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Danny cerró la carpeta. La mujer dijo:

– Nada, ¿verdad?

– Nada. ¿Sabe usted si alguno de estos individuos conoce a fondo a Martin Goines?

– Puedo preguntar.

– Hágalo, por favor.

La mujer alzó los ojos al cielo, dibujó un signo de dólar en el aire y se señaló el escote. Danny aferró el borde del mostrador y olió el burbon de la noche anterior brotándole por los poros. Estaba a punto de hacerse el duro cuando recordó que estaba en terreno de la ciudad y la filípica de su comandante. Hurgó en los bolsillos, sacó un billete de cinco y lo aplastó contra el mostrador.

– Hágalo ya.

La mujer cogió el billete y desapareció detrás de los archivos. Segundos después salió a la acera, habló con los que bebían vino, y después con los que engullían bollos y café. Escogió a un sujeto negro que llevaba un maletín de bajo, le aferró por el brazo y lo arrastró adentro. El hombre olía a sudor rancio, hojas y enjuague bucal, como si el largo abrigo que llevaba puesto fuera su domicilio permanente.

– Éste es Chester Brown -dijo la mujer-. Conoce a Martin Goines.

Danny le señaló a Brown la hilera de sillas más cercana. La mujer regresó al mostrador y el hombre siguió a Danny, se sentó y sacó un frasco de Listerine.

– Desayuno de campeones -indicó. Bebió, hizo gárgaras y tragó.

Danny se sentó a dos sillas de distancia, lo bastante cerca como para oír, pero a suficiente distancia como para neutralizar el tufo.

– ¿Conoces a Martin Goines, Chester?

Brown eructó y dijo:

– ¿Por qué iba a decírselo?

Danny le dio un dólar.

– Almuerzo de campeones.

– Yo como tres veces al día, agente. Informar me da hambre.

Danny le dio otro dólar; Chester Brown lo guardó, empinó el frasco de Listerine y lo palmeó.

– Estimula la memoria. Y como no he visto a Martin desde la guerra, va usted a necesitar esa memoria.

Danny extrajo libreta y pluma.

– Escucho.

El bajista respiró hondo.

– Toqué con Martin cuando él se hacía llamar el Cuerno de la Abundancia. Locales de mala muerte en el Valle, cuando Ventura Boulevard era un campo de habichuelas. La mitad de los muchachos fumaban hierba, la mitad seguían el camino de la aguja. Martin andaba rabioso como un perro.

Hasta ahora, esta historia de siete dólares era verídica, según lo que indicaban los antecedentes laborales y penales de Goines.

– Continúa, Chester.

– Bien, Martin vendía cigarros de hierba. No le fue muy bien, pues oí decir que estuvo entre rejas. Y era un jodido maestro del robo. Todos los músicos que se Hipaban lo hacían. Birlaban carteras en los taburetes y las mesas, conseguían las direcciones y copiaban las llaves mientras el camarero servía las bebidas a los clientes. En una sesión faltaba el batería, en la otra faltaba el trompetista, y así sucesivamente, porque ellos usaban la información para robar a los clientes de la localidad. Martin lo hizo muchas veces por su cuenta. Robaba un coche durante el descanso, entraba en una casa y regresaba para la siguiente sesión. Como le decía, un jodido maestro del robo.

Un jodido nuevo método, incluso para un policía que se había dedicado a robar autos y creía estar al corriente de todas las técnicas.

– ¿De qué años hablas, Chester? Haz un esfuerzo.

Brown consultó su Listerine.

– Diría que esto fue entre el verano del 43 y mediados del 44.

Goines había recibido su segunda sentencia en abril del 44.

– ¿Trabajaba solo?

– ¿Para los robos?

– Sí. ¿Tenía algún socio?

– Salvo por un chico -explicó Chester Brown-, el Cuerno de la Abundancia era un solitario. Pero tenía un amigo… un muchachito blanco y rubio, alto y tímido. Amaba el jazz pero no podía aprender a tocar ningún instrumento. Había estado en un incendio y tenía la cara cubierta de vendas como si fuera una maldita momia. Un chico de diecinueve o veinte años. Él y Martin se cargaron juntos un montón de robos.

A Danny le cosquilleó la piel, aunque ese chico no podía ser el asesino: si era jovencito en el 43-44 no sería maduro y canoso en el 50.

– ¿Qué le pasó al amigo, Chester?

– No sé, pero está usted haciendo muchas preguntas por tratarse de un problema de libertad condicional, y no me ha preguntado dónde creo que está Martin.

– A eso iba. ¿Tienes alguna idea?

Brown sacudió la cabeza.

– Martin siempre andaba solo. Nunca iba con nadie fuera del club.

Danny tragó saliva.

– ¿Goines es homosexual?

– ¿Cómo dice?

– ¡Pregunto si es marica, si es invertido! ¡Si le gusta follar chicos!

Brown terminó el frasco de Listerine y se enjugó los labios.

– No tiene por qué gritar, y es muy desagradable decir eso de alguien que nunca le ha hecho ningún daño.

– Entonces, responde.

El bajista abrió el maletín de instrumentos. Dentro sólo había frascos de enjuague bucal Listerine. Chester Brown desenroscó el tapón de uno y tomó un largo sorbo.

– Bebo por Martin -dijo-. No soy tan tonto como usted cree, y sé que está muerto. Y claro que no era homosexual. No se podrán decir muchas cosas buenas de él, pero no era maricón.

Danny tomó las noticias viejas de Chester Brown y fue hasta un teléfono público. Con la primera llamada averiguó que Martin Mitchell Goines no tenía detenciones por sospechas de robo y que ningún joven rubio figuraba como cómplice de sus dos arrestos por tenencia de marihuana; no había ningún joven rubio con marcas de quemaduras arrestado por robo o tenencia de estupefacientes en el Valle de San Fernando en el período de 1942 a 1945. La llamada fue una infructuosa excursión de pesca.

Una llamada a Hollywood Oeste lo llevó a una decepcionante charla con Karen Hiltscher, quien le informó que los cuatro sospechosos de las carpetas habían resultado ser sólo eso: un examen de sus informes de penales revelaba que ninguno de los hombres era cero positivo. Habían llamado las autoridades de San Quintín y del hospital de Lexington; decían que Martin Goines era un solitario nato, y que su consejero de Lexington afirmaba que se le había asignado un asistente federal en Los Ángeles, pero que Goines aún no había llamado ni había dejado un domicilio probable. Aunque esa pista quizá no condujera a nada, Danny pidió a Karen que revisara los archivos de robo buscando hombres relacionados con el jazz o una alusión a un aficionado al jazz con la cara quemada. La muchacha aceptó algo irritada; Danny colgó pensando que tendría que elevar el temido compromiso de una cena en Mike Lyman's a una velada en Coconut Grove para tenerla contenta.

Después de la una de la tarde no le quedaba más que recorrer terreno conocido. Fue al distrito negro y amplió su campo de averiguaciones. Habló de Goines y el canoso con los vecinos de las calles laterales cercanas a Central Avenue durante cuatro horas que resultaron infructuosas. Al atardecer regresó a Hollywood Oeste, aparcó en Sunset y Doheny y recorrió el Strip de oeste a este, de este a oeste; caminó al norte por las calles residenciales que llevaban a las colinas, al sur hasta Santa Monica Boulevard, preguntándose por qué el asesino había escogido la calle Allegro para dejar el cadáver. Se preguntó si el asesino vivía cerca, había vejado el cadáver de Goines durante más tiempo y eligió Allegro para divertirse a costa de los polizontes que lo buscaban. El coche abandonado podía ser un truco para convencerlos de que vivía en otra parte. Esa teoría conducía a otras. Pensamiento subjetivo, una premisa fundamental de Hans Maslick. Danny pensó en el asesino con su propio coche aparcado cerca para largarse deprisa; el asesino recorriendo el Strip en la mañana de Año Nuevo, protegido por enjambres de juerguistas, liberado de sus impulsos homicidas. Y allí empezaba el terror.