– Nunca oí nada sobre eso.
– ¿Enemigos? ¿Alguien que le guardara rencor?
– Nada.
– ¿Amigos, socios, hombres que preguntaran por él?
– No, no y no. Martin ni siquiera tenía familia.
Danny decidió sonreír, una técnica de interrogatorio que practicaba ante el espejo del dormitorio.
– Lamento haber sido tan brusco.
– No es nada.
Danny se sonrojó, y esperó que aquella loca iluminación lo disimulara.
– ¿Tiene un hombre vigilando el aparcamiento?
– No.
– ¿Recuerda un Buick verde aparcado allí anoche?
– No.
– ¿Sus empleados de cocina remolonean por allí?
– Hombre, mis empleados de cocina están demasiado ocupados para remolonear por ninguna parte.
– ¿Las camareras? ¿Hacen algún «trabajito» después del trabajo?
– Hombre, usted está fuera de jurisdicción y muy fuera de lugar.
Danny apartó al mulato y se abrió paso entre los clientes para llegar al escenario. Los Sultans lo vieron venir e intercambiaron miradas: gente acostumbrada a la policía. El batería dejó de arreglar su equipo; el trompetista retrocedió y se quedó junto a las cortinas que daban tras el escenario; el saxofonista dejó de ajustar la boquilla y se plantó donde estaba.
Danny subió a la plataforma. La luz blanca y caliente le obligó a parpadear. Calculó que el saxofonista era el jefe y optó por una táctica suave. El interrogatorio tenía demasiado público.
– Departamento del sheriff. Es por Martin Goines.
El batería le respondió.
– Martin está limpio. Acaba de curarse.
Una pista. Un ex convicto sacando la cara por otro.
– No sabía que era adicto.
El saxofonista resopló.
– Durante años, pero logró desengancharse.
– ¿Dónde?
– En el Hospital Estatal de Lexington, Kentucky. ¿Es por la libertad condicional?
Danny retrocedió para captar a los tres hombres de un vistazo.
– Anoche asesinaron a Martin. Creo que lo secuestraron cerca de aquí, después de la sesión de medianoche.
Tres reacciones limpias: el trompetista se asustó, probablemente temeroso de la policía por principio; el batería tembló; el saxofonista se intimidó, pero reaccionó con furia.
– Todos tenemos coartadas, por si no lo sabe.
Danny pensó: Martin Mitchell Goines, en paz descanses.
– Lo sé, así que nos limitaremos a la rutina habitual. ¿Martin tenía enemigos que ustedes conozcan? ¿Problemas con mujeres? ¿Otros adictos que lo acuciaran?
– Martin era un cero a la izquierda -contestó el saxofonista-. Lo único que sé es que renunció a su libertad condicional. Deseaba tanto abandonar la droga que se fue a Lexington como prófugo. Hay que tener agallas. Es un hospital federal, y pudieron haber averiguado quién era. Un cero a la izquierda. Ni siquiera sabíamos dónde vivía.
Danny reflexionó y miró al trompetista asomado tras las cortinas, aferrando el instrumento como si fuera un amuleto para espantar demonios.
– Creo que tengo algo para usted -intervino el trompetista.
– ¿Qué?
– Martin me dijo que tenía que encontrarse con un sujeto después de la sesión de medianoche, y vi que cruzaba hasta el aparcamiento del Zombie.
– ¿Mencionó algún nombre?
– No, sólo un sujeto.
– ¿Comentó algo más sobre él? ¿Qué iban a hacer… algo por el estilo?
– No, y dijo que volvería enseguida.
– ¿Usted cree que fue a comprar droga?
El saxofonista clavó en Danny sus ojos azul claro.
– Mire, le he dicho que Martin estaba limpio y quería seguir limpio.
El público empezó a abuchear; bolas de papel pegaron contra las piernas de Danny. Parpadeó ante las luces y sintió que el sudor le empapaba el cuerpo. Alguien lo insultó y lo aplaudieron; un ala de pollo medio mordida chocó contra la espalda de Danny. El saxofonista le sonrió, lamió la boquilla y le guiñó el ojo. Danny contuvo las ganas de hacerle tragar el saxo y se largó del club deprisa, por una salida lateral.
El aire nocturno le enfrió el sudor y lo hizo temblar; la pulsación del neón le lastimó los ojos. Los borbotones de música se mezclaban con estrépito y el sonámbulo negro de la azotea del Zombie parecía anunciar el fin del mundo. Danny caminó directamente hacia la aparición.
El portero miró la placa con respeto y le cedió el paso a cuatro paredes de humo y ruidos rechinantes: la banda del frente de la sala llegaba a un crescendo. La barra estaba a la izquierda. Tenía forma de ataúd y ostentaba el emblema del sonámbulo. Danny se acercó, aferró un taburete, llamó con el dedo a un hombre blanco que secaba vasos.
El camarero apoyó una servilleta ante él.
– ¡Un burbon doble! -aulló Danny por encima del bullicio. Apareció un vaso; Danny engulló el trago; el camarero volvió a llenar el vaso. Danny bebió de nuevo y sintió que los nervios se le calmaban. La música terminó con un estruendo chillón; las luces se encendieron entre grandes aplausos. Cuando terminaron los aplausos, Danny buscó en el bolsillo. Extrajo un billete de cinco dólares y las fotos de Goines.
– Dos dólares por las copas -dijo el camarero.
Danny se guardó los cinco en el bolsillo de la camisa y le mostró las fotos.
– ¿Le conoce?
El hombre entornó los ojos.
– ¿Es mayor ahora? ¿Lleva otro corte de pelo?
– Estas fotos tienen seis años. ¿Lo ha visto?
El camarero sacó unas gafas del bolsillo, se las puso y sostuvo las fotos a cierta distancia.
– ¿Sopla por aquí?
Danny no entendió y se preguntó si sería una alusión sexual.
– ¿Qué quiere decir?
– Si es músico, si toca por aquí.
– El trombón en Bido Lito's.
El camarero chasqueó los dedos.
– Eso es. Sí le conozco. Martin algo. Se toma una copa aquí entre una sesión y otra. Lo ha hecho desde Navidad, porque el bar de Bido Lito's no atiende a los empleados. Un bebedor ansioso, como…
Como usted. Danny sonrió. El burbon lo había calmado.
– ¿Lo vio anoche?
– Sí, en la calle. Él y otro fulano se dirigían a un coche, a la esquina de la Sesenta y Siete. Parecía mareado, tal vez…
Danny se inclinó hacia delante.
– ¿Tal vez qué? Sin rodeos.
– Tal vez drogado. Si uno trabaja un tiempo en clubes de jazz, se van atando cabos. Ese sujeto, Martin, caminaba como si fuera de goma, como si estuviera drogado. El otro lo rodeaba con el brazo, y lo ayudaba a avanzar hacia el coche.
– Ahora despacio. La hora, una descripción del coche y del otro hombre. Despacio.
Los clientes empezaban a formar un enjambre alrededor de la barra: negros con trajes chillones, sus mujeres medio paso atrás, todas maquilladas para parecerse a Lena Horne. El camarero miró a los clientes, miró de nuevo a Danny.
– Tenía que ser entre las 12.15 y las 12.45. Martin y el otro cruzaban la acera. Sé que el coche era un Buick, porque tenía esos agujeros redondos en el flanco. Sólo recuerdo que el otro era alto y canoso. Los vi de soslayo, y pensé: «Me gustaría tener tanto pelo.» ¿Puedo atender a la clientela?
Danny estaba a punto de decir que no; el camarero se volvió hacia un joven de barba con un saxo alto colgado del cuello.
– Coleman, ¿conoces a ese trombón blanco de Bido's? Martin no se qué.
Coleman se acercó al mostrador, cogió dos puñados de hielo y se los apretó contra la cara. Danny lo estudió: alto, rubio, casi treinta años, apuesto y desaliñado, como el protagonista masculino de esa comedia musical que Karen Hiltscher lo había arrastrado a ver. Tenía la voz floja, exhausta.
– Claro. Mal músico, por lo que oí. ¿Por qué?
– Habla con este caballero. Es policía. El te dirá por qué.
Danny señaló el vaso, rebasando en dos copas su límite de cada noche. El camarero llenó el vaso y se escabulló
– ¿Está con la Doble Siete?-preguntó el saxo alto.