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Las mutilaciones homosexuales coincidían con la observación de Coleman Healy de que Martin Goines era «marica», y que su acompañante con aire de «mujercita» se parecía al hombre alto y canoso que el camarero había visto con Goines, enfilando hacia el Buick robado la noche anterior, una hora antes del momento estimado de la muerte. La sobredosis de heroína era la causa de la muerte; el camarero había dicho que Goines se contoneaba como si estuviera drogado, y tal vez esa pequeña cantidad de droga había sido precursora de la inyección que le reventó el corazón; sin olvidar la previa adicción y la reciente rehabilitación de Goines. Al margen de las posibles mutilaciones con animales, tenía una pista sólida: el hombre alto y canoso, una «mujercita» capaz de conseguir heroína, jeringas hipodérmicas y persuadir a un heroinómano reformado de drogarse para celebrar la Noche Vieja.

Y aún no había conseguido ayuda de la policía de Los Ángeles sobre los expendedores locales de heroína; una extorsión entre drogadictos era la única jugada lógica.

Danny cruzó hasta Tommy Tucker's Playroom, encontró una mesa vacía y pidió café para combatir el efecto del alcohol. Tocaban baladas. Las paredes estaban tapizadas con rayas de cebra y un empapelado barato con un motivo selvático, arrugado por antorchas cuyas llamadas lamían el techo. Otro foco potencial de incendio, capaz de echar al traste la manzana entera. El café negro y fuerte lo despejó; la música era suave, caricias para las parejas: tórtolos que se cogían de la mano y bebían combinados de ron. La atmósfera le recordó San Berdoo en el año 39, él y Tim viajaron en un Oldsmobile robado a un baile de promoción en un pueblo, se cambiaron de ropa en su casa mientras su madre hojeaba la revista Watchtowers frente a la tienda Coulter's. En ropa interior, manoseos y bravuconadas, bromas sobre los sustitutos para las muchachas; Timmy con Roxanne Beausoleil frente al gimnasio esa noche: los dos sacudieron tanto el Oldsmobile que casi estropearon la suspensión. Él, el tímido del baile, no quiso hacerlo con Roxanne, bebió ponche con especias, se puso sensiblero con las canciones lentas.

Danny acalló los recuerdos con trabajo de policía: buscó infracciones a las normas de higiene y seguridad, a los reglamentos sobre bebidas alcohólicas, alguna transgresión. El portero dejaba entrar a menores; negras altas con vestidos con corte daban vueltas buscando clientes; había una sola salida lateral en una sala enorme donde la temperatura resultaba sofocante. Pasó el tiempo, la música subió de tono y luego volvió a ser suave, el café y los vistazos constantes le mantenían en guardia. Luego dio con algo. Vio a dos negros cerrando un trato junto a las cortinas de la salida: dinero por algo que cabía en la mano, una rápida salida al aparcamiento.

Danny contó hasta seis y los siguió. Abrió la puerta y miró al exterior. El que había cogido el dinero caminaba a grandes zancadas hacia la acera; el otro estaba dos filas de coches más allá, abriendo la portezuela de un vehículo coronado por una larga antena. Danny le dio treinta segundos para inyectarse, encender o esnifar, luego extrajo la 45, se agachó y se acercó.

El coche era un Mercedes color lavanda; volutas de humo de marihuana salían por las ventanillas. Danny aferró la puerta del conductor y la abrió de golpe; el negro gritó, soltó el cigarrillo y retrocedió al ver el revólver que tenía ante la cara.

– Departamento del sheriff -espetó Danny-. Las manos en el salpicadero. Despacio o te liquido.

El joven obedeció a cámara lenta. Danny le apoyó el cañón de la 45 bajo la barbilla y lo cacheó: bolsillos de la chaqueta, la cintura por si escondía armas. Encontró una billetera de piel de cocodrilo, tres cigarrillos de marihuana, ninguna pieza de artillería; abrió la guantera y encendió la luz del salpicadero. El muchacho intentó decir algo; Danny le hundió el revólver con más fuerza, cortándole la respiración y obligándole a callar.

El tufo del cigarrillo era apestoso; Danny encontró la colilla en el asiento y la apagó. Con la mano libre abrió la billetera, extrajo el permiso de conducir y más de cien dólares en billetes de diez y de veinte. Se guardó el dinero en el bolsillo y leyó el carné: Carlton W. Jeffries, un metro sesenta, nacido el 19/6/29, calle Noventa y Ocho Este 439 1/4, Los Ángeles. Una rápida revista a la guantera le permitió encontrar un registro de vehículos automotores con el mismo titular y un fajo de multas impagadas en sus respectivos sobres. Danny guardó el carné, los cigarrillos, el dinero y el registro en un sobre y lo arrojó al suelo; apartó la 45 de la barbilla del chico y usó el cañón para hacerle volver la cabeza. De cerca, vio a un sujeto marrón chocolate al borde de las lágrimas. Movía los labios y la nuez de Adán, resollando para recobrar el aliento.

– Información o un mínimo de cinco años en una prisión estatal -bramó Danny-. Lo que prefieras.

Carlton W. Jeffries encontró su voz: aguda, chillona.

– ¿Qué cree usted?

– Creo que eres listo. Dame lo que quiero y mañana te envío este sobre por correo.

– Me lo podría devolver ahora. Por favor, necesito ese dinero.

– Quiero datos. Si te haces el listo y me pasa algo, estás frito. Tengo pruebas, más la confesión que acabas de hacer.

– ¡Hombre, yo no he confesado nada!

– Claro que sí. Has vendido medio kilo por semana. Eres el camello más importante de la zona sur.

– ¡Hombre!

Danny apoyó el cañón del arma en la nariz de Carlton W. Jeffries.

– Quiero nombres. Vendedores de heroína de la zona. Adelante.

– Yo…

Danny hizo girar la 45 y asió el cañón para utilizar el arma como porra.

– Habla, maldita sea.

Jeffries apartó las manos del salpicadero para protegerse.

– El único que conozco es un tipo llamado Otis Jackson. Vive en el piso superior de la lavandería automática de Ciento Tres y Beach. ¡Por favor, no le diga que se lo he contado yo!

Danny enfundó el arma y se alejó de la portezuela del coche. Tropezó con el sobre de vehículos automotores justo cuando Carlton W. Jeffries empezaba a chillar. Recogió las pruebas, las arrojó sobre el asiento y se marchó deprisa hacia el Chevy para no tener que oír los farfulleos de gratitud del pobre diablo.

El cruce de Ciento Tres y Beach era una ruinosa intersección en el corazón de Watts: en dos esquinas había locales para alisar el pelo, en la tercera una tienda de licores, y la Koin King Washeteria ocupaba la cuarta. Sobre la lavandería automática había un apartamento con las luces encendidas; Danny aparcó enfrente, apagó los faros y estudió el único acceso: una escalera lateral que subía hasta una desvencijada puerta.

Dejó el coche y subió de puntillas, sin apoyar la mano en la barandilla por temor a que crujiera. Al llegar arriba desenfundó el revólver, apoyó el oído en la puerta y escuchó. Oyó una voz de hombre contando: ocho, nueve, diez, once. Golpeó la puerta e imitó una voz de negro.

– ¿Otis? ¿Estás ahí, hombre? Soy yo.

Danny oyó una maldición; segundos después la puerta se abrió, sujeta a la jamba por una cadena. Asomó una mano que empuñaba una navaja; Danny golpeó la navaja con el arma, luego arrojó su peso hacia el interior.

La navaja cayó al suelo, una voz chilló y la puerta se hundió con Danny encima. Cayó sobre la alfombra con estrépito y vislumbró una confusa imagen de Otis Jackson cogiendo paquetes del suelo y corriendo al cuarto de baño. Oyó el ruido de la cadena. Danny se arrodilló, se asomó y gritó:

– ¡Departamento del sheriff!

Otis Jackson levantó el dedo medio en un gesto obsceno y regresó a la sala de estar con una sonrisa satisfecha.

Danny se levantó. Acordes de jazz le retumbaban en la cabeza.

– Aquí el Departamento del sheriff no vale una mierda.

Danny le dio un culatazo en la cara. Jackson cayó al suelo, gimió y escupió una prótesis dental rota. Danny se acuclilló a su lado.