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Dejó que Stefan se lavara solo y que durmiera diecisiete horas seguidas. Luego, armado con diccionarios de frases en alemán y francés, inició su interrogatorio más agotador. Logró ordenar la historia al cabo de una semana de largos silencios, largas pausas, preguntas y respuestas entrecortadas, con medio cuarto de distancia entre ambos.

Stefan Heisteke había quedado en manos de unos primos apenas antes de que Celeste y su esposo, antinazis no judíos, fueran capturados por los alemanes; los primos, al huir, lo habían confiado a parientes políticos distantes, quienes lo entregaron a unos amigos, que a su vez se lo dieron a unos conocidos escondidos en el sótano de una fábrica abandonada. Allí pasó casi dos años, en compañía de un hombre y una mujer a quienes el encierro había enloquecido. La fábrica enlataba comida para perros, y durante todo ese tiempo Stefan sólo comió carne de caballo enlatada. El hombre y la mujer lo usaban sexualmente, y luego le susurraban, en checo, palabras de amor a un niño de cinco y seis años. Stefan no toleraba el sonido de ese idioma.

Mal se reunió con Celeste, le devolvió a Stefan, le contó una versión piadosamente abreviada de esos años y le aconsejó que le hablara en francés o que le enseñara inglés. No le dijo que en su opinión los primos de Celeste eran cómplices de los horrores del niño, y cuando Stefan contó a su madre qué había ocurrido, Celeste capituló ante Mal. Él sabía que antes se había servido del niño; ahora lo amaba. Mal tenía una familia para reemplazar su hogar destruido en Estados Unidos.

Juntos habían empezado a enseñar inglés a Stefan; Mal escribió a Laura, le pidió el divorcio y preparó los papeles para llevar a su nueva familia a California. Las cosas andaban muy bien; pero de pronto se desquiciaron.

El oficial que había prostituido a Celeste había escapado antes de la liberación de Buchenwald; lo capturaron en Cracovia y lo encerraron en el puesto de la Policía Militar cuando Mal estaba a punto de recibir la baja. Mal fue a Cracovia sólo para verlo; el oficial de guardia le mostró las pertenencias confiscadas al nazi, entre las que encontró inequívocos mechones de cabello de Celeste. Mal fue hasta la celda de Franz Kempflerr y descargó su pistola en la cara del alemán.

El episodio se encubrió. Al gobernador militar, general de una estrella, le gustaba el estilo de Mal. Éste obtuvo una baja honrosa, llevó a Celeste y Stefan a Estados Unidos, volvió a ser sargento de policía y se divorció. En cuanto a los amantes de Laura, Buzz Meeks resultó herido en un tiroteo y volvió a la vida civil con una pensión; Jerry Dunleavy se quedó donde estaba, pero lejos de Mal. Se rumoreaba que Meeks sospechaba que Mal era responsable del atentado, una venganza por su aventura con Laura. Mal dejó que esos rumores siguieran circulando: servían para contrarrestar la fama de cobarde que se había ganado en Watts. Aquí y allá se habló del oficial alemán; Ellis Loew, aspirante a fiscal de distrito, un judío que había evadido el reclutamiento, se interesó por él y se ofreció a allanarle el camino cuando aprobara el examen de teniente. En el 47 Mal llegó a teniente y recibió el traslado a la Oficina de Investigaciones de la Fiscalía de Distrito, protegido por el más ambicioso ayudante de fiscal que había visto la ciudad de Los Ángeles. Se casó con Celeste e inició una vida matrimonial que ya incluía un hijo. Y cuanto más se acercaban el padre y el hijo, más rencor sentía la madre; y cuanto más se empeñaba Mal en adoptar formalmente al niño, más se negaba ella. Celeste trataba de inculcar a Stefan los modales de la vieja aristocracia checa, que los nazis le habían arrebatado: lecciones de lengua, cultura y costumbres europeas. Celeste era indiferente a los recuerdos que esas lecciones despertaban.

– El hijo pertenece a la madre. Incluso un abogado fracasado como tú debería conocer esa máxima.

Mal oyó la máquina de coser de Celeste, los soldados de juguete de Stefan golpeando la puerta. Inventó su propio epígrafe: salvar la vida de una mujer sólo despierta gratitud si la mujer tiene algo por qué vivir. Celeste sólo tenía recuerdos y una odiada existencia como hausfrau de un policía. Sólo quería llevar a Stefan de vuelta a la época de sus horrores y convertirlo en parte de los recuerdos. La conclusión final de Maclass="underline" no se lo permitiría.

Mal entró en la casa para leer los archivos clandestinos de los comunistas: su glorioso gran jurado y todo lo que cosecharía.

Prestigio.

6

Los dos piquetes avanzaban despacio por Gower, frente a las entradas de los estudios de Poverty Row. La UAES ocupaba la parte interior, donde desplegaban letreros pegados a tablas de madera chapada: PAGA JUSTA POR HORARIO LARGO, NEGOCIACIONES DE CONTRATOS YA, PARTICIPACIÓN EN LAS GANANCIAS PARA TODOS LOS TRABAJADORES. Los Transportistas caminaban junto a ellos, dejando libre una franja de acera, empuñando maderas revestidas con cinta adhesiva en cuyas puntas llevaban sus letreros: FUERA LOS ROJOS, NINGÚN CONTRATO PARA LOS COMUNISTAS. Ambas facciones intercambiaban palabras; de vez en cuando alguien gritaba: «Mierda», «traidor» o «basura» y estallaba un coro de obscenidades. Enfrente, los periodistas esperaban, fumando y jugando a las cartas en el capó de los coches.

Buzz Meeks miraba desde el pasaje que había frente a las oficinas ejecutivas de Variety International Pictures: tres pisos, un panorama de balcón. Recordaba que había machacado cabezas sindicales en los años 30; evaluó a los Transportistas y a los de la UAES y calculó un enfrentamiento comparable al de Louis y Schmeling Número Dos.

Fáciclass="underline" los Transportistas eran tiburones y los UAES eran pececillos. El piquete de los Transportistas tenía a gente de Mickey Cohen, matones sindicales contratados en sórdidas agencias; los UAES eran izquierdistas veteranos, tramoyistas no tan jóvenes, mexicanos enclenques y una mujer. Si llegaban a las manos, sin cámaras presentes, los Transportistas empuñarían los palos como arietes y atacarían, atacarían con manoplas metálicas: sangre, dientes y cartílago nasal en la acera, tal vez unas cuantas orejas arrancadas. Después, a largarse antes de que el deslucido Escuadrón Antidisturbios llegara al lugar. Fácil.

Buzz miró el reloj: las cinco menos cuarto. Howard Hughes llevaba cuarenta y cinco minutos de retraso. Era un fresco día de enero, y los nubarrones ocultaban el cielo sobre Hollywood Hills. En invierno Howard se ponía en celo y quizá quisiera enviarle en busca de hembras: Schwab's Drugstore, las pequeñas casas sobrantes de la Fox y la Universal, instantáneas de muchachas bien provistas desnudas de cintura para arriba. El sí o el no de su majestad, luego contratos estándar para las aprobadas: papeles menores en películas baratas de la RKO a cambio de vivienda y comida en las guaridas de Hughes Enterprises, y frecuentes visitas nocturnas del Hombre en persona. Esperaba que hubiera alguna bonificación: aún estaba en deuda con un corredor de apuestas llamado Leotis Dineen, un energúmeno que odiaba a la gente de Oklahoma más que a la peste.

Buzz oyó el ruido de una puerta.

– El señor Hughes lo verá ahora, señor Meeks -declaró una voz de mujer.

La mujer había asomado la cabeza por la puerta de Herman Gerstein; si el jefe de Variety International estaba involucrado, quizás hubiera alguna gratificación. Buzz entró; Hughes estaba sentado detrás del escritorio de Gerstein, contemplando las fotos de las paredes: chicas ligeras de ropa, actrices de Gower Gulch sin futuro. Como de costumbre, Howard vestía un traje a rayas y exhibía sus cicatrices habituales: heridas faciales de su último accidente aéreo. El gran hombre se las cuidaba con loción humectante. Pensaba que le daban un aire distinguido.

Herman Gerstein no estaba, ni la secretaria de Gerstein. Buzz obvió las formalidades que Hughes exigía cuando había otras personas presentes.

– ¿Cómo te tratan las mujeres, Howard?

Hughes señaló la silla.