Coleman fue a su cuarto y se puso la peluca gris y el maquillaje que había traído. Montó una estaca cortante con un palo que había encontrado en la basura y un paquete de cinco hojas de afeitar. Averiguó que la UAES celebraba una fiesta-mitin esa noche, compró cuatro paquetes de heroína y una hipodérmica a su viejo proveedor Roland Navarette, robó un Buick en la Sesenta y Siete y tocó su última pieza en el Zombie. Entró en el lavabo de hombres de la gasolinera Texaco de la Sesenta y Ocho como Coleman, salió como papá.
Martin fue puntual, pero estaba tan borracho que ni se sorprendió del disfraz de Coleman. El joven le dio un golpe, se lo apoyó en el hombro como un compañero de copas, lo llevó al Buick y arrancó el coche con un puente. Inyectó a Martin una dosis, se lo llevó a su apartamento de Hollywood, le inyectó los otros tres paquetes y le puso la capucha de una bata en la boca para que no vomitara sangre cuando le estallaran las arterias. El corazón de Martin reventó con fuerza; Coleman lo estranguló para rematarlo, le hirió la espalda, le arrancó los ojos como había intentado hacer con el coleccionista de monedas de Sleepy Lagoon. Violó las cuencas vacías, se puso los dientes de glotón y celebró un festín, rociando las paredes de sangre mientras una música de saxo alto le retumbaba en la cabeza. Cuando terminó, dejó los ojos en la nevera, envolvió a Goines en la bata blanca, lo llevó abajo y lo acomodó en el asiento trasero del Buick. Ajustó el espejo retrovisor para observar a Martin cabeceando con las cuencas vacías. Se dirigió a Sunset Strip bajo la lluvia mientras imaginaba la total ruina de papá y Claire. Arrojó al desnudo Martin en un terreno de Allegro, territorio de homosexuales, un cadáver en exhibición como la Dalia Negra. Si tenía suerte, su primera víctima causaría el mismo impacto periodístico.
Coleman volvió a su música, su otra vida. La muerte de Goines no obtuvo la publicidad que él había esperado: la Dalia era una mujer hermosa, Martin un sujeto anónimo. Coleman alquiló varios coches y patrulló por la calle Tamarind 2307 en diversas ocasiones; no aparecieron policías y decidió usar de nuevo la guarida. Averiguó la dirección de George Wiltsie en la guía telefónica y decidió que él sería la segunda víctima. Pasó varias noches recorriendo bares de homosexuales cerca del apartamento, vio a Wiltsie, pero siempre en compañía de su novio, un fulano a quien llamaba «Duane». Casi decidió dejarlo con vida, pero pensar en las posibilidades de una muerte doble lo excitó y le recordó a Delores y su amante haciendo el sesenta y nueve. Luego Duane le comentó a un camarero que trabajaba en Variety Internationaclass="underline" territorio de papá.
La providencia.
Coleman abordó a George y Duane con un pequeño equipo homicida que él había elaborado: cápsulas de secobarbital compradas a Roland Navarette, y estricnina de la droguería. Dos de barbitúricos y una de veneno, pinchaduras en las cápsulas para lograr un efecto rápido. Coleman sugirió una fiesta en «su apartamento» de Hollywood; George y Duane aceptaron. Mientras viajaban en su coche alquilado, les dio whisky para que bebieran. Cuando estaban medio dormidos, les preguntó si querían probar un buen afrodisíaco. Ambos hombres engulleron con avidez las píldoras mortales; cuando llegaron al apartamento de Martin estaban tan mareados que Coleman tuvo que ayudarlos a subir. Lindenaur ya había muerto al llegar, Wiltsie se hallaba profundamente dormido. Coleman los desnudó y se puso a mutilar al muerto.
Wiltsie despertó y luchó para sobrevivir. Coleman le cortó un dedo para defenderse y lo mató de un cuchillazo en la garganta. Cuando hubo asesinado a los dos sujetos, los cortó, actuó como un glotón, los violó y dibujó notas musicales y una G distintiva en las paredes. Guardó el dedo de Wiltsie en la nevera, duchó a Duane y George para limpiarlos de sangre, los envolvió en sábanas, los llevó abajo y los condujo a Griffith Park, el territorio donde antes tocaba el saxo. Los desnudó y los llevó hasta el sendero. Los colocó en la postura del 69 para que todos los vieran. Si alguien le veía a él pensaría que era su padre.
Dos acontecimientos coincidieron.
El doctor Saul Lesnick, al borde de la muerte y ansioso por compensar sus tropiezos morales, leyó una versión sensacionalista de los asesinatos de Wiltsie y Lindenaur. Recordó que Reynolds Loftis había mencionado a un tal Wiltsie en sus sesiones psiquiátricas varios años atrás; las heridas con estaca cortante le recordaban las fantasías de Coleman acerca del Hombre de la Voz Escocesa y las armas del corral de Terry Lux. Lo que terminó de convencerlo de que Coleman era el asesino fue el hambre que revelaban las dentelladas, tangencialmente descritas. Coleman era la voracidad personificada. Coleman quería ser el animal más feroz e insaciable de la tierra, y estaba demostrando que lo era.
Lesnick sabía que la policía mataría a Coleman si lo encontraba. Lesnick sabía que tenía que tratar de encerrarlo en una institución antes de que matara a alguien más o decidiera atacar a Reynolds y Claire. Sabía que Coleman estaría en un ambiente musical, y lo encontró en un club de Central Avenue. Como era la única persona que nunca lo había herido recuperó la confianza de Coleman, le consiguió un apartamento barato en Compton, le habló repetidas veces y con insistencia, ocultándose con él cuando un amigo de la comunidad izquierdista le dijo que Reynolds y Claire también buscaban a Coleman. El joven vivía momentos de lucidez, un clásico patrón de conducta en psicópatas sexuales que habían sucumbido al asesinato para satisfacer su lujuria. Le contó la historia de las tres primeras muertes; Lesnick sabía que llevar a un muerto en el asiento trasero y trasladar a las dos segundas víctimas a la calle Tamarind eran un deseo inconsciente de ser atrapado. Existían cráteres psicológicos en los que un profesional experimentado podía explorar: la redención de Saul Lesnick por diez años de informar sobre gente a quien amaba.
Coleman se servía de la música para luchar confusamente contra sus impulsos. Estaba trabajando en una larga pieza solista con silencios inquietantes que representaban la mentira y la duplicidad. Las repeticiones iluminarían los singulares sonidos agudos que conseguía con el saxo, altos al principio, cada vez más suaves, con intervalos de silencio más largos. La pieza terminaría en una escala de notas menguantes, luego un silencio ininterrumpido que para Coleman resultaba más estentóreo que ningún ruido: una extensión de la nada. Quería llamar El gran desierto a su composición. Lesnick le dijo que si se internaba en un hospital sobreviviría para tocarla. El doctor vio que Coleman vacilaba, recuperaba la lucidez. Luego Coleman le habló de Danny Upshaw.
Había conocido a Upshaw una noche después de matar a Martin Goines. El detective estaba investigando, y Coleman lo engañó diciendo que «había estado allí toda la noche», una coartada que Upshaw creyó. Esa creencia significaba que Goines no había mencionado a nadie la cita de la noche anterior con Coleman, y éste aprovechó la ocasión para mentir diciendo que Goines era homosexual y sembrar pistas sobre un hombre alto y canoso. Olvidó a Upshaw y continuó con su plan, asesinó a Wiltsie y Lindenaur, y dudó entre Augie Duarte u otro amante del padre como cuarta víctima. Pero había empezado a soñar con el joven detective, pesadillas inquietantes que le decían que en realidad era papá tratando de despacharlo. Coleman decidió matar a Reynolds y Claire si no podía arruinar la carrera de papá: pensaba que más sangre potencial añadida a este manjar lo incitaría a soñar con las mujeres que había amado.