»Martin llamó a casa de mi hermana hace unos cinco días, el treinta o el treinta y uno. Dijo que estaba tocando el trombón por una miseria y odiaba el trabajo. Se había curado, iba a dejar la heroína y buscar algún trabajillo. Robo de casas. Dijo que acababa de encontrar a un viejo socio y necesitaban a un tercero. Le dije que vendría en una semana. Me dio esta dirección y me dijo que me dirigiera aquí. Eso es todo.
La oscuridad hacía palpitar el cuarto.
– ¿Cómo se llamaba el socio? ¿De dónde lo conocía Goines?
– Martin no me lo dijo.
– ¿Lo describió? ¿Fue socio de Martin cuando hacía trabajillos en el 43 y el 44?
– Amigo, fue una conversación de dos minutos, y yo ni siquiera sabía qué tipo de asuntos tenía entre manos en esa época.
– ¿Mencionó a un viejo socio con la cara quemada o chamuscada? Ahora debe de andar cerca de los treinta años.
– No. Martin siempre fue muy reservado. Yo era su único amigo en San Quintín, y me sorprendió cuando dijo que tenía un viejo socio. Martin no era un tipo que se asociara con nadie.
Danny cambió el enfoque.
– Cuando Goines te mandaba cartas, ¿tenían sello de correos, qué decían?
Bordoni suspiró con aburrimiento; Danny pensó en mostrarle los ojos de su amigo.
– Habla, Leo.
– Procedían de todas partes del país, y eran pura cháchara… jazz, ojalá estuvieras aquí, caballos, béisbol.
– ¿Martin mencionó a otros músicos con quienes tocaba?
Bordoni rió.
– No, y creo que le daba vergüenza. Tocaba en esos clubes de mala muerte y sólo decía «Soy el mejor trombón que han visto nunca». Él sabía que no era gran cosa pero que esos fulanos con quienes tocaba eran peor.
– ¿Nunca mencionó a nadie, salvo ese viejo socio con quien ibais a trabajar?
– Nadie. Como he dicho, fue una conversación de dos minutos.
El letrero de Miller del edificio Taft se apagó, irritando a Danny.
– Leo, ¿Martin era homosexual?
– ¡Martin! ¿Estás loco? ¡Ni siquiera jodía con los maricas de San Quintín!
– ¿Alguien le hizo alguna propuesta?
– ¡Martin habría preferido morir antes de permitir que un maricón lo manoseara!
Danny encendió la luz, alzó a Bordoni tirando de las esposas y le puso la cabeza frente a una larga mancha de sangre de la pared.
– Ese es tu amigo. Por eso nunca estuviste aquí ni me conociste. No quieres tener problemas, así que cierra el pico y hazte a la idea de que esto ha sido una pesadilla.
Bordoni asintió; Danny lo soltó y abrió el cerrojo de las esposas. Bordoni recogió sus cosas del suelo, muy cuidadoso con sus herramientas. En la puerta, dijo:
– Lo tomas como algo personal, ¿verdad?
Buddy Jastrow se había esfumado, cuatro copas por noche no bastaban, los manuales y las clases no eran reales.
– Es todo lo que tengo -dijo Danny.
De nuevo solo, Danny miró por la ventana. Los letreros luminosos de los cines se apagaron, convirtiendo el Boulevard en otra calle solitaria y oscura. Añadió «posible cómplice de robos» a «alto, canoso», «maduro», «homosexual» y «entendido en heroína»; tomó la afirmación de Bordoni de que Martin no era homosexual como sincera pero errónea. Se preguntó cuánto tiempo podría permanecer dentro del cuarto sin perder el juicio, sin correr el riesgo de que el propietario o un vecino de enfrente se dejaran caer por allí.
Buscar luces encendidas que lo delataran a él mirando hacia allí era pueril; la búsqueda de formas siniestras era un juego de chicos, el juego que él mismo practicaba de niño. Danny bostezó, se sentó en la silla e intentó dormir.
Se sumió en algo parecido al sueño, a medio camino entre la inconsciencia y el pensamiento. Vio imágenes que no obedecían a su voluntad. Señales de tráfico, camiones, un saxofonista tocando su instrumento, flores, un perro al final de un palo. El perro le hizo temblar; trató de abrir los ojos, los sintió pegados y siguió con las imágenes. Instrumentos de autopsia recién esterilizados, Janice Modine, un Oldsmobile 39 meciéndose sobre los amortiguadores, una mirada al interior, Tim follando con Roxy Beausoleil, un trapo empapado de éter en la nariz de la muchacha para que riera y fingiera que era agradable.
Danny se despejó de golpe. La luz entraba por una separación de las cortinas. Tragó una flema seca, vio otra proyección de la última imagen, se levantó y fue a la cocina a beber agua del grifo. Estaba bebiendo un buen sorbo cuando sonó el teléfono.
Un segundo timbrazo, silencio, un tercer timbrazo. Danny atendió. -¿Karen?
La muchacha estaba sin aliento.
– La radio de la ciudad. Encuentra al encargado de mantenimiento, Griffith Park, el camino que asciende desde el aparcamiento del observatorio. Dos muertos, la policía de Los Ángeles va hacia allá. Cariño, ¿sabías que esto iba a pasar?
– Sólo finge que no pasó -dijo Danny. Colgó, recogió su maletín y salió del matadero bañado en sangre. Se obligó a no correr hacia el coche. Miró alrededor y no vio testigos. Griffith Park estaba a un kilómetro y medio. Se quitó los guantes de goma, sintió un cosquilleo en la mano. Condujo a toda velocidad.
Dos coches del Departamento se le adelantaron.
Danny aparcó junto a ellos al pie del largo trecho de asfalto que se extendía antes de la extensión montañosa que formaba el perímetro norte del parque. No había más coches en el terreno; vio a cuatro policías de uniforme en el punto donde el camino se internaba en el bosque, tradicional refugio para borrachos y tórtolos sin dinero para una pensión.
Danny miró la hora: las 6.14. Sacó su insignia y subió. Los sobresaltados policías se giraron, llevando las manos a las fundas. Danny señaló la placa.
– Sheriff, Hollywood Oeste. Estoy trabajando en un caso de homicidio, y oí vuestro mensaje en la radio de la oficina.
Dos policías asintieron; los otros dos miraron a otra parte, como si un detective del condado fuera peor que la mugre. Danny tragó saliva; la oficina de Hollywood Oeste estaba a media hora de distancia, pero los muy estúpidos no repararon en la diferencia de tiempo. Se separaron para dejarle ver; Danny vio un medio plano del infierno.
Dos hombres muertos, desnudos, tendidos en un pequeño lecho de tierra rodeado por espinos bajos. La rigidez, las costras de tierra y las hojas indicaban que habían estado allí por lo menos veinticuatro horas; el estado de los cuerpos indicaba que habían muerto en Tamarind Norte 2307. Danny movió un arbusto, se arrodilló y acercó la Cámara Humana a una distancia pesadillesca.
Los hombres estaban en la posición del 69: cabeza-ingle, ingle-cabeza, los genitales acariciándoles las bocas. Cada cual apoyaba las manos en las rodillas del otro, al más corpulento le faltaba el índice derecho. Los cuatro ojos estaban intactos y abiertos, las víctimas tenían heridas en la espalda, como Martin Goines, y también en la cara. Danny examinó el frente de los cuerpos abrazados, descubrió sangre y restos de entrañas.
Se levantó. Los policías fumaban cigarrillos, arrastraban los pies, destruían cualquier posibilidad de investigar bien el terreno. Lo miraron, uno por uno. El mayor dijo:
– ¿Esos tipos son como el de su caso?
– Casi exactamente -respondió Danny, pensando en la cámara verdadera de su maletín, fotografías para su archivo antes de que los polizontes de la ciudad dieran por cerrado un caso que era suyo-. ¿Quién los encontró?
– El encargado de mantenimiento vio a un borracho que corría gritando colina abajo, así que fue a echar un vistazo -respondió el policía más veterano-. Nos llamó, volvió a subir y por poco se desmaya. Lo mandamos a casa, y cuando el escuadrón llegue aquí lo mandarán a casa a usted también.
Los otros polizontes rieron. Danny pasó por alto la provocación y trotó camino abajo para coger la cámara. Casi había llegado al Chevy cuando un coche sin insignias y la camioneta del forense llegaron y aparcaron junto a los coches patrulla.