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Anocheció. Danny dejó las luces apagadas y trabajó con una linterna de bolsillo entre los dientes. Buscó huellas dactilares ocultas, agotando todas las superficies que se podían palpar, aferrar y apretar. Descubrió un par de guantes de goma -probablemente del asesino-, huellas de una mano derecha completa y parte de una izquierda que no coincidían con las de Goines. Sabiendo que las huellas de Goines tenían que aparecer por alguna parte, siguió hasta obtener su recompensa: las de la mano izquierda junto al borde de la pica de la cocina. Imaginó al asesino duchándose para lavarse la sangre y registró cada superficie del cuarto de baño. Obtuvo huellas de uno, dos y tres dedos, y también de manos completas, puntas de guante de goma, las manos de un hombre corpulento, muy espaciadas cuando se apoyaba en la pared de la bañera.

Medianoche.

Danny sacó el dedo cercenado de la nevera, lo entintó, lo apoyó en un papel. Concordaba con el dígito medio derecho del conjunto desconocido. Era un corte irregular por encima del nudillo, cauterizado con una llama, pues terminaba en carne negra y chamuscada. Danny revisó la sartén de la sala. Premio: piel frita pegada al fondo; el asesino quería conservar el dedo, un golpe para quien descubriera esa carnicería.

¿O planeaba regresar con otra víctima?

¿Mantendría el lugar bajo vigilancia para saber cuándo se iba al traste esta opción?

La una menos cuarto.

Danny examinó el lugar por última vez. El único armario estaba vacío, no había nada oculto bajo las alfombras. Un vistazo a la pared con la linterna le dio otro detalle para la reconstrucción: dos tercios de las manchas de sangre tenían textura parecida. La segunda víctima y la tercera debían de haber muerto casi al mismo tiempo. Revisando el suelo de rodillas obtuvo una última prueba: un grumo de residuo pastoso y blanco endurecido, de olor neutro. Lo etiquetó y embolsó, etiquetó y embolsó los ojos de Martin Goines, se sentó en el borde limpio del sofá, el arma apoyada en la rodilla. Esperó.

El agotamiento lo dominó. Danny cerró los ojos y vio dibujos de sangre, blanco sobre rojo, los colores invertidos como negativos fotográficos. Tenía las manos entumecidas tras horas de trabajar con guantes de goma; imaginó que el tufo metálico del cuarto era el olor de un buen whisky, trató de aspirarlo, desechó la idea y elaboró teorías para olvidar el hedor.

Tamarind 2307 estaba a media hora en coche de la punta del Strip. El asesino había tenido dos horas para jugar con el cadáver de Martin Goines y decorar el lugar. El asesino tenía una audacia monstruosa, suicida. Había matado a otros dos hombres -tal vez al mismo tiempo- en el mismo lugar. Puede que el asesino tuviera el inconsciente deseo de que lo capturaran, propio de muchos psicópatas; era un exhibicionista y quizá le decepcionaba que el homicidio de Goines hubiera recibido poca publicidad. Probablemente había abandonado los otros dos cuerpos en algún sitio donde los encontrarían, lo cual significaba que los otros dos homicidios habían ocurrido en las veinticuatro horas anteriores. Preguntas: ¿los dibujos de la pared significaban algo o eran sólo rabiosos escupitajos de sangre? ¿Qué significaba la G? ¿Las tres víctimas estaban escogidas al azar, a partir de su homosexualidad o drogadicción, o eran previamente conocidas por el asesino?

Más agotamiento. Los cables del cerebro se le pelaban por exceso de información y escasez de conexiones. Danny miró la esfera luminosa de su reloj de pulsera para mantenerse despierto. Acababan de dar las 3.11 cuando oyó el ruido del cerrojo.

Se levantó y caminó de puntillas hasta las cortinas que había junto al interruptor de la luz: la puerta a medio metro, el brazo del arma extendido y apoyado en la mano izquierda. El cerrojo emitió un chasquido; la puerta se abrió y Danny encendió la luz.

Un hombre gordo y cuarentón quedó paralizado por la luz. Danny avanzó un paso; el hombre giró al enfrentarse al cañón de un revólver calibre 45. Se llevó las manos a los bolsillos; Danny cerró la puerta con el pie y le pegó en la cara con el cañón, lanzándolo de bruces hacia el empapelado manchado de sangre. El gordo soltó un aullido, vio la viscosidad de la pared en primerísimo plano y cayó de rodillas, entrelazando las manos y listo para suplicar.

Danny se acuclilló a su lado, apuntando el revólver a la sangre que le goteaba de la mejilla. El gordo murmuró varios Ave María; Danny sacó las esposas, apartó el arma, le colocó las pulseras y las cerró sobre las muñecas unidas en una plegaria. Los dientes metálicos mordieron; el hombre miró a Danny como si él fuera Jesús.

– ¿Policía? ¿Eres policía?

Danny lo examinó. Palidez de convicto, zapatos de prisión, ropas de segunda mano y agradecido de que un policía lo sorprendiera irrumpiendo allí, una violación de libertad condicional y diez años como mínimo. El hombre miró las paredes, bajó los ojos, vio que estaba de rodillas a dos pulgadas de un charco de sangre con una cucaracha pegada en el centro.

– Maldita sea, dime que eres…

Danny le aferró la garganta y la estrujó.

– Departamento del sheriff. Baja la voz y pórtate bien y te dejaré ir de aquí.

Con la mano libre, cacheó al gordo, extrayendo una billetera, llaves, una navaja y un estuche de cuero, compacto pero pesado, con cierre de cremallera.

Le soltó la garganta y examinó la billetera, volcando tarjetas y documentos en el suelo. Había un permiso de conducir caducado del Estado de California para Leo Theodore Bordoni, nacido el 19/6/09; una tarjeta de libertad condicional del condado extendida al mismo nombre; una tarjeta del banco de plasma declarando que Leo Bordoni, tipo AB positivo, podía vender su sangre nuevamente el 18 de enero de 1950. Las tarjetas eran del hipódromo: billetes de apuestas, recibos, cajas de cerillas con el nombre de caballos ganadores y números de carreras garrapateados en el dorso.

Danny soltó a Leo Theodor Bordoni, la recompensa del gordo por una combinación de elementos -repugnancia ante la sangre, tipo sanguíneo y descripción física- que lo eliminaba como sospechoso del asesinato. Bordoni regurgitó y se secó la sangre de la cara; Danny abrió el estuche de cuero y vio un equipo de herramientas: gubia, cortavidrios, cincel, todo dispuesto sobre terciopelo verde.

– Irrupción ilegal, posesión de herramientas para robo, violación de libertad condicional -espetó Danny-. ¿Cuántas veces has caído, Leo?

Bordoni se masajeó el cuello.

– Tres. ¿Dónde está Martin?

Danny señaló las paredes.

– ¿Tú que crees?

– Dios mío.

– Eso es. El viejo Martin, de quien probablemente nadie excepto tú sabe nada. ¿Conoces la ley habitual del gobernador Warren?

– Eh… no.

Danny enfundó el revólver, ayudó a Bordoni a levantarse y lo empujó hacia la única silla sin manchas de sangre reseca.

– La ley dice que una cuarta caída te cuesta entre veinte años y cadena perpetua. Sin regateos ni apelaciones. Nada. Robas un maldito paquete de cigarrillos y te llevas veinte años. Así que me cuentas todo lo que hay que saber sobre Martin Goines, o te tragas veinte en San Quintín.

Bordoni echó una ojeada al cuarto. Danny caminó hasta las cortinas, miró los jardines y las casas oscuras e imaginó que el asesino se alejaría, ahuyentado por la luz. Movió el interruptor. Bordoni soltó un largo suspiro.

– ¿Lo pasó muy mal Martin?

Danny vio letreros de neón en Hollywood Boulevard, a kilómetros de distancia.

– Peor que mal, así que habla.

Bordoni habló mientras Danny miraba los anuncios y las luces de los faros.

– Salí de San Quintín hace dos semanas, después de siete años por robo. Conocí a Martin cuando cumplió sentencia por tenencia de hierba, y él conocía el número de mi hermana en San Francisco. Me envió cartas de vez en cuando después de salir, nombre falso, sin remitente, porque era prófugo y no quería que los censores descubrieran su identidad.