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Un fallo en la reconstrucción, hasta el momento: la frágil teoría de la «carnada de sangre» del doctor Layman no encajaba. Un perro feroz bien entrenado no concordaba con las demás hipótesis: sería muy difícil de manejar, una molestia, un estorbo, demasiado ruidoso, demasiado difícil de controlar en momentos de impulso psicótico. Esto implicaba que las dentelladas del torso eran humanas, aunque las huellas fueran demasiado grandes como para ser obra de un hombre mordiendo hacia abajo. Lo cual significaba que el asesino mordía, roía, mordisqueaba y escarbaba con los dientes para llegar a las entrañas de la víctima, moviéndose hacia arriba para dejar bordes inflamados mientras lamía…

Danny salió de su oficina y fue al cuarto de archivos contiguo a la oficina general. Un gabinete desvencijado contenía los archivos de Antivicio y abuso sexual de la división: denuncias de Hollywood Oeste, quejas, informes de arrestos y demandas de ayuda que se remontaban a la inauguración del cuartel en el 37. Algunas carpetas estaban archivadas alfabéticamente bajo «Arrestado»; algunas bajo «Denunciante»; algunas se ordenaban numéricamente por «Lugar del suceso». Unas incluían fotos, otras no; los vacíos en las carpetas de «Arrestado» indicaban que los inculpados habían sobornado a agentes para que sustrajeran informes que podrían resultar embarazosos. Y Hollywood Oeste era apenas una fracción del territorio del condado.

Danny se pasó una hora hojeando informes de «Arrestado», buscando hombres altos, maduros y canosos que actuaran con violencia, consciente de que tenía trabajo suficiente hasta que la Sede Local de Músicos 3126 abriera a las diez y media. El trabajo chapucero -plagado de errores ortográficos, copias borrosas y descripciones casi analfabetas de delitos sexuales- estuvo a punto de hacerle gritar ante la incompetencia del Departamento del sheriff de Los Ángeles; esos sórdidos relatos acerca de romances en cuartos de baño y colegiales que recibían dinero a cambio de chupar vergas en un coche le revolvían el estómago con una biliosidad que sabía a café rancio o a las seis copas de la noche anterior. Consiguió cuatro candidatos, hombres que tenían de cuarenta y tres a cincuenta y cinco años, de un metro ochenta a un metro noventa de altura, que en total sumaban veintiuna condenas por actos de sodomía, la mayoría consumados en alguna celda con otro preso homosexual, un coitus interruptus carcelario que daba como consecuencia una nueva acusación. A las diez y veinte se dirigió a la oficina de despachos para darle las carpetas a Karen Hiltscher. Estaba sudoroso, y tenía la ropa deslucida aun antes de empezar el día.

Karen trabajaba con la centralita, recibiendo llamadas, un auricular sobre el peinado a lo Veronica Lake. Era una chica de diecinueve años, rubia y tetona, una empleada civil destinada a cubrir la próxima vacante femenina en la academia del condado. Danny no le veía pasta de policía: el período de dieciocho meses de servicio carcelario impuesto por el Departamento le haría perder los nervios y la arrojaría en brazos del primer policía que prometiera apartarla de matronas lesbianas, putas mexicanas y madres blancas acusadas de abusos infantiles. La rompecorazones de Hollywood Oeste no duraría ni dos semanas como policía.

Danny se ajustó la corbata y se alisó la camisa, su seductor preludio para pedir favores.

– ¿Karen? ¿Estás ocupada, cariño?

La muchacha lo vio y se quitó el auricular. Frunció la boca; Danny se preguntó si convendría ablandarla con otra invitación a cenar.

– Hola, agente Upshaw.

Danny apoyó las carpetas en la centralita.

– ¿Qué ha pasado con «Hola, Danny»?

Karen encendió un cigarrillo a lo Veronica Lake y tosió. Sólo fumaba cuando intentaba deslumbrar a los policías del turno diurno.

– El sargento Norris oyó que llamaba a Eddie Edwards por su nombre de pila y dijo que lo llamara agente Edwards, que no me tomara tantas familiaridades hasta que hubiera ascendido.

– Dile a Norris que yo te he dado permiso para llamarme Danny.

Karen hizo una mueca.

– Daniel Thomas Upshaw es un bonito nombre. Se lo dije a mi madre, y ella estuvo de acuerdo conmigo.

– ¿Qué más le dijiste de mí?

– Que eres muy dulce y apuesto, pero que te haces rogar. ¿Qué hay en esas carpetas?

– Informes sobre delincuentes sexuales.

– ¿Para ese homicidio en que estás trabajando?

Danny asintió.

– Encanto, ¿han respondido Lexington y San Quintín a mis preguntas sobre Goines?

Karen hizo otra mueca, entre astuta y coqueta.

– Ya te lo habría dicho. ¿Por qué me das estos informes?

Danny se inclinó sobre la centralita y le guiñó el ojo.

– Estaba pensando en una cena en Mike Lyman's cuando termine con ciertos trabajos. ¿Quieres echarme una mano?

Karen Hiltscher trató de responder al guiño, pero la pestaña postiza se le quedó pegada en el párpado inferior y tuvo que arrojar el cigarrillo en un cenicero para sacarla. Danny desvió la mirada, asqueado; Karen frunció los labios.

– ¿Qué quieres de esos informes?

Danny miró hacia la pared para que Karen no le leyera la expresión.

– Llama a Registros de la cárcel Salón de la Justicia y consigue el grupo sanguíneo de los cuatro sujetos. Si te dan algo que no sea cero positivo, olvídalo. Para los cero positivo, llama a Libertad Condicional para pedir el último domicilio conocido, antecedentes e informes. ¿De acuerdo?

– De acuerdo.

Danny miró a su Veronica Lake de pacotilla. Tenía la pestaña izquierda pegada a la ceja postiza.

– Eres un encanto. Cenaremos en Lyman's cuando termine este trabajo.

La Sede Local 3126 estaba en la calle Vine, al norte de Melrose, un tugurio pardo entre una bollería y una tienda de licores. Había sujetos pintorescos cerca de la puerta, engullendo pastas y café, cerveza y vasos de moscatel.

Danny aparcó y entró. Un grupo de bebedores de vino se apartó para dejarlo pasar. El interior del local era húmedo: sillas plegables alineadas en filas irregulares, colillas en el suelo de linóleo rayado, fotos de Downbeat y Metronome pegadas a las paredes, la mitad de blancos y la mitad de negros, como si la gerencia tratara de establecer una equidad entre los jazzistas. En la pared izquierda había un mostrador empotrado, con archivos detrás. Una blanca ojerosa montaba guardia. Danny se le acercó blandiendo la placa y las fotos de Martin Goines.

La mujer ignoró la placa y miró las fotos.

– ¿Ese tipo toca el trombón?

– Así es. Martin Mitchell Goines. Ustedes lo mandaron a Bido Lito's en Navidad.

La mujer examinó las fotos con mayor atención.

– Tiene labios de trombón. ¿Qué ha hecho?

Danny mintió discretamente:

– Ha violado su libertad condicional.

La demacrada mujer tocó las fotos con una uña larga y roja.

– La vieja historia. ¿Qué quiere de mí?

Danny señaló los archivos.

– Sus antecedentes laborales hasta el momento.

La mujer titubeó, abrió y cerró cajones, hojeó carpetas, escogió una y le echó un vistazo a la primera página. La apoyó en el escritorio.

– Un músico de ninguna parte. Sin clase.

Danny abrió la carpeta y la miró; advirtió de inmediato dos lagunas: la sentencia del 38 al 40 por tenencia de marihuana, y la del 44 al 48 en San Quintín por el mismo delito. Desde el 48 los empleos eran esporádicos: contratos de dos semanas en salas de juego de Gardena y su precario trabajo en Bido Lito's. Antes de la primera sentencia, Goines tenía trabajos «muy» ocasionales. Tugurios de carretera en Hollywood en el 36 y el 37. A principios de los 40 Martin Goines era un loco del «cuerno» o trombón.

Bajo su consigna «El loco Martin Goines y su Cuerno de la Abundancia», había tocado un tiempo con Stan Kenton; en 1941, había hecho una gira con Wild Willie Monroe. Un fajo de páginas detallaba trabajos en el 42, el 43 y principios del 44, contratos de una noche con bandas de seis u ocho músicos que tocaban en tugurios del Valle de San Fernando. En las hojas de empleo sólo figuraban los directores o los gerentes que se encargaban del contrato. Los otros músicos no se mencionaban.