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Buzz hizo una seña al sujeto de la esquina: un cómplice reclutado en un bar, a quien ya le había pagado. El sujeto entró en el aparcamiento con aire furtivo, tanteando picaportes de Cadillacs y Lincolns, bordeando las últimas hileras de coches. Buzz se preparó, esperando a que el centinela reparara en él y actuara.

El que tomaba el sol tardó casi medio minuto en reaccionar y acercarse, una mano dentro de la chaqueta. Buzz corrió a toda velocidad, un relámpago gordo con zapatillas.

El centinela se volvió en el último momento, Buzz le pegó con la caja envuelta en papel de regalo y lo arrojó contra el capó de un Continental 49. El hombre sacó su arma, Buzz le sacudió un rodillazo en los testículos, le pegó en la nariz con la palma y vio cómo la automática 45 caía al asfalto. Con otro rodillazo lo dejó gimiendo en el suelo, apartó la pistola a un lado de una patada, abrió la caja y usó la culata de la recortada para dejarlo fuera de combate de un golpe.

Su cómplice se había ido. El centinela sangraba por la boca y la nariz, de viaje por el país de los sueños, tal vez para siempre. Buzz se guardó la automática en el bolsillo, caminó hasta la puerta trasera y entró.

Risas y charlas de camaradería, un corto pasillo con vestuarios. Buzz se acercó a una cortina, la entreabrió y observó.

La reunión cumbre estaba en su apogeo. Mickey Cohen y Jack Dragna se felicitaban uno al otro, de pie junto a una mesa atiborrada de canapés, botellas de cerveza y licor. Davey Goldman, Mo Jahelka y Dudley Smith bebían. Una hilera de matones de Dragna estaba de pie ante las ventanas del frente. Johnny Stompanato no estaba porque ya debía de ir camino de San Pedro, esperando que cierto hombre gordo sobreviviera a la mañana. A la izquierda se realizaban negocios: dos mexicanos contaban una maleta llena de dinero mientras un hombre de Mickey y otro de Jack probaban el polvo marrón blancuzco guardado en bolsas de papel reforzado que había en otra maleta. Sus sonrisas indicaban que la sustancia era de buena calidad.

Buzz corrió la cortina y se unió a la fiesta, metiendo una bala en la recámara para llamar la atención. Varias cabezas se volvieron al oír el ruido, bebidas y platos cayeron al suelo; Dudley Smith sonrió, Jack Dragna miró el cañón. Buzz vio a alguien con aire de polizonte junto a los mexicanos. Veinte contra uno a que él y Dudley eran los dos únicos contratados, Dudley era demasiado listo para intentar algo. Mickey Cohen mostraba una expresión compungida. Dijo:

– Pongo a Dios por testigo de que te haré algo peor que al sujeto que mató a Hooky Rothman.

Buzz sintió que todo el cuerpo se le echaba a volar. Los mexicanos empezaban a parecer asustados, un golpe en el escaparate llamaría la atención del hombre de la calle. Se situó en un lugar desde donde pudiera observar las caras de todos los presentes y apuntó el cañón hacia donde causaría el mayor daño: Jack y Mickey se evaporarían en cuanto apretara el gatillo.

– El dinero y la droga en una de tus bolsas, Mick. Despacio pero seguro.

– Davey -jadeó Mickey-. Va a disparar. Hazlo.

Davey Goldman se acercó a los mexicanos y les habló en español. De reojo, Buzz vio que guardaban bolsas de papel y dólares en un bolso con cierre de cremallera. Buzz veía lona y rayas rojas en el trasfondo, la cara de Mickey Cohen en primer plano.

– Si me envías a Audrey, no le tocaré ni un pelo y no te mataré lentamente -dijo Mickey-. Si la encuentro contigo, no puedo prometer piedad. Haz que vuelva.

Un golpe de un millón de dólares, y Mickey Cohen sólo podía pensar en una mujer.

– No.

Cerraron el bolso, Goldman se acercó muy despacio. Buzz tendió el brazo izquierdo, Mickey temblaba como un adicto en pleno síndrome de abstinencia. Buzz se preguntó qué diría a continuación; el pequeño gran hombre dijo:

– Por favor.

Buzz cogió el bolso y el brazo se le arqueó. Dudley Smith parpadeó.

– Volveré a por ti, muchacho -amenazó Buzz-. Díaz y Hartshorn.

Dudley rió.

– No sobrevivirás a este día.

Buzz retrocedió hacia las cortinas.

– No salgáis por la puerta trasera. Está minada.

Mickey Cohen dijo:

– Por favor. No puedes irte con ella. No le tocaré ni un pelo.

Buzz se escabulló.

Johnny Stompanato lo esperaba en el motel. Tendido en la cama, escuchaba ópera en la radio. Buzz dejó caer el bolso, lo abrió y sacó diez fajos de diez mil dólares cada uno. Johnny se quedó boquiabierto. El cigarrillo se le cayó sobre el pecho y le abrió un agujero en la camisa. Apagó la colilla con la almohada y dijo:

– Lo has logrado.

Buzz arrojó el dinero en la cama.

– Cincuenta para ti, cincuenta para Celeste Considine, Gramercy Sur 641, Los Ángeles. Tú harás la entrega y le dirás que es para educar al chico.

Johnny Stompanato abrazó la pila de dinero regodeándose en el espectáculo.

– ¿Cómo sabes que no me lo quedaré todo?

– Te gusta demasiado mi estilo como para joderme.

Buzz se dirigió a Ventura, aparcó frente a la casa del agente Dave Kleckner y llamó al timbre. Audrey abrió la puerta. Llevaba una vieja camisa de Mickey y pantalones holgados, como la primera vez que la había besado. Audrey miró el bolso y dijo:

– ¿Piensas quedarte una temporada?

– Tal vez. Pareces cansada.

– He estado toda la noche despierta, pensando.

Buzz le rozó la cara con las manos, alisando un mechón de pelo suelto.

– ¿Dave está en casa?

– Dave está de servicio hasta tarde, y creo que está enamorado de mí.

– Todos están enamorados de ti.

– ¿Por qué?

– Porque les haces sentir miedo de estar solos.

– ¿Eso te incluye a ti?

– A mí especialmente.

Audrey saltó a sus brazos. Buzz soltó el bolso y le dio una patada para darse buena suerte. Llevó a su leona al dormitorio y trató de apagar la luz. Audrey le cogió la mano.

– Déjala encendida. Quiero verte.

Buzz se quitó la ropa y se sentó en el borde de la cama, Audrey se desnudó despacio y saltó sobre él. Se dieron besos diez veces más largos que de costumbre y prolongaron todas las cosas que alguna vez habían hecho juntos. Buzz la penetró enseguida, pero se movió muy despacio; ella movió las caderas con más fuerza que la primera vez. No pudieron prolongarlo más, y no querían; Audrey enloqueció con él. Como la primera vez, desordenaron las sábanas y se abrazaron sudando. Buzz recordó que había asido la muñeca de Audrey con el dedo para mantener el contacto mientras recuperaba el aliento. Lo hizo de nuevo, pero esta vez ella le estrujó la mano como si no supiera qué significaba el gesto.

Se abrazaron, Audrey se acurrucó contra él. Buzz miró el extraño dormitorio. En la mesilla de noche había solicitudes de pasaporte y pilas de folletos turísticos sudamericanos. Cajas con ropa femenina esperaban junto a la puerta junto a una maleta nueva. Audrey bostezó, le besó el pecho como si fuera hora de dormir y bostezó de nuevo.

– Cariño, ¿Mickey te pegó alguna vez?-preguntó Buzz.

Un somnoliento cabeceo.

– Hablaremos después. Después.

– ¿Alguna vez lo hizo?

– No, sólo a hombres. -Otro bostezo-. Recuerda nuestro trato. Nada de hablar de Mickey.

– Sí, lo recuerdo.

Audrey lo abrazó de nuevo y se puso a dormir. Buzz recogió el folleto que tenía más cerca, material publicitario para Río de Janeiro. Lo hojeó, vio que Audrey había marcado casas que ofrecían tarifas para recién casados y trató de imaginar a un polizonte y asesino en fuga con una ex strip-teaser de treinta y siete años gozando del sol sudamericano. No lo consiguió. Trató de imaginar a Audrey esperándolo mientras él procuraba entregar doce kilos de heroína a un hampón que no hubiera oído hablar del atraco ni del precio puesto a su cabeza. No lo consiguió. Trató de imaginar a Audrey con él cuando la policía estrechara el cerco, polizontes ansiosos de gloria conteniendo el fuego porque el asesino estaba con una mujer. No lo consiguió. Pensó en Picahielo Fritzie encontrándolos juntos, atravesando la cara de Audrey con el picahielo, y eso fue fácil. Mickey diciendo «Por favor» y derritiéndose con ganas de perdonar era aún más fácil.