saxo.
Coleman se fue, no robó nada porque quería seguir visitando la casa. Leyó artículos sobre el glotón y se deleitó con las anécdotas sobre su salvajismo. Puso trampas para ratas en Griffith Park y llevó sus presas muertas a los glotones. Llevaba hámsters y se los daba vivos a los glotones. Los alumbraba con la linterna y los miraba mientras engullían sus ofrendas. Eyaculaba sin tocarse mientras observaba la escena.
Delores le arruinó el verano exigiéndole más dinero. A finales de julio leyó en el periódico un artículo sobre un soltero que trabajaba hasta medianoche en Lockheed y poseía una valiosa colección de monedas. Decidió robarla, venderla y enviar el dinero a Delores para que lo dejara en paz.
En la noche del 2 de agosto, Coleman lo intentó. El propietario y dos amigos lo sorprendieron dentro de la casa. Se lanzó hacia los ojos del dueño como buen glotón. No lo consiguió, pero logró escabullirse. Corrió seis manzanas hasta su casa, encontró a Delores y un desconocido haciendo el sesenta y nueve en el sofá con las luces encendidas, sintió asco y volvió a salir presa del pánico. Trató de correr hacia la casa de los glotones, pero el dueño de las monedas y sus amigos lo habían seguido en un coche. Lo llevaron a Sleepy Lagoon y le dieron una paliza; el dueño de las monedas quería castrarlo, pero sus amigos lo contuvieron. Lo dejaron allí, magullado y ensangrentado, componiendo música mentalmente.
Coleman subió tambaleante a una loma herbosa y vio -o creyó ver- a un blanco grandote que machacaba a puñetazos a un joven mexicano, rasgándole la ropa con una estaca con hojas de afeitar en la punta. El hombre gritaba con un fuerte acento: «¡Bazofia mexicana! ¡Te enseñaré a meterte con limpias muchachas blancas!» Atropelló al chico con un coche y se fue.
Coleman examinó al mexicano y lo encontró muerto. Volvió a su casa, mintió a Delores en cuanto sus heridas y pasó un tiempo recuperándose. Diecisiete muchachos mexicanos fueron acusados por la muerte de Sleepy Lagoon, hubo un revuelo social por su inocencia, los muchachos fueron juzgados y languidecieron en la cárcel. Coleman envió cartas anónimas al Departamento de Policía de Los Ángeles durante el juicio. Describía al monstruo que él llamaba el Hombre de Voz Escocesa y contaba lo que había ocurrido. Pasaron los meses, Coleman tocaba el saxo, temeroso de ir a robar, temeroso de visitar a sus amigos glotones. Trabajaba con agencias de colocación de barrios míseros y enviaba casi todo el dinero a Delores para que no lo fastidiara. Hasta que un día el Hombre de la Voz Escocesa subió la escalinata de Beaudry Sur 236.
Delores y sus hermanastras no estaban ese día; Coleman se ocultó, comprendiendo lo que debía de haber ocurrido: había dejado huellas digitales en las cartas y Voz Escocesa las comparó con las huellas que tenía en su archivo de Servicio Selectivo. Coleman se ocultó todo ese día y el siguiente, Delores le dijo que un «hombre maligno» lo andaba buscando. Supo que tenía que escapar, pero no tenía dinero. Se le ocurrió una idea: buscó en el álbum de amantes de su chiflada mamá a un hombre que se le pareciera.
Coleman encontró cuatro fotografías de un actor llamado Randolph Lawrence: las fechas del dorso de la foto y el notable parecido indicaban que era su padre. Robó dos de las fotos, viajó a dedo hasta Hollywood y contó una historia inventada a una empleada del Gremio de Actores. La empleada creyó esta abreviada historia de abandono familiar revisó los archivos del Gremio y le informó que Randolph Lawrence era en realidad Reynold Loftis, un actor de cierta fama: Belvedere 816, Santa Mónica Canyon.
El niño se presentó en la puerta del padre. Reynold Loftis se conmovió, descartó con desdén la historia del Hombre de la Voz Escocesa, admitió su paternidad y brindó refugio a Coleman.
Loftis vivía con un guionista llamado Chaz Minear, los dos hombres eran amantes. Eran miembros de la comunidad izquierdista de Hollywood, frecuentaban fiestas y les encantaba el cine de vanguardia. Coleman los espiaba cuando estaban en la cama: le gustaba y le daba asco a la vez. Fue con ellos a fiestas organizadas por un cineasta belga, el hombre rodaba películas con hombres desnudos y perros feroces que le recordaban a sus glotones. Las películas lo obsesionaron. Reynolds era generoso con el dinero y no le importaba que Coleman se pasara el día en el patio tocando el saxo. Coleman empezó a frecuentar clubes de jazz del Valle y conoció a un trombonista llamado el Loco Martin Goines.
El Loco Martin era adicto a la heroína, vendedor de marihuana, ladrón y músico de segunda. Era un perdedor entre perdedores, con un don naturaclass="underline" profesor de robo y de música. Martin enseñó a Coleman a robar coches y a tocar el saxo, adiestrándole en modelar las notas, leer música, tomar su repertorio de ruidos y sus poderosos pulmones y usarlos para emitir sonidos que significaran algo.