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– Tú eres mi sabueso, así que deberías saberlo. Siéntate, Buzz. Esto es importante.

Buzz se sentó y abarcó la oficina entera con un ademán: fotos de mujeres, tapicerías rococó, un perchero con forma de armadura.

– ¿Por qué aquí, jefe? ¿Tiene Herman un trabajo para mí?

Hughes pasó la pregunta por alto.

– Buzz, ¿cuánto hace que somos colegas?

– Hará unos cinco años, Howard.

– ¿Y has trabajado para mí en diversos puestos?

Buzz pensó: intermediario, recaudador, chulo.

– En efecto.

– ¿Y durante esos años te he dado lucrativas referencias para otras personas que necesitaban tu talento?

– Desde luego.

Hughes amartilló ambas manos como revólveres. Los pulgares eran los percutores.

– ¿Recuerdas el estreno de Billy the Kid? La Liga para la Moralidad se paró frente a Grauman's gritándome «indecente» y unas ancianas de Pasadena le tiraron tomates a Jane Russell. Amenazas de muerte, todo eso.

Buzz cruzó las piernas y se quitó un hilo del dobladillo.

– Estaba allí, jefe.

Hughes sopló el humo imaginario que le brotaba de los dedos.

– Buzz, ésa fue una noche agitada, pero nunca la describí como peligrosa o grande, ¿verdad?

– No, jefe. Claro que no.

– Cuando arrestaron a Bob Mitchum por esos cigarrillos de marihuana, te llamé para que ayudaras con las pruebas. ¿Describí eso como grande o peligroso?

– No.

– Cuando Confidential Magazine se disponía a publicar ese artículo donde se afirmaba que me gustan las menores bien provistas, tú fuiste con tu porra a la oficina para razonar con el jefe de redacción. ¿Lo describí como grande o peligroso?

Buzz hizo una mueca. Era a finales del 47, las guaridas de Howard estaban llenas, Howard era un derviche en la cama y filmaba los testimonios de las adolescentes que confirmaban su potencia, un truco destinado a conseguir una cita con Ava Gardner. Alguien robó una cinta del departamento de montaje de la RKO y la llevó a Confidential; Buzz partió las manos de tres redactores, luego desperdició la recompensa de Hughes apostando estúpidamente en la pelea Louis-Walcott.

– No, Howard.

Hughes le disparó a Buzz con sus pistolas imaginarias.

– ¡Pum, pum, pum! Pues ahora te digo, Turner, que este espectáculo sedicioso que ves en la calle es grande y peligroso, y por eso te he llamado.

Buzz miró al piloto-inventor-magnate, agotado por su histrionismo, tratando de ir al grano.

– Howard, ¿hay dinero involucrado en este gran peligro? Si me estás pidiendo que machaque cabezas, piénsatelo dos veces, porque estoy demasiado viejo y gordo.

– Sol Gelfman no estaría de acuerdo -rió Howard Hughes.

– Sol Gelfman es demasiado amable. Howard, ¿qué quieres?

Hughes apoyó las piernas en el escritorio de Herman Gerstein.

– ¿Qué opinas del comunismo, Buzz?

– Creo que apesta. ¿Por qué?

– Esos tipos de la UAES. Son todos comunistas, rojos, camaradas. La ciudad de Los Ángeles está organizando un gran jurado para investigar la influencia comunista en Hollywood, concentrándose en la UAES. Un grupo de jefes de estudios, entre ellos Herman, yo y algunos otros, hemos formado una organización llamada «Amigos de lo Americano en el Cine» para ayudar a la ciudad. Herman y yo hemos aportado fondos. Hemos pensado que a ti también te gustaría colaborar.

Buzz rió.

– ¿Con una parte de mi magro salario?

Hughes imitó la risa con exagerado acento de Oklahoma.

– Sabía que apelar a tu patriotismo sería demasiado.

– Howard, tú sólo eres leal al dinero, las mujeres y los aviones, y en mi opinión eres tan amigo de lo americano como creo capaz a Drácula de rechazar un empleo en un banco de sangre. Así que este asunto del gran jurado tiene que ver con una de esas tres cosas, y apostaría cuanto tengo a que hay dinero por medio.

Hughes se sonrojó y señaló su accidente aéreo favorito, un accidente del que una muchacha de Wisconsin estaba enamorada.

– ¿Nos centramos en los detalles prácticos?

– Adelante.

– La UAES -dijo Hughes- está metida en Variety International, RKO, otros tres estudios de Gower y dos de los grandes. Su contrato es fuerte y no expirará hasta dentro de cinco años. Ese contrato es caro, y las cláusulas de aumento nos costarán una fortuna en los próximos años. Ahora el maldito sindicato protesta por los extras: bonificaciones, asistencia médica y participación en las ganancias. Totalmente inaceptable. Inaceptable.

Buzz clavó los ojos en Hughes.

– Pues no les renueves el contrato, o deja que hagan huelga.

– Eso no basta. Las cláusulas son demasiado caras, y no quieren hacer huelga. Prefieren las maniobras sutiles. Cuando firmamos con la UAES en el 45, nadie sabía que la televisión adquiriría tanta importancia. Tenemos problemas de taquilla, y queremos la colaboración de los Transportistas, a pesar de los malditos rojos de la UAES y su maldito contrato.

– ¿Cómo vas a librarte de ellos?

Hughes guiñó el ojo; a pesar de las cicatrices, el gesto le daba un aire infantil.

– El contrato incluye una cláusula en letra pequeña donde se estipula que los miembros de la UAES pueden ser despedidos si se prueba que han intervenido en un acto delictivo, lo cual incluye traición. Y los Transportistas trabajarán por menos dinero, si compensamos a ciertos colaboradores discretos.

– ¿Como Mickey Cohen?-aventuró Buzz, guiñando el ojo.

– No puedo mentirle a un mentiroso.

Buzz apoyó los pies en el escritorio de Gerstein, lamentando no tener un puro.

– Así que quieres ensuciar a la UAES antes de que el gran jurado se reúna o durante el proceso. Así podrás despedirlos por la cláusula delictiva y meter a los muchachos de Mickey sin que los comunistas te pongan un pleito, por temor a salir más perjudicados.

Con sus inmaculados zapatos, Hughes apartó los pies de Buzz del escritorio.

– «Ensucian» no es la palabra adecuada. Aquí hablamos del patriotismo al servicio de los buenos negocios, ya que la UAES es una banda de comunistas subversivos.

– Y me darás una compensación para…

– Y te daré permiso para unas buenas vacaciones y una compensación en efectivo para que ayudes al equipo de investigación del gran jurado. Ya tienen a dos policías como interrogadores políticos, y el ayudante del fiscal que dirige el espectáculo ahora quiere un tercer hombre que busque situaciones comprometidas y recaude dinero. Buzz, hay dos cosas que tú conoces muy bien: Hollywood y los elementos criminales de nuestra bella ciudad. Puedes ser de gran ayuda en esta operación. ¿Puedo contar contigo?

Signos de dólar bailaron en la cabeza de Buzz.

– ¿Quién es el ayudante del fiscal?

– Un hombre llamado Ellis Loew. En el 48 se presentó para el puesto de su jefe y perdió.

El judío Loew, que tenía una colosal obsesión por el estado de California.

– Ellis es un primor. ¿Los dos policías?

– Un detective del Departamento llamado Smith y un hombre de la Fiscalía de Distrito llamado Considine. Buzz, ¿cuento contigo?

Las probabilidades de siempre: cincuenta por ciento. O Jack Dragna o Mal Considine habían preparado el atentado donde le habían metido dos balas en el hombro, una en el brazo y otra en el cachete izquierdo del trasero.

– No sé, jefe. Considine y yo no estamos en buenas relaciones. Cherchez la femme, si entiendes a qué me refiero. Tendría que necesitar mucho el dinero para decir que sí.

– Entonces no hay problema. Ya te meterás en algún lío. Siempre lo haces.

7

– Recibí cuatro llamadas acerca de tus incursiones nocturnas en territorio de la ciudad -dijo el capitán Al Dietrich-. Las recibí ayer, en casa. En mi día libre.

Danny estaba de pie, en posición de descanso, frente al escritorio del comandante, dispuesto a presentar un resumen oral del caso Goines: un discurso memorizado al final del cual solicitaba más hombres del Departamento del sheriff y una colaboración con el Departamento de Policía. Mientras Dietrich despotricaba, Danny eliminó el final y se concentró en presentar pruebas lo bastante contundentes como para que el viejo le dejara ocuparse exclusivamente del caso durante por lo menos dos semanas más.