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Vivía en el distrito Wilshire, en una gran casa de dos plantas que le devoraba los ahorros y casi todo el sueldo. Esa casa habría sido demasiado buena para Laura: no valía la pena para un matrimonio juvenil basado en la atracción sexual. La había comprado al regresar de Europa en el 46, sabiendo que Laura salía y Celeste entraba, intuyendo que amaba al chico más de lo que nunca podría amar a esa mujer, que el matrimonio estaba destinado a proteger a Stefan. En las cercanías había un parque con aros de baloncesto y un campo de béisbol; la tasa de criminalidad del vecindario era prácticamente nula y las escuelas locales tenían la calificación académica más alta del estado. Era un final feliz para la pesadilla de Stefan.

Mal aparcó en la calzada y atravesó el césped: el deslucido trabajo de jardinería de Stefan, la pelota y el bate de su hijo apoyados contra el seto que se había olvidado de podar. Al entrar oyó voces: la riña bilingüe en la que había arbitrado mil veces. Celeste barbotaba conjugaciones verbales en checo, sentada en el sofá de su cuarto de costura, mientras dirigía gestos a Stefan, cautivo en una silla. El niño jugaba con objetos de una mesa: dedales y carretes de hilo, ordenándolos según el color; era tan listo que tenía que estar ocupado incluso mientras le daban una lección. Mal permaneció lejos de la puerta y observó, amando a Stefan por su temperamento; le alegraba que fuera moreno y regordete como su verdadero padre, no flaco y rubio como Celeste, aunque Mal era rubio y eso proclamaba a los cuatro vientos que no llevaban la misma sangre.

– Es el idioma de tu gente -dijo Celeste.

Stefan apiló los carretes formando una casita: colores oscuros para los cimientos, colores claros arriba.

– Pero ahora seré norteamericano. Malcolm dijo que puede conseguirme la ciud-ciud-ciudadanía.

– Malcolm es hijo de un pastor anglicano, un policía que no entiende nuestras tradiciones. Tu legado, Stefan. Aprende a hacer feliz a tu madre.

Mal notó que el chico no lo creía; sonrió cuando Stefan derrumbó la casa de carretes con los ojos oscuros despidiendo llamas.

– Malcolm dijo que Checoslovaquia es… una…

– ¿Una qué, querido?

– ¡Una inmundicia! ¡Una pila de estiércol! Scheiss! Scheiss! ¡En alemán para mutti!

Celeste alzó una mano, se contuvo y se palmeó las rodillas.

– En inglés para ti… pequeño ingrato, vergüenza para tu verdadero padre, un hombre culto, un doctor que no se relacionaba con mujerzuelas y delincuentes…

Stefan tiró la mesita y salió corriendo del cuarto. En la puerta tropezó con Mal. El niño regordete rebotó contra su alto padrastro, luego le aferró la cintura y le hundió la cabeza en el chaleco. Mal lo abrazó, aferrándole los hombros con una mano y acariciándole el pelo con la otra. Cuando Celeste se levantó y los vio, Mal dijo:

– No te das por vencida, ¿verdad?

Celeste masculló unas palabras; Mal sabía que eran palabrotas en su lengua natal que no quería que Stefan oyera. El chico aferró a Mal con más fuerza, luego se zafó y subió corriendo a su cuarto. Mal oyó un tintineo: los soldados de juguete de Stefan arrojados contra la puerta.

– Sabes qué recuerdos le trae, pero no te das por vencida…

Celeste metió los brazos en la chaqueta que llevaba encima, un gesto europeo que Mal aborrecía.

– Nein, Herr Leutnant. -Puro alemán, puro Celeste: Buchenwald, el oficial alemán, el mayor Considine, asesino a sangre fría.

Mal atravesó la puerta.

– Dentro de muy poco tiempo seré capitán, Fräulein. Jefe de investigación de la Fiscalía de Distrito y con muchas posibilidades de ascenso. Prestigio, Fräulein. Por si se me ocurre que estás arruinando a mi hijo y tengo que quitártelo.

Celeste se sentó con las rodillas juntas, un gesto escolar, Praga 1934.

– El hijo pertenece a la madre. Incluso un abogado fracasado como tú debería conocer esa máxima.

Un argumento ineludible. Mal salió con pasos furibundos; se sentó en la escalinata y miró los nubarrones. La máquina de coser de Celeste empezó a gemir; arriba, los soldados de Stefan aún se estrellaban contra la maltrecha y mellada puerta del dormitorio. Mal pensó que pronto quedarían despintados, dragones sin uniforme, y que ese simple hecho derrumbaría todo lo que él había construido desde la guerra.

En el 45 Mal era un mayor del ejército destinado al puesto provisional de la Policía Militar cerca del recién liberado campo de concentración de Buchenwald. Su misión consistía en interrogar a los supervivientes, especialmente a aquellos que los equipos médicos de evacuación consideraban enfermos terminales, desechos de seres humanos que quizá no lograrían sobrevivir para identificar a sus verdugos en un tribunal. Las sesiones de preguntas y respuestas eran espantosas; Mal sabía que sólo la pétrea y fría presencia del intérprete le permitía conservar la suficiente calma profesional. Las noticias de casa eran igualmente malas: los amigos le escribían que Laura se acostaba con Jerry Dunleavy, un fulano de la Sección de Homicidios, y Buzz Meeks, un corrupto detective de Narcóticos y recaudador de Mickey Cohen. Y en San Francisco, su padre, el reverendo Liam Considine, moría de una enfermedad cardíaca congestiva y todos los días le enviaba telegramas rogándole que abrazara a Jesús antes de que él muriera. Mal lo odiaba demasiado para complacerle en eso y estaba demasiado ocupado rezando por la muerte rápida e indolora de cada superviviente de Buchenwald, por la absoluta interrupción de sus recuerdos y pesadillas. El viejo murió en octubre; Desmond, hermano de Mal y rey de los coches usados de Sacramento, le envió un telegrama lleno de invectivas religiosas. Terminaba con palabras de reproche. Dos días después Mal conoció a Celeste Heisteke.

Ella salió de Buchenwald saludable y firme, y hablaba bastante inglés como para hacer innecesaria la presencia del intérprete. Mal interrogó a Celeste a solas; hablaban de un solo tema: Celeste se acostaba con un teniente coronel de las SS llamado Franz Kempflerr, el precio por la supervivencia.

Las anécdotas de Celeste -gráficamente narradas- aliviaron a Mal de sus pesadillas mejor que el fenobarbital de contrabando que había ingerido durante semanas. Le excitaban, le repugnaban, le hacían odiar al oficial nazi y odiarse a sí mismo por ser un mirón a doce mil kilómetros de distancia de sus legendarias operaciones para capturar a prostitutas en Antivicio. Celeste captó su excitación y lo sedujo; juntos revivieron los amoríos de Celeste con Franz Kempflerr. Mal se enamoró de ella, pues advirtió que Celeste lo comprendía mucho mejor que Laura, sensual pero tonta. En cuanto le hubo echado el guante, Celeste le habló de su difunto esposo y de su hijo de seis años, quien quizás aún estuviera vivo en Praga. Él era un detective con experiencia. ¿Estaba dispuesto a buscar al chico?

Mal aceptó porque ese desafío le daba la oportunidad de ser para Celeste algo más que un amante mirón, algo más que el policía de albañal que veía su familia. Viajó tres veces a Praga. Anduvo de aquí para allá preguntando en torpe checo y alemán. Los primos de la familia Heisteke desconfiaban de él; dos veces lo amenazaron con pistolas y cuchillos y se retiró, mirando por encima del hombro como si recorriera el distrito negro de Los Ángeles entre los susurros y burlas de los policías de Oklahoma, que allí dominaban la ronda nocturna: universitario cagón, asustado por los negros, cobarde. En su último viaje localizó a Stefan Heisteke, un chico pálido de cabello oscuro y vientre distendido que dormía frente a un puesto de cigarrillos en una alfombra enrollada prestada por un amigo que trabajaba en el mercado negro. Este hombre contó a Mal que el chico se asustaba si la gente le hablaba en checo, el idioma que mejor entendía; las frases en alemán y francés sólo suscitaban respuestas monosilábicas. Mal se llevó a Stefan a su hotel, lo alimentó e intentó bañarlo, pero desistió cuando el chico rompió a llorar.