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En un famoso ensayo, Maslick describía una técnica que había creado mientras se sometía al análisis con Sigmund Freud. Se llamaba Cámara Humana, y consistía en enfocar los detalles desde el punto de vista del criminal. Se usaban ángulos y trucos cinematográficos; los ojos del investigador se convertían en una cámara capaz de acercarse y alejarse, tomar primeros planos, escoger motivos de fondo para interpretar las pruebas a la luz de la estética. Danny cruzaba Sunset y Horn cuando se le ocurrió la idea: imaginó que ahora eran las cuatro menos cuarto de Noche Vieja, y que él era un maníaco sexual que regresaba a su casa o a su coche o a una tienda abierta toda la noche para calmarse. Pero no vio a las demás personas que paseaban por el Strip o hacían cola para entrar en el Mocambo o se sentaban al mostrador de Jack's Drive Inn. Fue directamente a los ojos, las entrañas y el sexo de Martin Goines, un primerísimo plano a todo color, el preparativo para la autopsia amplificado diez millones de veces. Un coche viró ante él; tembló de nerviosismo, y en un calidoscopio vio a Coleman, el saxo alto, al protagonista de la película que había visto con Karen, a Tim. Cuando apuntó su Cámara Humana al peatón a quien presuntamente estaba mirando, todo eran gárgolas, todo estaba distorsionado.

Tardó mucho en calmarse, en volver a la realidad. No había comido desde el día anterior; había postergado su ración de burbon para caminar por el Strip con la cabeza despejada. Recorrer clubes nocturnos y restaurantes preguntando acerca de un hombre alto y canoso en Año Nuevo sería tarea suficiente como para mantenerlo despabilado.

Lo hizo.

Y no consiguió nada.

Dos horas.

Las mismas versiones en Cyrano's, Dave's Blue Room, Ciro's, el Mocambo, La Rue, Coffee Bob's, Sherry's, Bruno's Hideaway y el Movieland Diner: cada sitio había estado atestado hasta el amanecer del Año Nuevo. Nadie recordaba a un hombre alto, canoso, solitario.

A medianoche, Danny regresó al coche y condujo hasta el Moonglow Lounge para tomarse sus cuatro copas. Janice Modine, su confidente favorita, vendía cigarrillos a un público escaso: tórtolos que se manoseaban, parejas que se acariciaban al son de la música lenta del tocadiscos automático. Danny se sentó mirando hacia el lado opuesto al escenario; Janice apareció un minuto después, llevando una bandeja con cuatro vasos y agua helada.

Danny dio cuenta de las copas sin mirar a Janice, para que ella entendiera y lo dejara en paz. No quería gratitud por las veces que la había salvado de arrestos por prostitución, ni datos sobre Mickey C., inútiles porque el más promisorio delincuente de la Sección de Hollywood Oeste sobornaba a la flor y nata del cuerpo. El recurso no dio resultado, la muchacha se le plantó delante. Un tirante se le deslizó por el hombro, luego el otro. Danny esperó la primera oleada de calor. Cuando la recibió, todos los colores del salón cobraron el tono adecuado.

– Siéntate y dime qué quieres antes de que se te caiga el vestido -dijo.

Janice se subió los tirantes y se sentó frente a él.

– Es por John, señor Upshaw. Lo han arrestado de nuevo.

John Lembeck era el amante y chulo de Janice, un ladrón de coches especializado en robos a medida: un chasis para el vehículo básico, repuestos que cumplieran ciertos requisitos. Había nacido en San Berdoo, como Danny. Sabía muy bien que un agente del condado había robado coches en Kern y Visalia, pero no lo mencionaba cuando lo capturaban por sospechoso.

– ¿Partes o un coche entero?-preguntó Danny.

Janice se sacó un pañuelo del escote y lo plegó.

– Tapicería.

– ¿Ciudad o condado?

– Creo que el condado. San Dimas.

Danny torció el gesto. San Dimas tenía la sección de detectives más dura del Departamento; en el 46 el jefe de la guardia diurna, ebrio con hidrato de trementina, había matado a golpes a un peón mexicano.

– Es territorio del condado. ¿A cuánto asciende la fianza?

– No hay fianza, a causa de la última infracción de John. Violó la libertad condicional, señor Upshaw. John está asustado porque dice que esos policías son duros de veras, y le hicieron firmar una confesión por coches que en realidad no robó. John pidió que le dijera a usted que un chico de San Berdoo que ama los coches debería proteger a otro chico de San Berdoo que también los ama. No me aclaró qué quería decir, pero me pidió que se lo dijera.

Tenía que intervenir para impedir que echaran al traste su carrera: llamar a los polizontes de San Dimas, decirles que John Lembeck era su soplón y que una pandilla de ladrones negros con contactos en la cárcel lo tenía entre ceja y ceja, que lo degollarían si el imbécil ingresaba en una prisión del condado. Si Lembeck se portaba como un buen chico en la celda, lo dejarían libre con una tunda.

– Dile a John que me encargaré de eso por la mañana.

Janice había deshecho el pañuelo de papel en jirones.

– Gracias, señor Upshaw. John también me pidió que fuera amable con usted.

Danny se levantó, sintiéndose tibio y flojo, preguntándose si debía dar su merecido a Lembeck por hacer de alcahuete.

– Siempre eres amable conmigo, preciosa. Por eso me tomo las copas aquí.

Janice abrió ojos celestes y seductores.

– Dijo que fuera muy amable con usted.

– No quiero.

– Quiero decir, amable con «extras».

– No insistas -dijo Danny, y dejó su habitual propina de un dólar sobre la mesa.

8

Mal estaba en su oficina. Ya había leído doce veces los archivos psiquiátricos del doctor Saul Lesnick.

Era poco más de la una de la madrugada; la Oficina de la Fiscalía era una hilera de cubículos oscuros sólo iluminados por la luz de Mal. Tenía carpetas desparramadas sobre el escritorio, señaladas con páginas de notas manchadas de café. Celeste pronto estaría dormida. El podría ir a casa y dormir en el estudio sin que ella lo molestara con ofrecimientos sexuales sólo porque a esa hora de la noche él era su único amigo, y darle un beso significaba que empezarían a hablar hasta que uno de ellos provocara un riña. Esa noche la hubiera aceptado: los datos de los archivos lo habían excitado como en los viejos días de Antivicio, cuando hacía vigilar a las chicas antes de irrumpir en un burdel. Cuanto más se sabía sobre ellas, más oportunidades había de que señalaran a sus chulos y clientes. Y al cabo de cuarenta y ocho horas de revisar papeles, creía haber calado a los rojos de la UAES.

Engañados.

Traidores.

Perversos.

Gritaban tópicos, amaban los lemas, eran pseudoidealistas a la moda. Langostas atacando causas sociales con información errónea y soluciones falsas. Casi estropeaban su único auténtico respaldo -el caso de Sleepy Lagoon- por haberse asociado con quienes no debían: camaradas que habían solicitado a verdaderos miembros del Partido que organizaran piquetes y repartieran panfletos, desacreditando casi todo lo que hacía y decía el Comité de Defensa de Sleepy Lagoon. Escritores, actores y parásitos de Hollywood escupiendo traumas baratos, perogrulladas izquierdistas y sentimientos de culpabilidad por haberse revolcado en dinero durante la depresión y haber usado luego sus riquezas para respaldar falsas causas izquierdistas. Gente llevada al diván de Lesnick por su promiscuidad y su estupidez política.

Engañados.

Estúpidos.

Egoístas.

Mal bebió café y revisó mentalmente los archivos, una última reflexión antes de ponerse a clasificar a los dirigentes que él y Dudley Smith interrogarían y aquellos que se asignarían a un operativo que aún no habían encontrado: el proyecto de Loew, su herramienta favorita. Eran muchos sujetos con demasiado dinero y poco seso haciendo tonterías a fines de los 30 y durante los 40: traicionándose a sí mismos, a sus amantes, a su país y a sus propios ideales. Dos acontecimientos habían acentuado esa locura, arrancándolos de su órbita de fiestas, mítines y amoríos.