Conklin cogió un mondadientes y escarbó mientras hablaba.
– Amigo, conozco bien a la familia canina, y los coyotes y lobos quedan descartados… a menos que el asesino los hubiera capturado, hambreado, y luego les dejara el cadáver para que lo limpiaran en un sitio cómodo. ¿Qué lesiones mostraba la víctima?
Danny miró cómo Violador se enroscaba en el suelo y se dormía, saciado, los músculos relajados.
– Localizadas. Dentelladas en el estómago, los intestinos mordidos y lamidos. Tuvo que haber ocurrido bajo techo, porque el cuerpo estaba seco cuando la policía lo halló.
Conklin rió entre dientes.
– Entonces descarte a los coyotes y a los lobos. Enloquecerían y se lo engullirían entero, y no es fácil mantenerlos dentro de una casa. ¿Usted está pensando en perros de pelea?
– Tal vez.
– ¿Están seguros de que no son marcas de dientes humanos?
– No, no estamos seguros.
Booth Conklin señaló las jaulas.
– Amigo, dirijo estos criaderos para mis primos, y sé cómo lograr que los animales me obedezcan. Si estuviera tan chiflado como para querer que uno de mis cachorros le comiera las tripas a un hombre, supongo que encontraría un modo de hacerlo. Pero, aunque me gustan los deportes sangrientos, no puedo imaginar a ningún ser humano haciendo lo que usted dice.
– Si quisiera conseguirlo, ¿cómo lo haría?
Conklin palmeó las ancas de Violador; el perro meneó la cola perezosamente.
– Lo mataría de hambre, lo encerraría, haría desfilar hembras en celo alrededor de la jaula para volverlo loco. Le pondría un bozal, le sujetaría las patas, le ataría la verga para que no pudiera eyacular. Le acariciaría la verga con un guante de goma para excitarlo, le estrujaría los testículos para que no pudiera terminar. Conseguiría sangre menstrual de perra y se la arrojaría a los ojos y a la nariz durante una semana, hasta que la asociara con el alimento y el afecto. Luego, cuando tuviera ese cadáver, le arrojaría un gran charco de sangre de hembra donde quisiera que él mordiese. Y también tendría una pistola a mano por si ese torturado animal decidiera atacarme a mí. ¿La respuesta le satisface?
Danny pensó: no hubo animales, no encaja. Pero le pediría al doctor Layman que examinara los órganos de Goines, las zonas cercanas a las mutilaciones, exámenes para buscar un segundo tipo sanguíneo, no humano. Le hizo otra pregunta a Booth Conklin.
– ¿Qué clase de gente le compra perros?
– Gente amante de los espectáculos sangrientos, pero no me refiero a esa locura que dice usted.
– ¿No son ilícitas las peleas de perros?
– Si usted sabe a quién untar, no hay ley. ¿Está seguro de que no es policía?
Danny meneó la cabeza.
– Soy de Amalgamated Insurance. ¿Recuerda haber vendido un perro a un hombre alto, canoso, maduro, durante los últimos seis meses?
Conklin pateó suavemente a Violador; el perro se despabiló, se levantó y trotó hasta su jaula.
– Amigo, mis clientes son sementales jóvenes con camionetas y negros que quieren tener el perro más feroz de la manzana.
– ¿Tiene algún cliente diferente? ¿Inusual?
Booth Conklin soltó una risotada tan fuerte que casi se tragó el mondadientes.
– Durante la guerra, gente del cine vio mi letrero, pasó y dijo que quería hacer una película, dos perros vestidos con máscaras y disfraces y luchando a muerte. Les vendí dos perros de veinte dólares por un billete de cien.
– ¿Filmaron la película?
– No la vi anunciada en Grauman's Chinese, así que lo ignoro. Cerca de la playa hay un sanatorio donde personajes de Hollywood hacen curas de reposo. Supuse que aquellos sujetos venían de allí y se dirigían al Valle cuando vieron mi letrero.
– ¿Alguno de ellos era alto y canoso?
Conklin se encogió de hombros.
– No lo recuerdo. Uno de ellos me llamó la atención por su acento europeo. Además, mi vista deja mucho que desear. ¿Ha terminado con sus preguntas?
Noventa y cinco por ciento contra la teoría de la carnada de sangre, tal vez eso aplacara sus pesadillas; datos inútiles sobre extravagancias de Hollywood.
– Gracias, señor Conklin -se despidió Danny-. Me ha ayudado mucho.
– Ha sido un placer, hijo. Vuelva alguna vez. Violador le tiene simpatía.
Danny fue a la oficina, mandó pedir una hamburguesa, patatas fritas y leche aunque no tenía hambre, comió la mitad y llamó al depósito de cadáveres de la ciudad.
– Habla Norton Layman.
– Danny Upshaw, doctor.
– Justo ahora te iba a llamar. ¿Tus noticias o las mías?
Danny imaginó a Violador devorando el vientre de Martin Goines. Arrojó los restos de la hamburguesa en la papelera y dijo:
– Primero las mías. Estoy seguro de que las marcas dentales son humanas. Hablé con un criador de perros de pelea y me dijo que la teoría de la carnada de sangre es posible, pero requeriría mucha planificación, y creo que la muerte no fue tan premeditada. Me dijo que la sangre menstrual de perra sería la mejor carnada, y pensé que usted podría examinar los órganos del cadáver cerca de las heridas, para ver si hay otro tipo de sangre.
Layman suspiró.
– Danny, la ciudad de Los Ángeles incineró a Martin Mitchell Goines esta mañana. Autopsia concluida, cuerpo no reclamado en cuarenta y ocho horas, cenizas a las cenizas. Pero tengo una buena noticia.
«Maldita sea», pensó Danny.
– Cuénteme.
– Las heridas de la espalda me interesaron, y recordé el libro de Gordon Kienzle. ¿Lo conoces?
– No.
– Bien, Kienzle es un patólogo que se inició como médico en una sala de emergencias. Estaba fascinado por los ataques no fatales, y preparó un libro de fotos y especificaciones sobre heridas infligidas por el hombre. Lo consulté, y los cortes de la espalda de Martin Mitchell Goines son idénticos a las muestras que el libro presenta bajo «Estaca cortante», un palo con una o más hojas de afeitar en la punta. Este artilugio data del 42 y el 43. Era popular entre las pandillas antimexicanas y los policías de Antidisturbios, que lo usaban para rasgar los trajes chillones que llevaban ciertos elementos latinos.
Examinar los archivos de Homicidios de la ciudad y el condado en busca de muertes con estaca cortante.
– Una buena pista, doctor -dijo Danny-. Gracias.
– No me agradezcas nada todavía. Se me ocurrió buscar en los archivos antes de llamarte. No hay homicidios registrados con ese arma. Un amigo mío de Antidisturbios del Departamento de Policía dijo que el noventa y nueve por ciento de los ataques de blancos contra mexicanos no fueron denunciados y que los mexicanos nunca los usaban en sus peleas internas porque lo consideraban un deshonor o algo así. Pero es una pista.
Asfixia con una bata, estrangulación con manos o cinturón, mordeduras con dientes, y ahora cortes con estaca cortante. ¿Por qué tantas formas distintas de brutalidad?
– Lo veré en la clase, doctor -dijo Danny. Colgó y regresó a su coche tan sólo para moverse. John de la Selva Lembeck estaba apoyado en el capó, la cara magullada, un ojo morado y cerrado.
– Fueron duros, de veras, señor Upshaw. No le habría dicho a Janice que le avisara si no me hubieran dado tan fuerte. Le debo una, señor Upshaw. Si quiere una compensación, lo comprenderé.
Danny preparó el puño derecho para sacudirle, pero un recuerdo de Booth Conklin y su sabueso lo detuvo.
11
Los puros eran habanos, y al olerlos Mal lamentó haber dejado de fumar. Cuando oyó la animada charla de Herman Gerstein y el acompañamiento de Dudley Smith -sonrisas, cabeceos, risitas- lamentó no estar de nuevo en la Academia de Policía entrevistando candidatos para el papel de izquierdista joven e idealista. Su primer día había sido infructuoso, y le parecía un error iniciar los interrogatorios sin tener preparado el señuelo. Pero Ellis Loew y Dudley se habían dejado entusiasmar por los datos psiquiátricos de Lesnick, y ya se disponían a embestir contra Mondo López, Sammy Benavides y Juan Duarte, miembros de la UAES que hacían el papel de indios en Matanza salvaje. Y ahora el número de Gerstein también lo ponía nervioso.