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– No estoy seguro de haber escrito bien todas las palabras -dijo Gibbs.

Danny volvió a encontrar su voz de libro de texto.

– No tiene importancia. Conserva esas notas y dáselas al capitán Dietrich por la mañana.

– Pero salgo a las ocho. El capitán llega a las diez, y tengo entradas para la bolera.

– Lo lamento, pero te quedarás aquí hasta que te releven o aparezcan los técnicos del laboratorio.

– El laboratorio del condado está cerrado en Año Nuevo, y tengo las entradas…

Una ambulancia del médico forense frenó junto a las vallas, apagando la sirena; Danny se volvió hacia Henderson.

– Abandonad el lugar. No quiero periodistas ni curiosos. Gibbs se queda aquí. Tú y Deffry, indagad por el vecindario. Ya conocéis la rutina: testigos que hayan visto traer al cadáver, remolones sospechosos, vehículos.

– Upshaw, son las cuatro y veinte de la madrugada.

– Bien. Empezad ahora y a mediodía habréis terminado. Entregad a Dietrich un informe por duplicado. Anotad todas las direcciones donde no haya nadie en casa, las visitaremos después.

Henderson se fue deprisa a su coche; los hombres del forense pusieron el cuerpo en una camilla y lo cubrieron con una manta mientras Gibbs les hablaba a borbotones del campeonato del Rose Bowl y del caso de la Dalia Negra, que seguía irresuelto y aún era un tema candente. El resplandor de las luces rojas, las linternas y los faros bailaban sobre el terreno revelando detalles: charcos de lodo que reflejaban el claro de luna y las sombras, la luminosa bruma de Hollywood a lo lejos. Danny pensó en los seis meses que llevaba como detective, sus dos sencillos casos de homicidio. Los hombres del depósito de cadáveres cargaron el cuerpo, giraron en redondo y se marcharon sin poner la sirena. Danny recordó una máxima de Vollmer: «En crímenes extremadamente pasionales, el asesino siempre revela su patología. Si el detective está dispuesto a clasificar las pruebas con objetividad y luego pensar subjetivamente desde la perspectiva del asesino, a menudo resolverá crímenes desconcertantes por su carácter fortuito.»

Ojos arrancados. Órganos sexuales golpeados. Músculos desgarrados. Danny siguió la ambulancia lamentando que su coche no tuviera sirena para llegar antes.

Los depósitos de cadáveres de la ciudad y el condado de Los Ángeles ocupaban la planta baja de un almacén de Alameda, al sur de Chinatown. Un tabique de madera separaba las dos instituciones: tablas para examinar cadáveres, refrigeradores y mesas de disección para los cuerpos hallados dentro de los confines de la ciudad; otro conjunto de instalaciones para los cadáveres de la zona perteneciente al Departamento del sheriff. Antes de que Mickey Cohen conmoviera al Departamento de Policía y a la Oficina del Alcalde con sus revelaciones sobre Brenda Allen -altos funcionarios que recibían dinero de las prostitutas más famosas de Los Ángeles- había existido una sólida colaboración entre la ciudad y el condado. Los patólogos y los camilleros compartían las mantas de plástico, las sierras para huesos y el líquido de conservación. Ahora que los policías del condado daban refugio a Cohen en el Strip, sólo había roces entre ambos departamentos.

La oficina de personal del Departamento de Policía había promulgado edictos: prohibido prestar instrumentos médicos de la ciudad; prohibido confraternizar con el personal del condado mientras se estaba de servicio; prohibido hacer juerga a la luz de los mecheros Bunsen, por miedo a que se etiquetaran mal los cadáveres y que los fragmentos de cuerpos robados como recuerdos condujeran a escándalos que respaldaran las revelaciones de Brenda Allen. Danny Upshaw siguió la camilla que llevaba al cadáver 1-1/1/50 al depósito del condado, consciente de que las probabilidades de lograr que su patólogo favorito de la ciudad hiciera la autopsia eran casi nulas.

El depósito del condado era un hervidero: víctimas de accidentes en camillas, ayudantes colgando etiquetas en dedos gordos, agentes redactando informes y hombres del forense fumando un cigarrillo tras otro para matar el tufo a sangre, formaldehído y comida china rancia. Danny dobló hacia una salida de emergencia y se dirigió al depósito de la ciudad, interrumpiendo a un trío de policías que cantaban el villancico Auld Lang Syne. El ambiente era similar al del depósito del condado, excepto que los uniformes eran azul marino en vez de verde oliva y caqui.

Danny se dirigió al despacho del doctor Norton Layman, subjefe de investigación médica de la ciudad de Los Ángeles, autor de La ciencia contra el delito, y profesor de Danny en el curso nocturno de Patología Forense para Principiantes en la Universidad de California Sur. Había una nota clavada en la puerta. «Trabajaré en el turno de día a partir del 1 de enero. Dios bendiga esta nueva era con menos trabajo que en la primera mitad de este sangriento siglo. – N.L.»

Mascullando una maldición, Danny sacó su pluma y su libreta y escribió:

«Doctor, debí suponer que usted se tomaría libre la noche más ajetreada del año. Hay un interesante 187 en el depósito del condado. Sexo masculino, mutilaciones sexuales. Material para su nuevo libro. Como recibí el aviso, estoy seguro de que conseguiré el caso. ¿Tratará usted de conseguir la autopsia? El capitán Dietrich dice que el investigador médico del condado que tiene el turno de día es jugador y susceptible al soborno. A buen entendedor… – D. Upshaw.» Dejó el papel sobre el secante del escritorio de Layman, lo sujetó con un cráneo humano ornamental y regresó al territorio del condado.

Había menos movimiento. La luz del día empezaba a filtrarse en el depósito; la pesca de esa noche yacía apilada sobre planchas de acero. Danny echó una ojeada y vio que la única persona viva del lugar era un ayudante de investigación sentado en una silla junto a la sala de despacho, que se escarbaba alternativamente la nariz y los dientes.

Danny se le acercó. El viejo, con aliento a licor, le preguntó quién era.

– Agente Upshaw, Hollywood Oeste. ¿Quién es el jefe?

– Bonita tarea. ¿No eres un poco joven para un trabajo tan duro?

– Me gusta trabajar. ¿Quién es el jefe?

El viejo restregó por la pared el dedo con el que se escarbaba la nariz.

– Por lo que veo, no eres muy conversador. El doctor Katz llevaba la voz cantante, sólo que unos tragos le hicieron cantar a él. Ahora duerme la mona en su coche. ¿Por qué todos los judíos conducen Cadillacs? Tú eres detective. ¿Tienes una respuesta para eso?

Danny hundió los puños en los bolsillos y los apretó, su recurso para conservar la calma.

– Ni idea. ¿Cómo se llama usted?

– Ralph Carty es mi…

– Ralph, ¿alguna vez ha hecho preparativos para una autopsia? Carty rió.

– Hijo, los he hecho todos. Rodolfo Valentino, que estaba seco como un grillo. Lupe Vélez y Carole Landis. Tengo fotos de ambas. Lupe se afeitaba la entrepierna. Finges que no están muertas y lo pasas bien. ¿Qué dices? ¿Lupe y Carole, cinco dólares cada una?

Danny cogió la billetera y extrajo dos billetes de diez; Carty metió la mano en el bolsillo interior y sacó un fajo de fotografías.

– No -atajó Danny-. El sujeto que quiero está allá, en una plancha de acero.

– ¿Qué?

– Haré los preparativos. Ahora.

– Hijo, tú no eres un empleado calificado de este depósito.

Danny añadió cinco dólares al soborno y se los dio a Carty; el viejo besó la borrosa fotografía de una actriz muerta.

– Supongo que ya lo eres.

Danny trajo su equipo del coche y se puso a trabajar mientras Carty montaba guardia por si aparecía el investigador médico de turno.

Alzó la sábana que cubría el cadáver y palpó los miembros buscando lividez post mortem; levantó los brazos y las piernas, los soltó y notó esa dureza previa al rigor mortis. En su libreta anotó: «Hora probable del deceso: alrededor de la una de la mañana.» Luego embadurnó de tinta los dedos del cadáver y los apretó contra un cartón duro. Se alegró 'de obtener buenas huellas en el primer intento.