Danny bebió el trago e impulsivamente tendió la mano.
– Me llamo Upshaw. Hollywood Oeste, Departamento del sheriff.
Se dieron la mano.
– Coleman Healy. Cleveland, Chicago y el planeta Marte. ¿Se ha metido Martin en algún lío?
El burbon había entibiado demasiado a Danny, se aflojó la corbata y se acercó a Healy.
– Anoche lo asesinaron.
Healy torció el gesto. Danny vio que cada uno de los atractivos rasgos se sacudía espasmódicamente, apartó la mirada para dejar que el otro recobrara la compostura. Cuando se volvió, Healy se estaba sentando ante el mostrador. Danny rozó con la rodilla el muslo del saxo alto: estaba muy tenso.
– ¿Le conocía bien, Coleman?
Ahora la cara de Healy aparecía demacrada bajo la barba.
– Charlamos un par de veces en Navidad, aquí mismo. Nada importante. El nuevo disco de Bird, el tiempo. ¿Tiene idea de quién fue?
– La pista de un sospechoso: un hombre alto y canoso. El camarero lo vio anoche con Goines, caminando hacia un coche aparcado en Central.
Coleman acarició las teclas del saxo.
– Vi a Martin con un tipo así un par de veces. Alto, maduro, con aire respetable. -Hizo una pausa y añadió-: Mire, Upshaw, no me gusta hablar mal de los muertos, pero ¿puedo darle una opinión personal… con discreción?
Danny deslizó el taburete hacia atrás para verle bien la cara. Healy parecía ansioso de ayudar.
– Adelante, las opiniones a veces son útiles.
– Bien, creo que Martin era marica. El fulano de más edad tenía facha de mujercita. Los dos se acariciaban con los pies bajo la mesa. Cuando lo noté, Martin se apartó del otro, como un chico al que sorprenden con la mano en el tarro de las galletas.
Danny dio un respingo, pensando en las etiquetas que había desechado porque le parecían demasiado toscas y contrarias al espíritu de Vollmer y Maslick: «Muerte de un bujarrón.» «Mutilación de un mariquita.»
– Coleman, ¿podría identificar al otro hombre?
Healy jugueteó con el saxo.
– No creo. Aquí la luz es rara, y lo que acabo de decirle es sólo una impresión.
– ¿Vio usted a ese hombre antes o desde esas charlas con Goines?
– No, nunca a solas. Y estuve aquí toda la noche, por si piensa que fui yo.
Danny meneó la cabeza.
– ¿Sabe si Goines se drogaba?
– No. Le gustaba demasiado el alcohol para ser adicto.
– ¿Sabe qué otras personas lo conocían? ¿Otros músicos de la zona?
– Nada. Sólo charlamos un par de veces.
Danny extendió la mano; Healy la torció hacia abajo, transformando el saludo convencional en un apretón de jazzista.
– Nos vemos en la iglesia -se despidió, y se encaminó hacia el escenario.
Muerte de un marica.
Mutilación de un invertido.
Coleman Healy subió al escenario e intercambió palmadas con los demás músicos. Gordos y cadavéricos, picados de viruela, grasientos y con aire enfermo, parecían fuera de lugar junto al elegante saxo alto, como la foto de una escena del delito con borrones que alteraban la simetría y destacaban detalles donde no debían. La música empezó: el piano le cedió una melodía machacona a la trompeta, la batería intervino, el saxo de Healy gimió, vibró, descompuso el refrán básico en variaciones. La música degeneró en ruido; Danny vio varios teléfonos cerca de los aseos y volvió a su trabajo.
Su primera moneda le puso en contacto con el jefe de guardia de la Setenta y Siete. Danny explicó que era un detective del Departamento del sheriff que trabajaba en un homicidio: un jazzista y presunto drogadicto mutilado y abandonado cerca del Strip. Al parecer la víctima ya no se drogaba, pero aun así quería una lista de los vendedores locales de heroína. El asesinato podía estar relacionado con drogas.
– ¿Cómo anda Mickey?-preguntó el jefe de guardia. Y antes de colgar añadió-: Presente una solicitud por canales oficiales.
Irritado, Danny marcó el número personal del doctor Layman en el depósito de cadáveres de la ciudad, mirando de reojo el escenario. El patólogo respondió al segundo timbrazo.
– ¿Sí?
– Danny Upshaw, doctor.
Layman rió.
– Danny Ambicioso… Acabo de hacer la autopsia del cadáver que intentaste usurpar.
Danny contuvo el aliento y dejó de mirar a Coleman Healy, que giraba con el saxo.
– ¿Sí? ¿Y?
– Y primero una pregunta. ¿Metiste un depresor en la boca del cadáver?
– Sí.
– Agente, nunca introduzcas elementos extraños en cavidades interiores sin haber examinado totalmente el exterior. El cadáver tenía cortes con astillas de madera en toda la espalda. Pino. Y tú le metiste un trozo de pino en la boca, dejando fragmentos similares. ¿Te das cuenta que podrías haber estropeado mi análisis?
– Sí, pero era obvio que la víctima fue estrangulada con una toalla o un cinturón de tela… Las fibras lo indicaban claramente.
Layman soltó un suspiro largo y exasperado.
– La causa de la muerte fue una sobredosis de heroína. Se la inyectaron en una vena junto a la columna vertebral. Lo hizo el homicida, pues la víctima no podría haber llegado allí. Le pusieron la toalla en la boca para absorber la sangre cuando la heroína llegó al corazón de la víctima y le reventó las arterias, lo cual significa que el homicida tenía conocimientos elementales de anatomía.
– Demonios -exclamó Danny.
– Un comentario apropiado, pero la cosa se pone peor. He aquí algunos detalles incidentales:
»Primero, no había heroína residual en la corriente sanguínea. La víctima ya no era adicta, aunque los pinchazos en los brazos indican que lo había sido. Segundo, la muerte se produjo entre la una y las dos de la madrugada, y las magulladuras del cuello y los genitales eran post mortem. Los tajos de la espalda también se produjeron después de la muerte, seguramente con hojas de afeitar sujetadas con un mango de pino o una máquina. Hasta ahora, brutal, pero nada nuevo para mí. Sin embargo…
Layman hizo su clásica pausa de orador universitario. Danny, sudando burbon, urgió:
– Vamos, doctor.
– Bien. La sustancia que había en las cuencas oculares era una pomada lubricante. El asesino insertó el pene en las cuencas y eyaculó, por lo menos dos veces. Encontré seis centímetros cúbicos de semen deslizándose hacia la bóveda craneana. Cero positivo, el tipo de sangre más común entre los blancos.
Danny abrió la puerta de la cabina; oyó algunos acordes y vio a Coleman Healy arqueándose mientras alzaba el saxo hacia el techo.
– ¿Las mordeduras del torso?
– En mi opinión no son humanas -respondió Layman-. Las heridas estaban demasiado extendidas para sacar moldes. No hay modo de obtener marcas dentales viables. Además, el asistente que se encargó del cadáver después de que tú representaras tu pequeño número frotó la zona afectada con alcohol, así que no pude obtener muestras de saliva o jugo gástrico. Sólo encontré la sangre de la víctima, AB positivo. ¿Cuándo descubriste el cuerpo?
– Poco después de las cuatro.
– Entonces es poco probable que se trate de animales carroñeros de las colinas. De todos modos, las heridas están demasiado localizadas para que esta teoría sea válida.
– Doctor, ¿está seguro de que son marcas de mordeduras?
– Sin duda. La inflamación que rodea las heridas está hecha con la boca. Es demasiado ancha para ser humana…
– ¿Piensa usted…?
– No interrumpas. Tal vez el asesino embadurnó la zona afectada con sangre y dejó que algún perro feroz y bien adiestrado se lanzara sobre la víctima. ¿Cuántos hombres trabajan en el caso, Danny?
– Sólo yo.
– ¿Identificación? ¿Pistas?
– Eso anda bien, doctor.
– Échale el guante.
– Lo haré.
Danny colgó y salió. El aire frío aplacó el calor que le había dado el burbon y le ayudó a reflexionar. Ahora tenía tres pistas claras: