El 2307 estaba un kilómetro al norte del Boulevard, en un paraje poblado de edificios Tudor con marcos de madera. Danny aparcó junto a la acera y vio que el frío de la tarde había mantenido a los vecinos en el interior de las casas. Nadie estaba fuera tomando el fresco. Cogió su equipo, trotó hasta la puerta de la casa y llamó al timbre.
Diez segundos, ninguna respuesta. Danny fue hasta el garaje y vio que arriba había una improvisada construcción. Subió hasta la puerta por una escalera derruida. Llamó tres veces. Silencio. Sacó su cortaplumas y lo insertó entre la jamba y la puerta a la altura del cerrojo. Tras unos segundos de forcejeo oyó un chasquido. Danny miró en torno, no vio testigos, empujó la puerta, entró y cerró.
Le sorprendió un olor entre ácido y metálico. En cámara lenta, Danny dejó el equipo en el suelo, desenfundó el arma y tanteó la pared buscando un interruptor. Su pulgar encendió uno de golpe, sin darle tiempo a prepararse para mirar. Vio un cuchitril transformado en matadero.
Sangre en las paredes. Estrías enormes, inequívocas, escupitajos espumarajos, salivando un líquido rojo entre los dientes, trazando pequeños dibujos en el empapelado barato con motivos florales. Cuatro paredes enteras: curvas, rizos, un trazo semejante a una complicada letra G. Pegotes de sangre en una alfombra deshilachada, sangre en charcos secos sobre el suelo de linóleo, sangre en un desvencijado sofá de color claro, salpicaduras de sangre sobre una pila de periódicos cerca de una mesa donde había una bandeja, un platillo y una lata de sopa. Demasiada sangre para ser de un solo ser humano.
Danny respiró hondo; vio dos entradas sin puerta en la pared izquierda. Enfundó la 45, hundió las manos en los bolsillos para no dejar huellas y examinó la más cercana.
El cuarto de baño.
Paredes blancas cubiertas por líneas de sangre verticales y horizontales, perfectamente rectas, cortándose en ángulo recto, el asesino entrando en calor. Una bañera, los costados y el fondo embadurnados con una materia entre marrón y rosada que parecía sangre mezclada con grumos de jabón. Una pila de prendas masculinas -camisas, pantalones, cazadora- amontonada sobre el asiento del inodoro.
Danny abrió el grifo del lavabo con un nudillo, bajó la cabeza, se enjuagó y bebió. Al levantar la mirada, sorprendió su cara en el espejo; por un instante no se reconoció. Regresó al cuarto principal, sacó guantes de goma del maletín, se los puso, volvió al cuarto de baño y examinó la ropa, tirándola al suelo.
Tres pares de pantalones. Tres camisas de algodón. Tres pares de calcetines enrollados. Un suéter, una cazadora, una chaqueta deportiva. Tres víctimas.
Otra entrada.
Danny salió del cuarto de baño caminando hacia atrás, giró hacia una cocina diminuta, esperando un gigantesco torrente rojo. Allí la limpieza era perfecta: fregona, Ajax y un jabón guardado en un anaquel encima de una pica limpia; platos limpios en una bandeja de plástico; un calendario de 1949 clavado en la pared, los primeros once meses arrancados, ninguna anotación en la página de diciembre. Un teléfono en una mesita junto a la pared lateral y una estropeada nevera junto a la pica.
Sin sangre ni dibujos escalofriantes. El mareo pasó, el pulso se le calmó con chisporroteos de cable pelado. Otros dos cuerpos arrojados en alguna parte; una incursión ilegal en terreno del Departamento de Policía, División Hollywood, donde el escándalo Brenda Allen se cobraba el precio más alto, donde odiaban más al Departamento del sheriff. Su violación de la orden directa del capitán Dietrich: ni violencia ni arrogancia en la ciudad. No había modo de dar parte de su hallazgo. La vaga probabilidad de que el asesino llevara allí al número cuatro.
Danny bebió agua del grifo, se enjuagó la cara, dejó que el agua le empapara los guantes y los puños de la chaqueta. Pensó en buscar una botella; el estómago le resollaba; cogió el teléfono y llamó a la oficina. Respondió Karen Hiltscher.
– Sheriff, Hollywood Oeste. ¿En qué puedo servirle?
Danny habló con voz irreconocible.
– Soy yo, Karen.
– ¿Danny? Tienes una voz rara.
– Sólo escucha. Estoy en un sitio donde no debería estar y necesito algo, y necesito que me llames aquí cuando lo tengas. Y nadie debe saberlo. Nadie. ¿Entiendes?
– Sí. Danny, por favor, no seas tan brusco.
– Sólo escucha. Quiero un informe verbal sobre cada cadáver denunciado en la ciudad y el condado en las últimas veinticuatro horas, y quiero que me llames aquí deprisa. Llama dos veces, cuelga y llama de nuevo. ¿Entiendes?
– Sí. Querido, ¿estás…?
– Maldición, sólo escucha. Estoy en Hollywood-4619 sin permiso, y podría tener problemas por ello, así que no se lo cuentes a nadie. ¿Lo has entendido?
– Sí, querido -susurró Karen, y colgó.
Danny colgó a su vez, se enjugó el sudor del cuello y pensó en agua helada. Vio la nevera, abrió la puerta, retrocedió hacia la pica cuando vio lo que había adentro.
Dos ojos recubiertos de gelatina clara en un cenicero. Un dedo humano cortado sobre un paquete de judías verdes.
Danny vomitó hasta que le dolió el pecho y se le vació el estómago; abrió el grifo y se empapó hasta que el agua se le deslizó dentro de los guantes y masculló que un policía mojado no podía examinar la escena de un delito por el cual Vollmer o Maslick habrían sido capaces de matar. Cerró el agua y se sacudió para secarse, apoyando los brazos en el borde de la pica. Sonó el teléfono; le pareció un escopetazo, desenfundó el arma y apuntó hacia ninguna parte.
Otro timbrazo, silencio. Un tercer timbrazo. Danny cogió el receptor.
– ¿Sí? ¿Karen?
La muchacha hablaba con su sonsonete compungido.
– Han ingresado tres cadáveres. Dos mujeres blancas, un varón negro. Las mujeres, un suicidio por píldoras y un accidente automovilístico; el negro, un alcohólico que murió a la intemperie. Y me debes el Coconut Grove por mostrarte tan poco amable.
Ocho paredes llenas de salpicaduras de sangre y una aspirante a policía que quería ir a bailar. Danny rió y abrió la nevera para encontrar el lado cómico del asunto. El dedo era largo, blanco y delgado, y los ojos eran castaños y empezaban a resecarse.
– Donde quieras, cariño, donde quieras.
– Danny, ¿de veras estás…?
– Karen, escucha bien. Me quedaré aquí para ver quién aparece. ¿Esta noche haces turno doble?
– Hasta mañana a las ocho.
– Entonces hazme un favor. Quiero saber si encuentran cadáveres blancos en la ciudad y el condado. Quédate ante la centralita, escucha las transmisiones por radio a bajo volumen y fíjate si alguien informa sobre homicidios de varones blancos. Si consigues algo, llámame como has hecho ahora. ¿Comprendido?
– Sí, Danny.
– Y recuerda, nadie debe saberlo. Ni Dietrich ni nadie. Nadie.
Un largo suspiro: Katharine Hepburn exhausta, en versión Karen.
– Sí, agente Upshaw. -Un suave chasquido.
Danny colgó y examinó el apartamento.
Sacó muestras de tierra y polvo de los tres cuartos, guardándolas por separado en sobres transparentes; sacó su cámara Rolleiflex y tomó primeros y medios planos de las salpicaduras de sangre. Recogió, etiquetó y entubó sangre de la bañera, sangre del diván y la silla, sangre de la pared, sangre de la alfombra, sangre del suelo; tomó muestras de fibra de los tres tipos de ropa y anotó las marcas en las etiquetas.