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El caso de Sleepy Lagoon.

La investigación de la influencia comunista en la industria del entretenimiento realizado en 1947 por el Comité de Actividades Antiamericanas Internas.

Lo curioso era que los dos acontecimientos conferían a los rojos cierta credibilidad, cierta nobleza.

En agosto de 1942 alguien había matado a golpes y arrollado con un coche a un joven mexicano llamado José Díaz frente a Sleepy Lagoon, un lugar de lomas herbosas donde se reunían bandas de la zona Williams Ranch de Los Ángeles Central. Presuntamente, el origen del suceso era que esa noche habían echado a Díaz de una fiesta; al parecer había insultado a varios miembros de una banda juvenil rival, y diecisiete de ellos lo habían arrastrado hasta Sleepy Lagoon para liquidarlo. Había escasas pruebas contra ellos; la investigación y el juicio, a cargo del Departamento de Policía de Los Ángeles, se habían realizado en una atmósfera de histeria; los disturbios del 42 y el 43 habían suscitado una gran ola de sentimiento antimexicano en Los Ángeles. Los diecisiete muchachos fueron sentenciados a cadena perpetua, y el Comité de Defensa de Sleepy Lagoon -dirigentes de la UAES, miembros del Partido Comunista, izquierdistas y simples ciudadanos- organizaron protestas, presentaron peticiones y juntaron fondos para contratar a un equipo de abogados que al fin lograron un indulto para aquellos jóvenes. Hipocresía dentro del idealismo: los pacientes de Lesnick, que lloraban por los pobres mexicanos encarcelados, se quejaban de que algunas mujeres blancas del Partido Comunista follaban con «proletarios» mexicanos, y luego se rasgaban las vestiduras por su mojigatería.

Mal se recordó que debía hablar con Ellis Loew acerca del asunto de Sleepy Lagoon: Ed Satterlee quería introducir fotos federales de las protestas del Comité, pero los chicos habían sido exculpados y eso podía resultar contraproducente. Lo mismo sucedía con la información sobre las investigaciones del HUAC en el 47. Sería mejor que él y Dudley fueran discretos, no comprometieran la complicidad de Lesnick y usaran los datos sólo por implicación: para aprovechar los presuntos puntos débiles de la UAES. Un ataque a fondo con el material del HUAC podía poner en jaque al gran jurado: J. Parnell Thomas, presidente del Comité, estaba cumpliendo sentencia por acusaciones de soborno; importantes estrellas de Hollywood habían repudiado los métodos del HUAC y los archivos de Lesnick estaban plagados de traumas serios derivados de la primavera del 47: suicidios, intentos de suicidio, frenéticas traiciones a la amistad, alcohol y sexo para amortiguar el dolor. Si en el 50 el gran jurado de la ciudad de Los Ángeles intentaba usar el material del HUAC del 47 -su primer precedente- podían provocar simpatía hacia los miembros de la UAES y más testigos hostiles. Mejor no hurgar en los viejos testimonios del HUAC en busca de pruebas de conspiración; era necesario negar a esos rojos la oportunidad de denunciar las tácticas del gran jurado a la prensa.

Mal juzgó que su perspectiva era sólida: buenas pruebas, sólida reflexión sobre qué usar y qué retener. Terminó el café y pasó a los individuos, la media docena más apta para interrogatorios entre esos veintidós.

El primero era un dudoso: Morton Ziffkin, miembro de la UAES, del PC y de otras once organizaciones clasificadas como órganos comunistas. Padre de familia, esposa y dos hijas mayores. Guionista bien pagado: cien mil al año hasta que mandó al HUAC al infierno. Ahora trabajaba por unos céntimos en el montaje de películas. Había visitado al doctor Lesnick porque deseaba «explorar el pensamiento freudiano» y aplacar su impulso de engañar a su esposa con una legión de mujeres del PC «en busca de mi dinero, no de mi cuerpo». Un rabioso y malhumorado ideólogo marxista, buen candidato para hacer de señuelo en el banquillo, aunque quizá nunca delatara a sus camaradas. Parecía bastante inteligente como para poner en ridículo a Ellis Loew, y sus desacuerdos con la HUAC le daban aire de mártir. Una posibilidad.

Mondo López, Juan Duarte y Sammy Benavides, ex dirigentes del Comité de Defensa de Sleepy Lagoon, reclutados entre los Sinarquistas -una banda mexicana aficionada a los emblemas nazis- por jefes del PC. Ahora eran personajes étnicos simbólicos en la jerarquía de la UAES. Los tres habían pasado la década de los 40 jodiendo con izquierdistas blancas condescendientes, exasperados por los aires de esas mujeres, pero agradecidos por la diversión; más exasperados cuando su «puto» jefe de célula les dijo que «explorasen» esa exasperación visitando a un psiquiatra. Benavides, Duarte y López trabajaban actualmente en Variety International Pictures, la mitad del tiempo como tramoyistas, y la otra mitad haciendo de indios en películas de vaqueros baratas. También actuaban como jefes de piquete en Gower Gulch. Eran lo más parecido a matones dentro de la UAES, y daban lástima si se los comparaba con los pistoleros de Mickey Cohen que estaban contratando los Transportistas. Mal los clasificó como cazadores de hembras que habían dado un mal paso, pues el asunto de Sleepy Lagoon era su única preocupación política auténtica. Quizá tuvieran antecedentes penales y contactos procedentes de los viejos días de los disturbios, un buen punto de partida para el investigador que Ellis Loew debía encontrar.

Los demás presentaban aspectos comprometidos.

Reynolds Loftis, actor de cine. Su ex amante homosexual, Chaz Minear, guionista de ínfima calidad, lo había delatado al HUAC. Loftis no sospechaba que Minear era un soplón, y no se había vengado de la denuncia. Ambos estaban todavía en la UAES, aún se trataban cordialmente en los mítines y otras reuniones políticas a las que asistían. Minear, sintiéndose culpable del soplo, le había dicho al doctor Lesnick: «Si usted supiera por quién me abandonó, comprendería por qué lo hice.» Mal había examinado las fichas de Loftis y Minear buscando más menciones del «otro», pero no encontró nada; había una gran laguna en las fichas sobre Loftis -desde el 42 hasta el 44- y las de Minear no aludían a la tercera punta del triángulo. Mal recordaba a Loftis de películas del oeste que había ido a ver con Stefan: un hombre alto, flaco, de pelo plateado, guapo como la imagen ideal de un senador norteamericano. Y un comunista, un subversivo, un testigo hostil del HUAC y un bisexual confeso. Un potencial testigo amigable por excelencia: después de Chaz Minear, el rojo que más trapos sucios escondía.

Y, por último, la Reina Roja.

Claire de Haven no tenía ficha, y varios hombres la habían descrito como demasiado lista, fuerte y capaz como para necesitar los cuidados de un psiquiatra. Además, se acostaba con la mitad de su célula del PC y con todos los jerarcas de la Comisión de Defensa de Sleepy Lagoon, incluidos Benavides, López y Duarte, que la adoraban. Chaz Minear estaba loco por ella, a pesar de ser homosexual; Reynolds Loftis la mencionaba como la «única mujer que he querido de verdad». Los testimonios sobre su sagacidad eran de segunda mano: Claire se movía en la trastienda, no gritaba consignas y conservaba los contactos políticos y legales de su difunto padre, un estólido conservador que había sido consejero de la comunidad empresarial de Los Ángeles. Minear había dicho al doctor Lesnick que la influencia política del padre había impedido que el HUAC citara a Claire de Haven en el 47 y que los demás testigos mencionaran su nombre. Claire de Haven follaba como un conejo, pero no tenía fama de pelandusca; inspiraba la lealtad de guionistas homosexuales, actores ambivalentes, tramoyistas mexicanos y comunistas de toda clase.

Mal apagó la luz, recordándose que debía escribir una nota para el doctor Lesnick: todos los archivos terminaban en el verano del 49, cinco meses atrás. ¿Por qué? Dirigiéndose al ascensor, se preguntó qué aspecto tendría Claire de Haven, dónde podría conseguir una foto, si podría lograr que su infiltrado aprovechara sus apetitos sexuales: la política y el sexo para obligarla a presentarse como testigo voluntario, la Reina Roja extorsionada como una ramera de Chinatown, insignias de capitán bailando al final de una película porno.