Выбрать главу

– Durará el tiempo que lo necesitemos.

Mal se acercó y echó un vistazo a las pruebas: elementos para obtener información.

– Pero no atestiguará ante el gran jurado, ¿verdad?

– Ni hablar. Le aterra perder su credibilidad como psiquiatra. El secreto profesional, ya sabes. Es un buen refugio para los abogados, y a los médicos también les gusta. Desde luego, para ellos no es legalmente vinculante. Lesnick estaría acabado como profesional si testificara.

– Pero parece que quiere ir al encuentro de su creador como un norteamericano bueno y patriótico -comentó Dudley-. Se ofreció voluntariamente, y eso debería ser una gran satisfacción para alguien que pronto pasará a mejor vida.

Loew rió.

– Dudley, ¿alguna vez has dado un paso sin calcular todos los ángulos?

– ¿Y tú, abogado? ¿Tú, capitán Considine?

– En algún momento de los Locos Veinte -respondió Mal, pensando que en un enfrentamiento personal prefería al matón callejero de Dublín antes que al Phi Beta Kappa de Harvard-. Ellis, ¿cuándo empezamos con los testigos?

Loew tocó las pilas de archivos.

– Pronto, después que hayáis digerido esto. A partir de lo que aprendáis aquí, daréis los primeros pasos. Buscaréis puntos débiles y personas débiles que parezcan dispuestas a cooperar. Si pudiéramos hacernos con un grupo de testigos voluntarios deprisa, sería perfecto. Pero si no obtenemos suficiente colaboración inicial, tendremos que hacer una infiltración. Nuestros amigos de los Transportistas han oído charlas en los piquetes. Parece que la UAES planea realizar mítines estratégicos destinados a plantear exigencias contractuales exorbitantes a los estudios. Si se nos presentan muchos obstáculos iniciales, daremos marcha atrás e infiltraremos un señuelo en la UAES. Quiero que ambos penséis en policías listos, duros y de aire idealista que podamos usar si llegamos a este punto.

Mal sintió un escalofrío. Se había granjeado su reputación en Antivicio infiltrando señuelos, dirigiendo. Era su especialidad como policía.

– Lo pensaré -dijo-. ¿Dudley y yo somos los únicos investigadores?

Loew hizo un ademán que abarcaba su casa entera.

– Empleados de la ciudad se reúnen aquí para encargarse del papeleo, Ed Satterlee para el uso de sus contactos, Lesnick para el asesoramiento psiquiátrico. Vosotros dos para los interrogatorios. Podría conseguir un tercer hombre para que busque material delictivo, situaciones comprometedoras.

Mal ansiaba leer, pensar, trabajar.

– Iré a atar algunos cabos sueltos en el Ayuntamiento, volveré a casa y me pondré a trabajar -dijo.

– Yo voy a entablar pleito a un agente de bienes raíces por conducir borracho la motocicleta de su hijo.

Dudley Smith brindó en honor de su jefe con una copa imaginaria.

– Ten piedad. La mayoría de los agentes de bienes raíces son buenos y patrióticos republicanos, y tal vez un día necesites su ayuda.

En el Ayuntamiento, Mal hizo algunas llamadas para satisfacer su curiosidad acerca de sus dos nuevos colegas. Bob Cathcart, un experto agente de la Sección Criminal del FBI con quien había trabajado, le pasó datos sobre Edmund J. Satterlee. Según Cathcart el hombre era un fanático religioso que tenía el comunismo entre ceja y ceja, y sus puntos de vista eran tan extremos que Clyde Tolson, el número dos de Hoover en el FBI, a menudo le hacía cerrar el pico cuando actuaba como agente de la oficina de Waco, Texas. Se estimaba que Satterlee ganaba cincuenta mil dólares anuales por sus conferencias anticomunistas; Contracorrientes Rojas era «un mero engaño»: «Dejarían libre a Karl Marx si les pagaran lo suficiente.» Se rumoreaba que habían echado a Satterlee de la Sección de Inmigración porque había intentado montar una operación ilegaclass="underline" recibir talonarios de los prisioneros japoneses a cambio de hacerse cargo de su propiedad confiscada hasta que los liberasen. El resumen del agente Cathcart: Ed Satterlee estaba loco de remate, aunque era rico y competente, un experto en inventar teorías conspiratorias que resultaban convincentes en un tribunal; muy eficiente en reunir pruebas y en crear interferencias externas para los investigadores de un gran jurado.

Una llamada a un viejo compañero del Escuadrón Metropolitano del Departamento de Policía de Los Ángeles y otra a un ex ayudante del fiscal de distrito que ahora estaba en la oficina de la Fiscalía General del Estado le proporcionaron la verdadera historia del doctor Saul Lesnick. El viejo era y seguía siendo miembro del PC; era soplón de los federales desde el 39. Dos agentes de la oficina de Los Ángeles habían ido a verlo para proponerle un trato: él suministraría datos psiquiátricos confidenciales a diversos comités y agencias policiales, y su hija quedaría libre de su sentencia de cinco a diez años por conducir en estado de embriaguez y atropellar a una persona sin detenerse. Había pasado un año en prisión y le quedaban por lo menos cuatro. La muchacha estaba cumpliendo la sentencia en Tehachapi. Lesnick aceptó; ella obtuvo la libertad condicional indeterminada, la cual sería revocada si el buen doctor anunciaba públicamente su actividad o se negaba a colaborar. Lesnick, que contaba con un máximo de seis meses en su lucha contra el cáncer pulmonar, había arrancado una promesa a un alto funcionario del Departamento de Justicia: cuando él muriera, todos los archivos confidenciales que había prestado se destruirían; los antecedentes de su hija por atropellar a una persona con el coche se eliminarían de toda documentación oficial relacionada con Lesnick, y sus confidencias sobre pacientes subversivos serían quemadas. Nadie sabría que Saul Lesnick, comunista y psiquiatra, había actuado durante diez años en ambos bandos y se había salido con la suya.

Nuevos colegas en un viejo negocio, pensó Mal. Selnick obtenía un buen precio a cambio de su colaboración. Su baile con los federales valía la pena: evitaba a su hija violaciones con mango de escoba y una perniciosa anemia causada por la célebre comida de Tehachapi, puro almidón, a cambio del resto de su vida, acortada por un suicidio con tabaco francés. Él habría hecho lo mismo por Stefan, no lo hubiera pensado dos veces.

Había documentos cuidadosamente amontonados en el escritorio; Mal, mirando de soslayo la enorme pila del gran jurado, se puso a trabajar. Escribió notas a Ellis Loew para sugerirle investigadores que obtendrían pruebas de respaldo; mecanografió tarjetas asignando archivos a los inexpertos agentes de la Fiscalía de Distrito que se encargarían de los juicios ahora que Loew dedicaba todo su tiempo a combatir el comunismo. El asesinato de una ramera de Chinatown quedó en manos de un chico que había salido seis meses atrás de la peor escuela de leyes de California; era probable que el culpable, un rufián conocido por su afición a torturar a sus víctimas con un objeto fálico con remaches de metal, quedara en libertad. La muerte de dos negros quedó en manos de un joven que aún no había cumplido veinte años. Un miembro de la banda Cobra Púrpura había disparado contra una multitud de chicos frente a la Escuela de Artes Manuales con la esperanza de que hubiera gente de Escorpión Púrpura entre ellos. No los había; una aventajada alumna y su novio cayeron muertos. Mal le daba una probabilidad del cincuenta por ciento: los negros que mataban negros aburrían a los jurados blancos, que a menudo emitían sentencias caprichosas.

El asalto a mano armada en Minnie Robert's Casbash quedó en manos de un protegido de Loew; redactar la síntesis de los tres casos le llevó cuatro horas y le acalambró los dedos. Al terminar miró la hora y vio que eran las tres y diez: Stefan ya habría vuelto de la escuela. Si Mal tenía suerte, Celeste estaría visitando a su vecina, parloteando en checo, charlando acerca de la madre patria antes de la guerra. Mal cogió su pila de informes psiquiátricos y se dirigió a casa, reprimiendo un impulso puericlass="underline" parar en una tienda de artículos militares y comprar un par de barras plateadas de capitán.