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Luego examinó el cuello y la cabeza, midiendo las profundas marcas rojas con un calibrador y anotando los detalles. Las marcas abarcaban el cuello entero; demasiado largas y anchas para ser de una cuerda con simple o doble lazo. Entornando los ojos, descubrió una fibra bajo el mentón; la recogió con una pinza, la clasificó como un género de algodón, la puso en un tubo de ensayo y abrió con impulso las mandíbulas rígidas, manteniéndolas en esa posición con un depresor. Alumbró la boca con la linterna de bolsillo y encontró fibras idénticas en el paladar, la lengua y las encías. Anotó: «Estrangulado y asfixiado con tela de toalla blanca.» Respiró hondo y examinó las cuencas oculares.

El haz de la linterna iluminó membranas magulladas, manchadas por la sustancia gelatinosa que Danny había visto en la obra en construcción; con una tenacilla, Danny extrajo tres muestras de cada cavidad. La sustancia olía a compuesto medicinal mentolado.

Danny examinó cada centímetro del cadáver; algo le llamó la atención en la parte interior de los codos: viejas señales de agujas, borrosas, pero presentes en ambos brazos. La víctima era un drogadicto. Tal vez rehabilitado, pues ninguna de las marcas era reciente. Anotó el dato, cogió el calibrador y se armó de valor para examinar las heridas del torso.

Había tres centímetros de separación entre cada uno de los seis óvalos. Todos presentaban marcas de dientes, demasiado extendidas para sacar moldes. Eran demasiado grandes para que una boca humana los hubiera hecho de una dentellada. Danny extrajo sangre coagulada de los conductos intestinales que salían por las heridas, colocó las muestras en platinas y se lanzó a una audaz especulación que habría irritado al doctor Layman: el asesino había usado uno o varios animales para mutilar el cadáver.

Danny observó el pene del muerto, descubrió inequívocas marcas de dientes humanos en el glande: lo que Layman llamaba «afecto homicida», buscando risas en un aula atestada de policías ambiciosos. Sabía que debía registrar la parte inferior y el escroto. Advirtió que Ralph Carty le observaba y puso manos a la obra. No encontró más mutilaciones.

– Lo han dejado seco -rió Carty.

– Cierre el pico -dijo Danny.

Carty se encogió de hombros y siguió leyendo un ejemplar de Screenworld. Danny hizo girar el cadáver y soltó un suspiro.

Una maraña de tajos profundos cruzaba la espalda y los hombros en todas las direcciones. Había astillas de madera pegadas a las angostas estrías de sangre reseca.

Danny comparó las mutilaciones del frente y la espalda tratando de llegar a una conclusión. Un sudor frío le empapaba los puños de la camisa, haciéndole temblar las manos. Oyó un rezongo:

– Carty, ¿quién es este tipo? ¿Qué está haciendo?

Danny se volvió, luciendo una sonrisa pacificadora; vio a un hombre gordo con un delantal blanco manchado y un sombrero de cotillón donde decía «1950» en lentejuelas verdes.

– Agente Upshaw. ¿Es usted el doctor Katz?

El gordo iba a darle la mano, pero cambió de parecer.

– ¿Qué hace con ese cadáver? ¿Y con qué permiso entra aquí para interferir en mi trabajo?

Carty se encogía a espaldas de Katz, dirigiendo una mirada de súplica.

– Me llamaron para este asunto y quise preparar el cuerpo personalmente. Estoy capacitado para eso. Le mentí a Ralph, diciéndole que usted decía que era kosher.

– Lárguese, Upshaw -espetó Katz.

– Feliz Año Nuevo -dijo Danny.

– Es la verdad, doctor -intervino Ralph Carty-. Que me trague la tierra si miento.

Danny guardó su instrumental, preguntándose adónde ir, si a la calle Allegro o a su casa, a dormir y a soñar: Kathy Hudgens, Buddy Jastrow, la sangrienta escena en una casa de un camino del condado de Kern. Mientras caminaba hacia la rampa, miró atrás. Ralph Carty estaba repartiendo el dinero del soborno con el médico que llevaba sombrero de cotillón.

2

El teniente Mal Considine contemplaba una fotografía de su esposa y su hijo, tratando de no pensar en Buchenwald.

Eran poco más de las ocho de la mañana; Mal estaba en su cubículo de la Oficina de Investigación Criminal de la Fiscalía, después de un profundo sueño producido por un exceso de scotch. Tenía los pantalones llenos de confeti; la coqueta estenógrafa le había dibujado besos en la puerta, poniendo la inscripción OFICIAL EJECUTIVO entre paréntesis debajo de Crimson Decadence de Max Factor. El sexto piso del Ayuntamiento parecía una plaza de armas después del desfile; Ellis Loew acababa de despertarlo con una llamada telefónica: tenía que encontrarse con él y «otra persona» en el Pacific Dining Car dentro de media hora. Y había dejado a Celeste y Stefan solos en casa para recibir la llegada de 1950, pues sabía que su esposa transformaría esa ocasión en una guerra.

Mal cogió el teléfono y llamó a su casa. Celeste atendió al tercer timbrazo.

– ¿Sí? ¿Quién es este que llama?-La torpeza de la construcción indicaba que había estado hablando en checo con Stefan.

– Soy yo. Quería avisarte que tardaré unas horas más. -¿La rubia se puso exigente, Herr teniente?

– No hay ninguna rubia, Celeste. Sabes que no hay ninguna rubia, y sabes que siempre duermo en el Ayuntamiento después de Año Nuevo…

– ¿Cómo se dice rotkopf? ¿Pelirroja? Kleine rotkopf scheisser schtupper

– ¡Habla en inglés, maldita sea! ¡No te pases de lista conmigo! Celeste rió: gorjeos teatrales que adornaban sus frases en lengua extranjera y siempre lo sacaban de quicio.

– ¡Ponme con mi hijo, maldita sea!

Silencio, y luego la rutina típica de Celeste Heisteke Considine.

– No es tu hijo, Malcolm. Su padre era Jan Heisteke, y Stefan lo sabe. Eres mi benefactor y mi esposo, y el niño tiene once años y debe ser consciente de que su legado cultural no consiste en tu jerga policíaca amerikanisch, béisbol y…

– ¡Ponme con mi hijo, demonios!

Celeste rió suavemente. Lo había obligado a usar su voz de policía. Hubo un silencio; Celeste despertó a Stefan canturreando en checo. El niño se puso al aparato.

– ¿Papá? ¿Malcolm?

– Sí. Feliz Año Nuevo.

– Vimos los fuegos artificiales. Fuimos a la azotea con par… par…

– ¿Paraguas?

– Sí. Vimos el Ayuntamiento iluminado, y después estallaron los fuegos artificiales. Las llamas… ¿fisuraban?

– Siseaban, Stefan -corrigió Mal-. S-i-s-e-a-b-a-n. Una fisura es como un agujero en el suelo.

Stefan repitió esa palabra nueva para él.

– ¿Fisurra?

– Fisura. Tendré que darte una clase cuando llegue a casa. Podemos ir a Westlake Park a dar de comer a los patos.

– ¿Viste los fuegos artificiales? ¿Te asomaste para ver?

En el momento de los fuegos artificiales, Mal se había dedicado a rechazar el ofrecimiento de Penny Diskant: un polvo rápido en el guardarropa. Los pechos y las piernas lo apretujaban y él deseaba poder aceptar.

– Sí, fue bonito. Hijo, tengo que dejarte. Trabajo. Vuelve a dormir, así estarás descansado para nuestra clase.

– Sí. ¿Quieres hablar con Mutti?

– No. Adiós, Stefan.

– Adiós, p-p-papá.

Mal colgó. Le temblaban las manos y tenía los ojos empañados.

El centro de Los Ángeles estaba tranquilo como si durmiera la mona. Los únicos ciudadanos visibles eran borrachos que hacían fila para pedir café y bollos frente a la Union Rescue Mission; los coches estaban aparcados al azar -morros contra parachoques aplastados-frente a los hoteluchos de South Main. Había confeti mojado en las ventanas y la acera, y el sol que despuntaba sobre la cuenca del este tenía un regusto a calor, vapor y resaca alcohólica. Mal enfiló hacia el Pacific Dining Car deseándole una muerte prematura al primer día de la nueva década.