Cobarde.
Pusilánime.
Y Dudley Smith lo sabe.
En casa, Mal aprovechó que no había nadie para quitarse la ropa sudada, ducharse, ponerse una camisa deportiva y pantalones color caqui y sentarse en el estudio a escribir un largo informe para Loew, enfatizando que no debían interrogar directamente a gente de la UAES hasta no haber infiltrado a alguien. El señuelo era ahora indispensable. Había redactado una página cuando advirtió que tendría que suavizar el incidente. No había modo de describir con precisión el episodio de Variety International sin quedar como un debilucho o un idiota. Así que lo palió, y llenó otra página con advertencias acerca del sujeto escogido por Loew: Buzz Meeks, el hombre con fama de ser el policía más corrupto en la historia del Departamento de Policía de Los Ángeles, ladrón de heroína, artista de la extorsión, recaudador y ahora rufián de lujo de Howard Hughes. Después de escribir esa página supo que era inútil; si Meeks quería entrar, lo conseguiría. Hughes era quien más aportaba a los fondos del gran jurado y era el jefe de Meeks. Harían lo que él quisiera. Al cabo de dos páginas supo por qué no valía la pena insistir en eso: Meeks era el mejor hombre para esa tarea. Y el mejor hombre para esa tarea le tenía miedo, tal como él temía a Dudley Smith. Aunque el miedo no se justificara.
Mal arrojó el informe a la papelera y empezó a pensar en un infiltrado. La Academia de Policía quedaba descartada: eran jóvenes transparentes sin talento para fingir. La Academia del sheriff era improbable: las revelaciones de Brenda Allen y la protección que el Departamento del sheriff daba a Mickey Cohen serían un obstáculo para que la Academia cediera a la ciudad un recluta joven y listo. La mejor probabilidad era un simple agente de la ciudad, listo, bien parecido, adaptable y ambicioso, alrededor de veinticinco años, un joven maleable sin aspecto de policía.
¿Dónde?
La División Hollywood quedaba excluida. La mitad de los hombres estaban implicados en el escándalo de Brenda Allen. Sus fotos habían salido en el periódico y estaban asustados, enfurecidos y desquiciados. Incluso se rumoreaba que tres detectives de Hollywood habían participado en el tiroteo de Sherry's en agosto pasado, un intento fallido de despachar a Mickey Cohen donde tres personas habían resultado heridas y un guardaespaldas de Cohen había muerto. Excluida.
Y Central estaba atestada de novatos que llegaban al Departamento por sus antecedentes bélicos: Calle Setenta y Siete, Newton y University contaban con energúmenos contratados para mantener a raya a la ciudadanía negra. Hollenbeck podía ser un buen sitio, pero Los Ángeles Este era mexicana; Benavides, López y Duarte aún tenían contactos allí y eso podía echar a perder la operación. Las diversas divisiones de detectives quizá fueran buen terreno para encontrar un hombre que no estuviera definitivamente marcado.
Mal cogió la guía del Departamento de Policía y se puso a buscar mientras miraba las agujas del reloj, que se acercaban a las tres, la hora en que Stefan volvía de la escuela. Iba a empezar a llamar a los comandantes para concertar entrevistas cuando oyó pasos en el vestíbulo; giró en la silla, bajó los brazos y se dispuso a recibir a su hijo.
Era Celeste. Ella miró los brazos abiertos de Mal hasta que él los bajó.
– Le pedí a Stefan que se quedara un rato más en el colegio para poder hablarte -dijo.
– ¿Sí?
– Tu expresión no me facilita las cosas.
– Habla de una vez.
Celeste aferró su cartera con abalorios, su reliquia favorita de Praga, 1935.
– Voy a divorciarme de ti. He encontrado a un hombre agradable, un hombre culto que nos brindará un hogar mejor para Stefan y para mí.
Mal pensó: calma perfecta, sabe cómo emplear sus recursos.
– No lo permitiré -replicó-. No hagas daño a mi muchacho o yo te lo haré a ti.
– No puedes. El hijo pertenece a la madre.
Destrúyela, hazle saber quién es la ley.
– ¿Es rico, Celeste? Si tienes que follar para sobrevivir, trata de follar con hombres ricos. ¿De acuerdo, Fräulein? O con hombres poderosos como Kempflerr.
– Siempre vuelves a eso porque es muy desagradable y porque te excita.
En el blanco. Mal perdió interés en el juego limpio.
– Salvé tu trasero de niña rica. Maté al hombre que te prostituyó. Te di un hogar.
Celeste sonrió como de costumbre, mostrando apenas los dientes perfectos entre los perfilados labios.
– Mataste a Kempflerr para probarte que no eras un cobarde. Querías ser un verdadero policía, y estabas dispuesto a destruirte para conseguirlo. Sólo tu tonta suerte te salvó. Y no sabes guardar tus secretos.
Mal se levantó y sintió que le flaqueaban las fuerzas.
– Maté a alguien que merecía morir.
Celeste acarició la cartera, pasando los dedos sobre el bordado y los abalarios. Mal notó que era un ademán histriónico, el prólogo de un golpe contundente.
– ¿No tienes réplica para eso?
Celeste puso su sonrisa más glacial.
– Herr Kempflerr fue muy amable conmigo, y yo sólo inventé sus perversiones sexuales para excitarte. Era un amante considerado, y cuando la guerra estaba a punto de terminar saboteó los hornos y salvó miles de vidas. Tuviste suerte de caerle bien al gobernador militar, Malcolm. Kempflerr iba a ayudar a los norteamericanos a buscar a otros nazis. Y sólo me casé contigo porque sentía remordimientos por las mentiras con que te seduje.
Mal iba a decir «No» pero no pudo articular la palabra; Celeste sonrió más. Mal vio la sonrisa como un blanco y atacó. La aferró del cuello, la apoyó contra la puerta y la abofeteó con fuerza. Sintió dientes que se astillaban entre los labios de Celeste, cortándole los nudillos. Le pegó una y otra vez; habría seguido pegando, pero se detuvo al oír «¡Mutti!» y al sentir unos puños pequeños que le golpeaban las piernas. Salió corriendo de casa, asustado de un niño: su hijo.
12
El teléfono sonaba sin cesar. Primero fue Leotis Dineen, que llamaba para avisarle que Art Aragon había noqueado a Lupe Pimentel en el segundo round, con lo cual su deuda ascendía a dos mil cien, y al día siguiente tenía un pago. Luego fue el agente de bienes raíces del condado de Ventura. Sus noticias: la máxima oferta por el seco, desierto, pedregoso, árido, mal situado e inhóspito terreno de Buzz era de catorce dólares por acre. La oferta provenía del pastor de la Primera Iglesia Pentecostal de la Divina Eminencia, que quería convertirlo en un cementerio para las santificadas mascotas de los miembros de su congregación. Buzz pidió un mínimo de veinte por acre; diez minutos después el teléfono sonó de nuevo. Ningún saludo, sólo:
– No se lo conté a Mickey porque no vale la pena ir a la cámara de gas por ti.
Buzz sugirió un encuentro romántico en alguna parte.
– Vete al diablo -respondió Audrey Anders.
Recordar la estupidez más estúpida de su vida le resultó estimulante, a pesar de la tácita advertencia de Dineen: mi dinero o tus rótulas. Buzz pensó en conseguir dinero a la fuerza: él contra ladrones y proveedores de droga a quienes había exprimido cuando era policía; luego desechó la idea: había envejecido y ya no estaba en forma, mientras que los demás quizá fueran más listos y estuvieran mejor armados. Sólo quedaba él contra Mal Considine, cincuenta por ciento, quien le miraba con mal ceño pero por lo demás parecía bastante marchito. Cogió el teléfono y marcó el número privado de su jefe en el hotel Bel-Air.
– ¿Sí? ¿Quién habla?
– Yo. Howard, quiero cazar tontos para el gran jurado. ¿La oferta sigue en pie?
13
Danny se esforzaba en no exceder el límite de velocidad. Entró en Hollywood -jurisdicción de la ciudad- rozando los sesenta kilómetros por hora. Minutos antes un administrador del hospital Estatal de Lexington había llamado a la oficina: una carta de Martin Goines, con matasellos de cuatro días antes, acababa de llegar al hospital. Estaba dirigida a un paciente y sólo contenía inocuos comentarios sobre jazz, pero también indicaba que Goines se había mudado a un apartamento en Tamarind Norte 2307, encima de un garaje. Era una excelente pista; si el domicilio hubiera estado en el condado, habría cogido un coche con insignias y habría ido hasta allí con luces rojas y sirena.