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A principios del 42 había trabajado en la Sección de Inmigración, juntando japoneses para arrearlos a las caballerizas del hipódromo de Santa Anita. Detuvo a un chico listo llamado Bob Takahashi justo cuando estaba a punto de montar a una hembra por primera vez. Le dio lástima y lo llevó en un viaje de seis días por Tijuana. Alcohol, rameras, las carreras de perros y una lacrimógena despedida en la frontera. Bob había seguido rumbo al sur, un extranjero de ojos rasgados en una tierra de ojos redondos. Muy estúpido, pero había disimulado su ausencia capturando un coche sospechoso en las afueras de San Diego y arrestando a cuatro vendedores de hierba que transportaban medio kilo de marihuana de primera calidad. Los malandrines sumaban un total de diecinueve demandas de arresto en Los Ángeles; obtuvo una recomendación y cuatro muescas en la pistola por cumplimiento del deber. Otro desastre con final feliz.

Pero el episodio de su hermano Fud superaba todo lo anterior. A los tres días de salir de la cárcel estatal de Texas, Fud fue a ver al entonces sargento Turner Meeks, le informó que acababa de asaltar una tienda de licores en Hermosa Beach, que había aporreado al propietario con la pistola, y se proponía devolverle a Buzz los seis mil dólares que le debía con el dinero conseguido en el asalto. Mientras Fud hurgaba en la bolsa de papel manchada de sangre, llamaron a la puerta. Buzz observó por la mirilla, vio dos uniformes azules, decidió que los lazos de sangre eran muy fuertes y lanzó cuatro disparos de su revólver reglamentario en la pared del salón. Los uniformados intentaron derribar la puerta; Buzz arrastró a Fud al sótano, lo encerró, destrozó la ventana que daba al porche trasero y pisoteó las petunias de la dueña de la casa. Cuando los policías entraron, Buzz les dijo que era del Departamento y que el culpable era un adicto que había enviado a San Quintín: Davis Haskins (en realidad aquel tipo había muerto de sobredosis en Billings, Montana: Buzz había obtenido el dato mientras hacía un trabajo de extradición). Los uniformados salieron, pidieron refuerzos y rodearon el vecindario hasta el alba; Davis Haskins llegó a la portada del Mirror y del Daily News. Buzz se mostró hospitalario una semana y mantuvo a Fud en el sótano con whisky, bocadillos de salchicha y revistas pornográficas birladas en Antivicio. Y se salió con la suya por su gran descaro. Nadie informó a la policía que un muerto había asaltado el Happy Time Liquor Store, había llegado a la casa del sargento Turner «Buzz» Meeks en un La Salle robado, había acribillado la pared del salón y había escapado a pie. Cuando un año después despacharon a Fud en Guadalcanal, el jefe de escuadrón envió a Buzz una carta; las últimas palabras de su hermano menor fueron: «Di a Turner que le agradezco las revistas y los bocadillos.»

Tonto, estúpido, loco, sentimental, lunático.

Pero besar a Audrey Anders era peor.

Buzz aparcó frente al Ayuntamiento, transfirió todo el dinero a la caja de donuts y la subió a la oficina de Ellis Loew. Al cruzar la Puerta, vio a Loew, Dudley Smith y Mal Considine sentados alrededor de una mesa, todos ellos hablando a la vez acerca de cómo infiltrar policías. Nadie levantó la mirada, Buzz echó un vistazo a Considine cuatro años después de ponerle los cuernos. El hombre aún parecía más abogado que policía; el cabello rubio estaba encanecido; tenía aspecto nervioso y demacrado.

Buzz llamó a la puerta y arrojó la caja a la silla. Los tres se volvieron; Buzz clavó los ojos en Considine. Ellis Loew cabeceó, todo seriedad.

– Hola, Turner, viejo colega -dijo Dudley Smith, todo dulzura.

Considine lo estudió con curiosidad, como si examinara un reptil que nunca hubiera visto.

Ambos sostuvieron la mirada.

– Hola, Mal -saludó Buzz.

– Bonita corbata, Meeks -comentó Mal Considine-. ¿A quién se la has robado?

Buzz rió.

– ¿Cómo anda tu ex mujer, teniente? ¿Todavía usa bragas sin entrepierna?

Considine lo miró de hito en hito, la boca trémula. Buzz también lo miró, la boca reseca.

Empate.

Cincuenta por ciento. Considine o Dragna.

Quizá le conviniera esperar, dar un poco de rienda al Peligro Rojo antes de intervenir.

10

Dos noches de pesadillas y un día infructuoso lo llevaron a Malibu Canyon.

Mientras se dirigía al norte por la carretera del Pacífico, Danny pensó que era una tarea de eliminación: hablar con los hombres que figuraban en la lista de criadores de perros obtenida en Antivicio mostrarse amable con ellos y obtener alguna respuesta acerca de la tesis del doctor Layman sobre el uso de una «carnada de sangre». No existía semejante bestia en Homicidios del condado ni en Registros de la ciudad; si los criadores, los entendidos en el asunto, desechaban la teoría por descabellada, quizás esa noche pudiera dormir sin la presencia de sabuesos de fauces abiertas, vísceras y estridencias de jazz.

Empezó así:

Después del Moonglow Lounge y la insinuación de Janice Modine, se le ocurrió una idea: elaborar su propia ficha sobre la muerte de Goines, anotar cada dato, obtener copias de los informes de autopsia y dactiloscopia, presentar a Dietrich resúmenes para salir del paso y concentrarse en sus propias averiguaciones en su caso. Investigaría ese 187 aunque no le echara el guante a aquel canalla antes de que el capitán lo pusiera en otro caso. Fue al Hollywood Ranch Market, manoteó una pila de cajas de cartón, compró sobres, etiquetas de color, libretas amarillas, papel carbón y de máquina y regresó a casa, concediéndose dos tragos extra de I. W. Harper como recompensa por su esfuerzo. El alcohol lo tumbó en el diván, y el resultado fue escalofriante.

Las mutilaciones de Goines a todo color. Tripas y grandes penes magullados, tan cerca que al principio no pudo distinguir qué eran. Perros escarbando en la viscosidad, y él, la Cámara Humana, filmando hasta que se juntaba con la jauría y empezaba a morder. Dos noches.

Con un día espantoso en medio.

Desechó el sueño de la primera noche como una pesadilla causada por un caso frustrante y el hambre. Por la mañana comió una doble ración de tocino, huevos, bizcochos, tostadas y panecillos en el Wilshire Derby, se dirigió a la Oficina Central y revisó los archivos de Homicidios. No encontró datos sobre ningún asesinato en el que hubieran participado animales; los únicos homicidios homosexuales que guardaban algún parecido con el de Goines eran casos simples: arrebatos pasionales con el culpable capturado y todavía preso, o ejecutado por el Estado de California.

Después, más averiguaciones.

Llamó a Karen Hiltscher y la persuadió de que indagara por teléfono acerca de otras agencias que pudieran haber proporcionado trabajos a Martin Goines, y clubes de jazz de Los Ángeles que lo hubieran contratado en forma independiente. Le pidió que llamara a las demás oficinas del Departamento del sheriff y solicitara informes sobre robos de casas: antecedentes de músicos-ladrones que pudieran estar relacionados con Goines. La muchacha accedió a regañadientes; él le envió besos por teléfono, prometió llamar luego para ver los resultados y regresó a la agencia 3126.

Allí, la mujer le permitió echar otra ojeada a los antecedentes laborales del Cuerno de la Abundancia, y Danny copió direcciones de clubes y locales de carretera que se remontaban hasta la primera actuación de Martin en el 36. Pasó el resto del día recorriendo locales de jazz que se habían transformado en lavanderías automáticas o casas de hamburguesas; locales de jazz que habían cambiado de dueño media docena de veces; locales de jazz que habían conservado el mismo dueño durante años. Y obtuvo siempre la misma respuesta: hombros encogidos ante las fotos de Goines, la pregunta «¿Martin qué?», rostros pétreos ante la mención de los robos y el chico de la cara vendada.